Leo que un político colecciona en una libreta frases tópicas de las que aparecen en los periódicos: necesidad imperiosa, lujo asiático, recuerdo imperecedero, cese fulminante, defensa numantina, escote generoso… Me parece buena idea y a todos se nos estarán ocurriendo otras muchas tipo pertinaz sequía o espectáculo dantesco. También se podrían coleccionar gestos tópicos y esperables: ahora Nadal morderá la copa que acaba de ganar, ahora los gobernantes emitirán un comunicado de enérgica repulsa, ahora el eclesiástico recién promovido a alto rango declarará que le ha pillado por sorpresa, que no se lo esperaba y que se siente indigno.
La liturgia católica también dispone de fórmulas previsibles y tópicas: Dios es siempre “todopoderoso y eterno”, casi todas las oraciones acaban con un “por los siglos de los siglos” y al oír: “el Señor esté con vosotros” contestamos sin vacilar: “y con tu espíritu”. Y está bien, y resulta hasta descansado que sea así porque no vamos a estar inventándolo todo cada vez.
El peligro está en sacar la conclusión de que todo lo del Evangelio es así de estereotipado y leer sus textos como previsibles, normales y despojados de su potencial de sorpresa, una vez redondeadas sus aristas y limadas sus puntas, como hacen los ganaderos con las astas de los toros. A partir de ahí, las palabras, reacciones o gestos de Jesús, en su momento insólitos y desconcertantes, nos resultan ahora acostumbrados y predecibles y los archivamos ordenadamente en una carpeta de nuestro imaginario que volveremos a abrir al llegar de nuevo el tiempo litúrgico correspondiente. Reaparecen entonces mansa y convenientemente domesticados, incapaces ya de amenazar nuestra tranquila seguridad ni de alborotarnos el asombro: Jesús ya no nace en una cuadra sino en el “portal de Belén” con su buey y su mulita; la jofaina con agua sucia que acarreó aquella noche se difumina frente a la artística jarra que se usa en los Oficios; la escena desgarrada del Calvario es ahora un colgante chapado en oro en el escaparate de una joyería. Y como se muere pero en seguida resucita, allá vosotros, pero yo me voy a la playa que dicen que este año va a hacer bueno.
Nada de lo suyo había sido previsible: perder sus mejores años haciendo chapuzas en una aldea, rodearse luego de una cuadrilla de incompetentes, decir que el que pierde gana, elegir una bicicleta (o un burro que viene a ser lo mismo) en vez de en un coche oficial blindado, quedarse con los suyos partiendo el pan cuando aún estaba a tiempo de huir, dejarse arrastrar por las calles como un delincuente, aguantar con su extraño amor hasta el final. No es de extrañar que los que pasaban ante su cruz menearan la cabeza y comentaran: “Hay que ver qué final tan desastroso el de este pobre chico. Se estaba viendo venir y es que lo que mal empieza, mal acaba. Mira a dónde ha ido a parar tanto ocuparse de otros, tanta utopía y tanta solidaridad, y ese ajetreo de vida de acá para allá y rodeado de gentuza, que parecía un feriante. Y tanta matraca con lo de Dios y el Reino y con lo de mirar los pájaros y los lirios…; toma ahora reinado y toma lirios, y a ver dónde está ese Padre del que tanto se fiaba. Más le hubiera valido preparar unas oposiciones, comprarse un piso y asegurarse el futuro. Ahí le tenéis desnudo, que no le ha quedado ni la túnica, y lo único que es capaz de dejar es su último aliento, menuda herencia…”
Pues sí, precisamente ésa es la herencia que nos ha dejado. Él ya sabía de nuestra torpe memoria, de nuestra habilidad para acostumbrarnos a su Evangelio y desactivar su memoria peligrosa. Por eso nos envía su Espíritu, para crear en nuestras vidas regidas por la previsión y el acomodo, alarma, estupor, conmoción y sobresalto. Un Espíritu que desata miedos, suscita audacias, sacude desánimos y provoca locas esperanzas. Sus cómos no son previsibles, pero ahí está la gracia: en creer que lo suyo es renovar la faz de la tierra.
La liturgia católica también dispone de fórmulas previsibles y tópicas: Dios es siempre “todopoderoso y eterno”, casi todas las oraciones acaban con un “por los siglos de los siglos” y al oír: “el Señor esté con vosotros” contestamos sin vacilar: “y con tu espíritu”. Y está bien, y resulta hasta descansado que sea así porque no vamos a estar inventándolo todo cada vez.
El peligro está en sacar la conclusión de que todo lo del Evangelio es así de estereotipado y leer sus textos como previsibles, normales y despojados de su potencial de sorpresa, una vez redondeadas sus aristas y limadas sus puntas, como hacen los ganaderos con las astas de los toros. A partir de ahí, las palabras, reacciones o gestos de Jesús, en su momento insólitos y desconcertantes, nos resultan ahora acostumbrados y predecibles y los archivamos ordenadamente en una carpeta de nuestro imaginario que volveremos a abrir al llegar de nuevo el tiempo litúrgico correspondiente. Reaparecen entonces mansa y convenientemente domesticados, incapaces ya de amenazar nuestra tranquila seguridad ni de alborotarnos el asombro: Jesús ya no nace en una cuadra sino en el “portal de Belén” con su buey y su mulita; la jofaina con agua sucia que acarreó aquella noche se difumina frente a la artística jarra que se usa en los Oficios; la escena desgarrada del Calvario es ahora un colgante chapado en oro en el escaparate de una joyería. Y como se muere pero en seguida resucita, allá vosotros, pero yo me voy a la playa que dicen que este año va a hacer bueno.
Nada de lo suyo había sido previsible: perder sus mejores años haciendo chapuzas en una aldea, rodearse luego de una cuadrilla de incompetentes, decir que el que pierde gana, elegir una bicicleta (o un burro que viene a ser lo mismo) en vez de en un coche oficial blindado, quedarse con los suyos partiendo el pan cuando aún estaba a tiempo de huir, dejarse arrastrar por las calles como un delincuente, aguantar con su extraño amor hasta el final. No es de extrañar que los que pasaban ante su cruz menearan la cabeza y comentaran: “Hay que ver qué final tan desastroso el de este pobre chico. Se estaba viendo venir y es que lo que mal empieza, mal acaba. Mira a dónde ha ido a parar tanto ocuparse de otros, tanta utopía y tanta solidaridad, y ese ajetreo de vida de acá para allá y rodeado de gentuza, que parecía un feriante. Y tanta matraca con lo de Dios y el Reino y con lo de mirar los pájaros y los lirios…; toma ahora reinado y toma lirios, y a ver dónde está ese Padre del que tanto se fiaba. Más le hubiera valido preparar unas oposiciones, comprarse un piso y asegurarse el futuro. Ahí le tenéis desnudo, que no le ha quedado ni la túnica, y lo único que es capaz de dejar es su último aliento, menuda herencia…”
Pues sí, precisamente ésa es la herencia que nos ha dejado. Él ya sabía de nuestra torpe memoria, de nuestra habilidad para acostumbrarnos a su Evangelio y desactivar su memoria peligrosa. Por eso nos envía su Espíritu, para crear en nuestras vidas regidas por la previsión y el acomodo, alarma, estupor, conmoción y sobresalto. Un Espíritu que desata miedos, suscita audacias, sacude desánimos y provoca locas esperanzas. Sus cómos no son previsibles, pero ahí está la gracia: en creer que lo suyo es renovar la faz de la tierra.
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