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martes, 10 de marzo de 2009

LA LEY DEL AMOR: III Domingo de Cuaresma - Ciclo B: (Juan 2, 13-25)

Publicado por Parroquia San Vicente

A este domingo se le llama “Domingo de Moisés” porque en él aparece el gran líder como intermediario entre Dios y el pueblo al que trasmite la Ley. La lectura del Éxodo nos confronta con el Decálogo, plato fuerte que muchos no logran digerir. Según su etimología, ley es algo que liga y ata, pero que es necesaria para la educación de la libertad y para la pacífica y respetuosa convivencia ciudadana. Pues un país sin leyes –sin ataduras- no sería en modo alguno el reino de la libertad y del respeto sino el caos absoluto, la jungla regida por la ley del más fuerte. Y, pensemos ¿Por qué principios se regirían las relaciones humanas si se prescindiera del Decálogo? Toda ley debe ser norma reguladora del proceder moral. La libertad es facultad de elegir y esto ya supone una ley que dicta lo elegible y reprobable. Esta ley puede ser la voz interior de la conciencia o puede ser una ley externa formulada en términos concretos de acuerdo con la naturaleza racional. La libertad es capacidad de elección entre contrarios, pero no independencia. «No es lo mismo ser libre que ser independiente.» Ser libre y guiarse por la ley no son conceptos antagónicos ni exclusivos, más bien se superponen y complementan porque el ejercicio de la libertad, si es uso verdaderamente racional, debe estar de acuerdo con la ley. No toda liberación significa verdadera libertad. La liberación de la opresión puede conducir a la evasión de la justicia con lesión de la libertad de los demás, lo que para unos es democracia para otros, es puerta abierta a la violencia. La libertad tiene dos maneras de entenderse: una es uso consciente de la libertad, la otra es abuso y se llama libertinaje y terror. Conviene recordar que la libertad individual debe estar, siempre, en cierto grado, limitada por los derechos prioritarios de los demás. Toda legislación que no esté basada en estas premisas del respeto a la persona y el bienestar de la comunidad, será siempre una mala ley.

Jesús vino a perfeccionar la ley y la resumió en dos preceptos: «amar a Dios y al prójimo.» Quien no lee el Decálogo desde la perspectiva del amor hace una lectura falsa y en consecuencia no verá más que cadenas y ataduras. Amar es cumplir la ley entera. Por eso, Pablo dijo: «a nadie debáis nada más que amor.» Jesús lo expresará muy claramente, resumiendo en su Evangelio: «Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros…» (Juan 15,12).
El mandamiento del amor, no sólo resume todos los demás, sino que los lleva a su plenitud, se mueve en la línea positiva de la entrega, del siempre más, del “sin límites”. No se limita a no hacer daño al prójimo –no matarás, no robarás–, sino a hacerle todo bien: a liberar, a compartir, a dar vida.
El mandamiento del amor, no es imposición que nos llega de fuera, es fuerza interior que libera todas nuestras mejores energías. Propiamente no es mandamiento, sino que, más bien, es una necesidad, es dinamismo de crecimiento, es clave de convivencia, es felicidad y es salvación.
El mandamiento del amor, no es ley muerta, es persona viva, es Jesucristo. «…amaos como yo os he amado.» Nuestra ley es Jesucristo, “derramado en nuestros corazones”. Es verdadero perfume interior, alegría del corazón, alimento más sabroso y más dulce que «un panal que destila.»

El Templo, era el signo más claro de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Primero fue la experiencia de que Dios los acompañaba. Después fue una tienda sencilla y abierta en medio del campamento, “lugar de encuentro”. Al final se agranda, se cierra, se estrecha, se enriquece, se especializa e incluso se comercializa. Toda la vida religiosa quedaba polarizada en torno a él, convirtiéndose en “¡el Templo!”, signo de la presencia de Dios, pero más de poder y opresión, de grandeza y de riqueza.
Naturalmente, el Dios vivo se escapa de ese recinto ritualista, meticuloso y mercantilista y se refugia en los caminos, en las gentes sencillas, en el corazón de los pobres. Dios no se deja manipular ni con sacrificios ni con oraciones o conjuros. Y, mucho menos se deja comprar.
El gesto de Jesús es profético. No sólo quiere limpiar el Templo de impurezas, sino que quiere sustituir toda la irrealidad de esa idea de templo. Las impurezas no estaban sólo en los atrios, llegaban al corazón de la estructura. Por eso había que destruir ese Templo y sustituirlo por algo verdadero y vivo, más en el Espíritu. El culto que Dios quiere, ha de ser «en Espíritu y en verdad» (Juan 4,23).

«Destruid este Templo…» El verdadero templo de Dios, es el cuerpo de Cristo. El Padre habita en él y el Espíritu lo penetra. Y, todo hombre es templo de Dios, porque algo de Dios hay en él, que está hecho a su imagen y semejanza. Hay una prolongación de la Encarnación de Cristo en toda persona, especialmente si esta, está marcada por el sufrimiento. Cualquiera de estos templos es sagrado y vale más que una catedral.

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