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viernes, 5 de junio de 2009

LA MISIÓN.HUMILDAD ANTE EL MISTERIO.

Solemnidad de la Santísima Trinidad - Ciclo B (Mt 28,16-20)
Por Enrique Martínez Lozano

“Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Con estas palabras, termina el evangelio de Mateo. Y lo hace refiriéndose a Jesús con el mismo nombre con el que lo había presentado, citando a Isaías, antes de su nacimiento: Emmanuel, Dios-con-nosotros (Mt 1,23).

Para sus discípulos, Jesús es “Yo-soy-con-vosotros”, en una unidad sin distancia, “hasta el fin del mundo”.

Los cristianos nos reconocemos precisamente en la unidad con él, anhelando que ese reconocimiento –esa adhesión cordial, que es la fe- conforme cada vez más nuestra vida y nuestra oración.

Buscamos vivir, como él, haciendo el bien y favoreciendo la vida de las personas. Y buscamos fortalecernos, a través de una relación (no-dual) hecha de amor y de confianza, que va creciendo progresivamente en unidad.

De ese modo, vida y oración se refuerzan mutuamente. Ambas expresan, potencian y dan cauce a lo que somos: lo que reconocemos que fue y vivió Jesús de Nazaret, a quien descubrimos en el amor que silencia la mente y ensancha el corazón.

Pero en este final del evangelio de Mateo encontramos una fórmula de envío que nos sorprende, porque es bastante diferente de la que aparecía unos capítulos antes en el mismo evangelio. En Mt 10,5-15, se narra que Jesús envió a los doce con estas instrucciones:

“Id anunciando que está llegando el reino de los cielos. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios…”.

La misión de la que aquí se habla coincide plenamente con la del propio Jesús, y puede resumirse, como la suya, en estas palabras: anunciad el reino –la nueva humanidad que nace al reconocer la unidad en Dios- y favoreced la vida. Curar, resucitar, limpiar, expulsar… no es otra cosa que ayudar a vivir.

Sin embargo, este final, en el que ya se reconoce a Jesús como el Resucitado –al que se le ha dado “pleno poder en el cielo y en la tierra”, una fórmula para referirse a la totalidad de lo que existe-, el acento de la misión se ha desplazado: ahora se trata de “enseñar”, “bautizar” y “hacer discípulos”.

De un modo sutil, objetivamente, más allá de la intención de sus autores, se ha producido un deslizamiento desde la vida a la creencia.
Podría decirse, incluso, que el grupo se ha “apropiado” el mensaje y, aun sin pretenderlo, va a empezar a preocuparse más de su propio crecimiento que del objetivo primero de servir desapropiadamente toda vida.

Se ha iniciado, de este modo, el ¿inevitable? Proceso de institucio-nalización, que históricamente culminará, como sabemos, en un eclesiocentrismo, que hacía girar todo en torno a la institución eclesiástica, y en un conceptualismo, que valoraba la estricta ortodoxia doctrinal por encima de cualquier referencia vital. Hasta el punto de que el “ser cristiano” no se medía tanto por el vivir, cuanto por el “creer” aquello que la “Santa Madre Iglesia” enseñaba.


Parece innegable que Mateo pone en boca del Resucitado lo que era el modo de ver y de funcionar de su propia comunidad, a finales del siglo I. Y eso mismo es lo que ocurre con la fórmula trinitaria. La expresión “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” no fue formulada por Jesús. Incluso tal como aparece en este final de Mateo, tampoco puede entenderse como luego, a partir de conceptos filosóficos griegos, la definirían los concilios de Nicea, Calcedonia y Constantinopla, a partir del siglo IV.

En cualquier caso, creo que necesitamos reconocer con humildad que esa fórmula, como cualquier otra, no sólo es deudora de un marco cultural o paradigma determinado –por lo que, cambiado el marco, empieza a ser no significativa-, sino que tampoco puede aspirar a ser sino un “mapa”, que apunte muy vagamente hacia el territorio.

Por eso, lo grave de cualquier fórmula dogmática radica en su pretensión arrogante de ser descripción de la realidad. Esa arrogancia, por olvidar algo elemental –el mundo espiritual no puede ser objetivado, ni alcanzado por un modelo dual de cognición-, termina generando ateísmo. Es la humildad, y sólo ella, la que nos permite situarnos adecuadamente ante el Misterio.

¿A dónde apunta esa fórmula? A algo que nos trasciende, pero que parece indicar que el Misterio (Dios) es “relación”, comunicación, unidad-en-la-diversidad, No-dualidad amorosa.

Aquella doctrina que hablaba de “tres Personas y un solo Dios”, tomada en su literalidad, se convertía en un galimatías que no provocaba sino sospecha y recelo, cuando no hilaridad. Parecía que, en un ejercicio de proyección antropomórfica, hubiéramos hecho de Dios “tres individuos en uno”.

En algunos ámbitos de espiritualidad cristiana, como en el caso de la teología francófona, se solía nombrar a Dios como “Los Tres”. Dado que Occidente, como señala Raimon Panikkar, había hecho de la individualidad su mayor valor, tenía que pensar a Dios como individuo, incluso hablando de Trinidad.

Necesitamos aprender humildad ante el Misterio, reconociendo los límites –la incapacidad- de la razón dual ante la realidad transpersonal o espiritual.

No viene mal recordar que alguien nada sospechoso en este campo como san Agustín advertía: “Decimos tres personas para no estar callados, no para decir qué es la Trinidad”.

Y Joseph Ratzinger, el actual Papa Benedicto XVI, en el año 1969, escribía: “La doctrina de la Trinidad no pretende haber comprendido a Dios. Es expresión de los límites, gesto reprimido que indica algo más allá”. Y también en el mismo año: “Todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, sólo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprenderlo y lo dejamos tranquilo”.

En el texto se afirma, seguro que intencionadamente, que “algunos vacilaban”. Podría tratarse de un guiño del autor para hacernos ver que la presencia del Resucitado que se despide de los suyos no es una presencia “física”; de ser así, no habrían cabido las vacilaciones ni las dudas. Quizás quiera decirnos también que la fe puede ir acompañada de vacilación. En cualquier caso, lo que parece claro es que la mente siempre vacilará, porque se trata de un terreno donde es absolutamente incapaz de hacer pie por sí misma.

Sin embargo, cuando trascendemos la mente, no sólo descubrimos que no se necesitan creencias –el único que necesita creer es el yo, la propia mente-, sino que accedemos a una calidad de Presencia, en la que nos percibimos no-separados de la Realidad. Dejamos de identificarnos como “yo individual” –el yo es sólo un “objeto” más dentro de nuestra identidad más amplia-, para reconocernos como la Conciencia-Testigo que es, sin límites y sin separación.

De hecho, en cuanto, acallada la mente, experimentamos la presencia –la conciencia del instante presente, aquí y ahora-, caemos en la cuenta que esa misma Presencia constituye nuestra identidad: cuando entramos en ella, nos “convertimos” en ella. La mente necesita pensar, el ego necesita creencias; la Presencia sabe.

Es precisamente este “saber” inmediato y experiencial el que aleja todo miedo y disipa toda duda. Aparece la certeza y, con ella, la seguridad. El único sujeto del miedo es el yo; de ahí que, mientras estemos identificados con el yo, el miedo será inevitable. Sin embargo, en el Presente, donde el yo ha sido trascendido, todo es certeza y confianza.

Se ha dicho que lo contrario a la fe no es el ateísmo, sino el miedo. Y es cierto, porque incluso la misma raíz bíblica de la palabra “creer” significa “confiar”. Pero es bueno saber que el yo no podrá creer, sin vacilar; no podrá sentirse seguro, sin temer a la vez.

Para el creyente, la palabra de Jesús despierta confianza porque viene de alguien que ha visto, más allá del yo. Y porque, trayéndonos al Presente, donde nos descubrimos no-separados de él ni del Misterio que constituye lo real, participamos de su misma plenitud, cierta, segura y luminosa. Una Plenitud que bien podría llamarse “Santísima Trinidad”, en el Misterio que todo lo abraza, en una Unidad que no niega ni diluye la diversidad.

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