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viernes, 3 de abril de 2009

Apoyo para la Homilía y la Reflexión personal: El triunfo de Jesús será la cruz.

Domingo de Ramos - Ciclo B
P. José Enrique Ruiz de Galarreta, S.J.

TEMAS Y CONTEXTOS
EL CANTO DEL SIERVO, EN ISAÍAS.

En este segundo libro de Isaías, llamado “el libro de la consolación”, aparece un personaje al que se ha llamado “El Siervo de Yahvé”, en cuatro cantos ( caps: 42, 49, 50, 52). Llamado por Dios desde el seno de su madre, aparece como un discípulo a quien Dios “le ha abierto el oído”, para que él pueda instruir a todos. Su misión se realiza sin brillo ni éxito externo, está expuesto a ultrajes y desprecios; se ha entregado por los pecadores y carga con sus pecados, convirtiéndose, por su humillación y sufrimientos, en salvación para todos.
La Iglesia ha visto siempre en este personaje una anticipación profética de la figura de Jesús, y representa un mesianismo opuesto al que era más habitual en Israel: el mesianismo regio, triunfal, al modo y modelo de David.
El texto nos introduce pues, muy acertadamente, a la lectura de la Pasión, para que podamos entender mejor el sentido correcto del triunfo de Jesús.

LA CARTA A LOS FILIPENSES
La lectura de Pablo nos acerca con más profundidad a la teología de la Cruz, profundamente unida a la teología de la Encarnación. Cristo, despojado de su rango divino, hecho un hombre más hasta morir, exaltado por Dios en la Resurrección.
Este texto nos proporciona las claves para una interpretación fundamental de la pasión de Jesús: es la consecuencia última de su verdadera condición humana: humano como nosotros, sometido por tanto a la persecución del mal y llamado a dar su vida como entrega definitiva; y la de hombre lleno del Espíritu, al que ese Espíritu lleva a arrostrar su pasión y muerte con plenitud de entrega y de sentido.
Es importante recordar que el texto no hace historia sino teología. La historia no es que un ser divino se despoja de su divinidad y se hace parecido a los hombres. Es que un hombre está lleno del Espíritu de Dios. La teología es una interpretación de la historia, no al revés.

LA LECTURA DE LA PASIÓN
Leemos hoy el relato de la Pasión según Mateo. Debemos recordar que los relatos de la Pasión son los que, probablemente, se pusieron por escrito antes que ninguno: constituían lo fundamental de la catequesis sobre Jesús, y planteaban el primer problema para los que iban a creer en él: creer en un crucificado, creer que, a pesar de su muerte deshonrosa, rechazado por los jefes de Israel, “Dios estaba con Él”.
Por otra parte, debemos recordar también que son los relatos más “históricos” de los evangelios. En muchos otros momentos, el significado es más importante que lo
sucedido. Aquí, el mensaje es el suceso. Es la pasión y la muerte de Jesús, sucedidas históricamente, lo que constituye para nosotros una Palabra de Dios.



REFLEXIÓN

El Domingo de ramos puede celebrarse simplemente como el día del triunfo, aunque fuera efímero, de Jesús. Es como si todo Israel, por un sorprendente efecto del Espíritu, se lanzara a la calle para aclamarle como Mesías-Rey. Esta interpretación es fuertemente deficiente. En primer lugar, el suceso fue mucho menos espectacular que lo se ha querido interpretar. Un grupo de galileos peregrinos por Pascua en Jerusalén aclaman a Jesús y lo proclaman Mesías. Jerusalén entera se sorprende, preguntan quién es ése, les responden que es Jesús, el profeta de Nazaret… Y el triunfo es modesto, incluso en sus símbolos, el pollino, los niños aclamando.
En segundo lugar, el triunfo es muy simbólico: Jesús no entra como un monarca poderoso, ni va al templo a recibir honores. Jesús no protagoniza al Mesías Davídico, sino que se asemeja más bien al siervo de Isaías; su aspecto sufriente no aparece el Domingo más que en la oposición de los sacerdotes y de sus enemigos fariseos, pero se mostrará definitivamente el Viernes Santo. Los signos son mesiánicos, pero no davídicos.
Todo esto nos lleva a considerar el mesianismo de Jesús, y el nuestro. Jesús va a triunfar, pero en la cruz. No va a triunfar por destruir a sus enemigos, por imponerse a los sacerdotes ni por lograr la independencia de Israel. Va a triunfar llegando hasta el final: dar su vida. El triunfo de Jesús no es como el triunfo de Alejandro Magno ni siquiera como los triunfos del Rey David. El triunfo de Jesús va a ser la fe de los discípulos, que lo reconocerán como El Señor, por su muerte y su resurrección. No es el triunfo del rey; es el triunfo del grano de trigo, que triunfa al morir, porque será fecundo.
Así, el Domingo de Ramos introduce los parámetros correctos para acercarnos a la Semana Santa comprendiendo y celebrando el mensaje central de nuestra fe, sin dejarnos llevar por tendencias que serían muy de nuestro gusto, pero que son corregidas por el mismo Jesús. Nos gustaría un triunfo espectacular y multitudinario, pero Jesús no va a triunfar de esta manera; es más, va a ser rechazado, humillado y aparentemente vencido por sus enemigos. Nos gustaría una resurrección igualmente espectacular; más bien nos gustaría que, cuando sus enemigos le increpan: “baja de la cruz y creeremos en ti”, Jesús bajara de la cruz, milagrosamente, y todos cayeran a sus pies, adorándole. Nuestra lógica pediría que el Mesías fuese recibido en triunfo por
su pueblo, y que Jesús entronizara la Nueva Alianza sobre el pedestal de la Antigua.
En resumen, también a nosotros nos gusta más el Mesías al modo Davídico, un soberano espiritual y material, un rey-pontífice entronizado de parte de Dios para poner orden en las naciones.
De hecho, ésta ha sido y es la tentación de la Iglesia. A lo largo de la historia, la iglesia ha pretendido ser el reino de Dios en la tierra de manera jurídica y exterior. Y no solamente respecto a los otros poderes del mundo, reyes y emperadores sometidos al Representante de Cristo, sino en su afán de gobernar las conciencias, en la autoatribución de poderes presuntamente otorgados por Dios mismo a sus dirigentes. Los dignatarios eclesiásticos han tenido la consideración y el aspecto de príncipes, y hasta la celebración de la Eucaristía se ha revestido de atributos triunfales, como una celebración del reconocimiento universal del poder de la divinidad ( y de sus representantes), acatado por todos (incluso por personas en cuyo espíritu no haya nada del Espíritu de Jesús).
El Domingo de Ramos nos cura de todas esas fantasías imperiales. Jesús triunfa porque el Espíritu le lleva hasta dar la vida. Jesús no es el Rey David que viene a construir su reino acabando con sus enemigos, sino el grano de trigo que es enterrado y muere. Los enemigos de Jesús no son algunas personas, sino los pecados, que están en todas las personas, incluidos sus mismos seguidores. El poder de Jesús no es la imposición desde fuera, desde arriba, sino la conversión desde dentro, desde abajo.
Este es el simbolismo de la purificación del Templo. En realidad, Jesús está destruyendo simbólicamente el Templo. Uno de los pasos más significativos que dieron los primeros seguidores de Jesús fue sustituir el Templo por la casa, los sacrificios por la fracción del pan. En las primeras comunidades desaparecieron los sacerdotes y los pontífices, los ritos suntuosos y los tributos para el culto. Fueron sustituidos por la comunidad fraternal que vivía de la Palabra y ponía todo en común.
No pretendieron imponerse sino convertir, se desentendieron del poder religioso y político y empezaron a cambiar la sociedad cambiando las conciencias por le fe en Jesús. Y estuvieron dispuestos a sufrir por todo ello y gozosos de poder hacerlo.
Más tarde, todo fue alterado. Pertenecer a la Iglesia se convirtió en una ventaja social, la pequeña semilla se convirtió, no en un modesto arbusto de mostaza, sino en un baobad gigantesco y aparatoso, dogmático y jurídico, anatematizador y perseguidor de cuantos se le oponían. La eucaristía doméstica cedió paso al culto en los recuperados templos, volvieron a mandar los sacerdotes sobre el pueblo obediente y silencioso, y el poder de Dios manifestado en sus Pontífices dictó sus normas a la sociedad entera. En resumidas cuentas, volvió a triunfar el templo sobre la casa, el sacrificio sobre la fracción fraternal del pan, el espectáculo sobre la conversión.
La celebración del Domingo de Ramos puede acentuar cualquiera de estas dos tendencias, tan frontalmente opuestas. Nuestra procesión de ramos y nuestra eucaristía pueden ser un triunfo del mesías-rey o un anuncio del triunfo de Jesús en la cruz. Se nos enfrenta por tanto a una elección: el triunfo de Cristo como a nosotros nos gustaría, o la aceptación y celebración del triunfo real de Jesús, que no es otro que la muerte y la resurrección.


PARA NUESTRA ORACIÓN

La celebración de la Semana Santa y de la Resurrección supone un desafío mayor que lo que imaginamos. Es posible que esta celebración vaya a significar para nosotros lo siguiente: el Domingo de Ramos, el triunfo externo, la aclamación popular; el Jueves Santo, la presencia real de Cristo en el pan y el vino; el Viernes Santo, nuestra compasión y dolor por sus sufrimientos; el Domingo de Resurrección, la evidencia de la divinidad de Cristo que resucita por su propio poder.
Pero estos días nos enfrentan a mucho más, a lo más esencial del mensaje y la persona de Jesús. Deben ser para nosotros días de limpiar nuestra fe de todo lo que nuestras costumbres y nuestros pecados le ha ido añadiendo, días de acercarnos a Jesús como Él es, no como nosotros, por nuestras torcidas conveniencias, lo hemos imaginado.
El Domingo de Ramos no celebramos el triunfo espectacular del Mesías que entra glorioso en su capital. Celebramos el heroísmo de Jesús que, sabiendo que se juega la vida, entra en Jerusalén públicamente y limpia el Templo, desencadenando así la definitiva decisión de los jefes: hay que matarlo. Mientras Jesús se conformara con el papel de un discreto profeta pueblerino, lejos de Jerusalén, la cosa no iría mucho más lejos; provocar el poder de los sacerdotes y los grandes rabinos en su mismo templo, en el entorno de la pascua, es una intolerable provocación. Pero Jesús sabe que es su misión: ofrecer el Reino a todo Israel, pública y “oficialmente”, en el Templo y en la Pascua. Sabe que va a costarle la vida, y acepta el desafío.
El Jueves Santo no celebramos la Institución del Sacrificio de la Nueva Pascua. Eso es una lectura judaica, regresiva y estéril. Celebramos a Jesús pan y vino para la vida del mundo. Tampoco celebramos la primera cena del Señor, sino la última de lasa comidas de Jesús con sus discípulos. Tampoco celebramos anticipadamente el sacrificio de la cruz, sino el sacrificio constante de Jesús, su vida entera entendida como pan y vino para la vida del mundo.
El Viernes Santo no celebramos el sacrificio cruento y expiatorio por el cual Dios queda aplacado por el calmante aroma de la sangre de su hijo y perdona nuestros pecados. Celebramos el triunfo del grano de trigo, la consecuencia de Jesús que asume su misión con todas sus consecuencias; y celebramos sobre todo la muerte del mesianismo político/sagrado. Ése es el que muere en la cruz, el Mesías triunfante. Sin la cruz, los discípulos habrían seguido creyendo en Jesús como Rey de Israel. Sólo cuando ese Mesías muere en la cruz puede nacer la fe en el Siervo que da la vida,
rechazado por los pecados.
El Domingo de Resurrección no celebramos el triunfo espectacular de Cristo sobre sus enemigos históricos sino la fe en el amor del Padre, amor más fuerte que la muerte y que el pecado, manifestado ante todo en Jesús, y capaz de manifestarse en cada uno de nosotros.
Toda la Semana Santa es por tanto un canto al amor de Dios en lucha con el pecado.
Las dos cosas, el pecado y el amor de Dios, se pueden ver, espectaculamente claros, en esta semana. Y ése debe ser el objeto de nuestra contemplación.


DE LA CARTA A LOS ROMANOS

Recitamos juntos este fragmento de la cata a los romanos, en que se muestra la fe en el amor de Dios, que hemos conocido en Jesús, en Jesús crucificado.
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
No hemos recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre!
Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él también todas las cosas?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios?
Dios es el que salva, ¿quién condenará?
¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?,
¿el hambre?, ¿la pobreza?, ¿los peligros?, ¿la desgracia?.
Pero en todo esto salimos vencedores
gracias a Aquél que nos amó.
Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida
ni ningún poder presente ni futuro
ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.
(Rm 8:14-39)


DIVAGACIONES PERSONALES SOBRE EL DOMINGO DE RAMOS

Domingo de Ramos. Una mañana soleada; hacia mediodía, resuenan las campanas, los papás llevan deprisa a los niños hacia el templo; todos vestiditos de fiesta, todos agitando palmas o ramitas de olivo, todos sonrientes y felices, dispuestos a aclamar “Hosanna”, “Hosanna al Hijo de David”. Y la procesión, quizá con la imagen de Jesús sonriente, montado en un burrito precioso, y el desfile del los clérigos ataviados de vestiduras doradas, arropado todo por humaredas de incienso.
Aunque parezca raro, esto se parece un poco a lo que nos pasaba en Navidad. La señal que dieron los ángeles es que había que creer en un niño pobre, nacido en penosas circunstancias, lejos del templo, del poder y de la sabiduría de los doctores. Pero a nosotros no nos gusta eso, y lo cambiamos por la ternura del bebé/dios, las cancioncillas populares, las comilonas familiares y los regalos a los niños. Las despensas llenas, nuestras mesas repletas y la Misa de Gallo vacía. Todo el mundo sonríe, sólo Dios llora.
Y ahora está pasando lo mismo: los discípulos entusiasmados, cortando ramas de olivo para aclamar al Mesías/Rey, alfombrando el suelo con sus modestos mantos de campesinos o pescadores, aclamando, cantando, bailando, porque el Mesías/Rey viene a tomar posesión de su Ciudad, de su Templo. Pero nos cuenta Lucas que Jesús entró en Jerusalén llorando, llorando por la ciudad, porque él sabía muy bien lo que iba a pasar: que Jerusalén le iba a dar con la puerta en las narices, que en cinco días acabarían crucificándole, que iban a desaprovechar su última oportunidad.
Me produce un profundo desasosiego ese desfile de rey de burlas que montan los discípulos, ver a Jesús malmontado en un miserable burro, llorando mientras todos cantan un triunfo que no le va.
Me entusiasma lo que pasa después, que lo suben al Templo entre cantos triunfales, ¡bendito el Rey que viene!, penetran en los atrios repletos de animales para los sacrificios y de cambistas para las limosnas, entusiasmados y triunfantes... Y Jesús se baja del burro, coge una soga, hace con ella un látigo y empieza a liarse a golpes a diestra y siniestra... y se monta una estampida de corderos y de vacas, y el suelo se llena de monedas que brincan por los escalones de mármol... ¿dónde estaban entonces los discípulos, sin saber qué hacer con las ramitas de olivo en las manos,
con el ¡hosanna! a medio gritar en la boca ... ¿Fue allí cuando Judas se desilusionó del todo de aquel mesías que lo hacia todo al revés? ¿Entendieron algo los otros Once?
Parece que no, porque, si le hemos de creer a Lucas, no mucho después, cuando Jesús resucitado llevaba ya cuarenta días instruyéndoles y los sacó, para despedirse, hacia el monte de los olivos, le preguntaron: ”Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer la soberanía de Israel?” Y – perdónenme esta invención irrespetuosa - Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, con estos no hay quien pueda; a ver si mandas tu Viento Poderoso y los convences. Yo me voy”. Y se fue, incomprendido por sus más íntimos, que seguían esperando y deseando un Mesías, Rey Poderoso, Triunfante de sus enemigos, exaltador de Israel, mantenedor de lo de siempre, un Mesías a su medida, un dios a su medida. ¡Pobre Jesús, llorando montado en el cómico y paciente burro, incomprendido y solo en la algarabía de Jerusalén! ¡Brillante Jesús acometiendo, también solo, contra las manadas de traficantes y contra sus promotores los sacerdotes, que no se lo perdonarán y acabarán matándole! ¡Que mal encaja, en este Domingo de Ramos, la lectura de la Pasión tras la fiesta infantil de las palmeritas y los hosannas! Parecen dos fiestas que por error se hayan quedado juntas. Algunos dicen que nuestras aclamaciones están muy bien, que sabemos de sobra que aclamamos al crucificado, que precisamente por ser el crucificado le aclamamos. La verdad es que me gustaría muchísimo que fuera así, que tuvieran razón. Pero me temo que sigamos creyendo en el mismo Mesías en que creían y a quien aclamaban los discípulos. Me temo que nos siga disonando el Jesús airado y violento de la expulsión de los mercaderes, me temo que nuestros crucifijos no sean motivo de fe sino adorno inexplicable, dorado con la teoría del sacrificio sangriento querido por el llamado Padre, que no lo parece al exigir sangre, ¡y de su hijo!, para perdonarnos. Me lo temo, casi diría que estoy convencido de que así es y de que no nos encaja la lectura de la Pasión en ese día de fiesta tan bonita.
Domingo de Ramos, Navidad en tono trágico, equivocar la señal, quedarnos con lo de siempre, no aprender de Jesús, sino leerlo desde nuestros viejos pellejos, repletos de vino viejo, pasarnos la vida remendando el odre viejo, no sea que, mirando a Jesús tal cual es, se nos rompa y se desparramen por el suelo todas nuestras mitologías, todas nuestras conveniencias, todas nuestras seguridades.
Hermosa imagen, preocupante imagen, la de Jesús, llorando encima de un burro mientras todos celebran entusiasmados la fiesta del viejo Mesías triunfador

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