Publicado por Parroquia San Vicente
La Eucaristía es la expresión del amor más grande. Cuando Cristo quiso manifestar a sus discípulos la intensidad y grandeza de su amor, partió el pan y se lo dio en comida, y le dio a beber la copa rebosante. Son, les dijo, mi cuerpo y mi sangre, mi cuerpo que se rompe como el pan, mi sangre que se derrama como el vino. Son mi vida, puesta en vuestras manos. Todo por vosotros. Podéis comer y beber mi vida, para alimento de las vuestras.
Dios se ha dignado hacerse manjar y quedarse con nosotros bajo los velos de pan. Por eso, cuando sentados a su mesa, participamos del banquete, en el que comemos a Cristo, en el que comemos a Dios, el alma se llena de gracia, de vida y se llena también de esperanza, porque este banquete anuncia y asegura otro más importante y definitivo.
Después de la comunión, muchos de nosotros rezamos: «Tu Cuerpo y tu Sangre, Señor, signo del banquete del reino, que hemos gustado en nuestra vida mortal, nos llene del gozo eterno de tu divinidad». Es lo más grande y hermoso que tenemos los cristianos, la herencia más sagrada que conserva la Iglesia. Es señal que nos distingue, fuente de gracias, alimento y medicina, alianza del amor más grande, promesa y garantía de bienes futuros y eternos. Algunos cristianos mártires del siglo IV, decían: «Sin la Eucaristía no podemos vivir». ¿Hacemos nuestra esta afirmación?
Naturalmente que hay que dar al sacramento toda su fuerza y significado. Decimos que la Eucaristía es nuestro mayor tesoro. Pero también lo es el Espíritu. Y también lo es la Palabra. No hay Eucaristía sin Palabra y sin Espíritu. E igual que no hay Eucaristía sin Palabra y sin Espíritu, tampoco hay Eucaristía sin los hermanos. ¡El cuerpo de Cristo son también los hermanos! Pero, ¿es que podemos separarlos? Todo se complementa y en todo significamos lo mismo.
Tampoco hay Eucaristía sin Lavatorio, sin compartir, sin misericordia, sin entrega. No es necesario ponerse de rodillas a la hora de recibir la comunión, tenemos que ponernos de rodillas para vivir la comunión en medio de los hermanos. Todo el que comulga el cuerpo de Cristo tiene que ponerse de rodillas ante el hermano, ante el pobre. De rodillas, para hacerse como ellos. De rodillas para pedirles perdón. De rodillas porque en ellos está y ellos son Cristo. Cristo se ha roto por nosotros en pequeños trozos. Cuando comemos estos trozos consagrados, nos unimos a Cristo, en su entrega y su muerte. Quiere decir que tenemos que estar dispuestos a la entrega y a la muerte; llegando así «A la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos» (Filipenses 3, 10-11). Después su Espíritu vivificante nos resucitará.
La Eucaristía es el misterio de un amor entregado. Comemos el pan y el vino del amor y de la entrega. Este amor que nos alimenta no puede guardarse, sino que tiene que comunicarse. Si comemos de un pan partido es para que nosotros seamos capaces de partirnos como el pan para alimentar a nuestros hermanos. Si bebemos la sangre de la entrega es para que sepamos entregarnos hasta la sangre. El que se alimenta de amor tiene que amar.
«El que me come vivirá por mí» El que come de este pan debe tender a “cristificarse” y “deificarse”. No vivirá ya por sí y para sí, sino por Cristo y para los demás. Si Él es pan, el que le come tiene que hacerse pan y tiene que ser bueno como el pan. Un pan amasado y cocido en el horno del Espíritu, ha de ser tierno, humilde y paciente. Si Cristo se parte y se deja comer, el que comulga ha de estar dispuesto a entregarse en servicio a los demás y ser alimento para los demás.
Se dice que “uno es lo que come” Este principio que explican muy bien algunos filósofos, algunos biólogos y todos los consumistas, para nosotros, cristianos, debe tener también una explicación espiritual. El alimento que recibimos en la Eucaristía se convierte en nuestra savia espiritual, nutre la vida de nuestro espíritu. Al comer este alimento-amor que es Cristo, nuestra vida se irá en-amorando, se irá cristificando en cada comunión. De tanto comer a Cristo, nos vamos haciendo Cristo. De tanto llenarnos del amor de Cristo, nos vamos convirtiendo en signo de su amor. Más que asimilar y transformar el alimento a nuestra naturaleza, es nuestra naturaleza la que se transforma en el alimento, asimilándose a él. Por eso, no puede haber Eucaristía sin amor.
«¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas!» (Amós 5, 23). Cuando celebramos la Eucaristía es como si estuviésemos cultivando un fuego. Si al terminar la fiesta no salimos más encendidos, ¿para qué ha servido la celebración? La Eucaristía es el signo de amor más grande, pero signo eficaz y alimento de amor; si después de comer el pan y beber el vino de la entrega no sales con más generosidad, con más decisión de servicio, con más capacidad de sacrificio, ¿qué es lo que realmente hacemos? Nos hemos limitado a ofrecer a Dios un culto vacío, que sirve para acallar nuestra conciencia, pero que es objeto de crítica y escándalo.
Dios se ha dignado hacerse manjar y quedarse con nosotros bajo los velos de pan. Por eso, cuando sentados a su mesa, participamos del banquete, en el que comemos a Cristo, en el que comemos a Dios, el alma se llena de gracia, de vida y se llena también de esperanza, porque este banquete anuncia y asegura otro más importante y definitivo.
Después de la comunión, muchos de nosotros rezamos: «Tu Cuerpo y tu Sangre, Señor, signo del banquete del reino, que hemos gustado en nuestra vida mortal, nos llene del gozo eterno de tu divinidad». Es lo más grande y hermoso que tenemos los cristianos, la herencia más sagrada que conserva la Iglesia. Es señal que nos distingue, fuente de gracias, alimento y medicina, alianza del amor más grande, promesa y garantía de bienes futuros y eternos. Algunos cristianos mártires del siglo IV, decían: «Sin la Eucaristía no podemos vivir». ¿Hacemos nuestra esta afirmación?
Naturalmente que hay que dar al sacramento toda su fuerza y significado. Decimos que la Eucaristía es nuestro mayor tesoro. Pero también lo es el Espíritu. Y también lo es la Palabra. No hay Eucaristía sin Palabra y sin Espíritu. E igual que no hay Eucaristía sin Palabra y sin Espíritu, tampoco hay Eucaristía sin los hermanos. ¡El cuerpo de Cristo son también los hermanos! Pero, ¿es que podemos separarlos? Todo se complementa y en todo significamos lo mismo.
Tampoco hay Eucaristía sin Lavatorio, sin compartir, sin misericordia, sin entrega. No es necesario ponerse de rodillas a la hora de recibir la comunión, tenemos que ponernos de rodillas para vivir la comunión en medio de los hermanos. Todo el que comulga el cuerpo de Cristo tiene que ponerse de rodillas ante el hermano, ante el pobre. De rodillas, para hacerse como ellos. De rodillas para pedirles perdón. De rodillas porque en ellos está y ellos son Cristo. Cristo se ha roto por nosotros en pequeños trozos. Cuando comemos estos trozos consagrados, nos unimos a Cristo, en su entrega y su muerte. Quiere decir que tenemos que estar dispuestos a la entrega y a la muerte; llegando así «A la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos» (Filipenses 3, 10-11). Después su Espíritu vivificante nos resucitará.
La Eucaristía es el misterio de un amor entregado. Comemos el pan y el vino del amor y de la entrega. Este amor que nos alimenta no puede guardarse, sino que tiene que comunicarse. Si comemos de un pan partido es para que nosotros seamos capaces de partirnos como el pan para alimentar a nuestros hermanos. Si bebemos la sangre de la entrega es para que sepamos entregarnos hasta la sangre. El que se alimenta de amor tiene que amar.
«El que me come vivirá por mí» El que come de este pan debe tender a “cristificarse” y “deificarse”. No vivirá ya por sí y para sí, sino por Cristo y para los demás. Si Él es pan, el que le come tiene que hacerse pan y tiene que ser bueno como el pan. Un pan amasado y cocido en el horno del Espíritu, ha de ser tierno, humilde y paciente. Si Cristo se parte y se deja comer, el que comulga ha de estar dispuesto a entregarse en servicio a los demás y ser alimento para los demás.
Se dice que “uno es lo que come” Este principio que explican muy bien algunos filósofos, algunos biólogos y todos los consumistas, para nosotros, cristianos, debe tener también una explicación espiritual. El alimento que recibimos en la Eucaristía se convierte en nuestra savia espiritual, nutre la vida de nuestro espíritu. Al comer este alimento-amor que es Cristo, nuestra vida se irá en-amorando, se irá cristificando en cada comunión. De tanto comer a Cristo, nos vamos haciendo Cristo. De tanto llenarnos del amor de Cristo, nos vamos convirtiendo en signo de su amor. Más que asimilar y transformar el alimento a nuestra naturaleza, es nuestra naturaleza la que se transforma en el alimento, asimilándose a él. Por eso, no puede haber Eucaristía sin amor.
«¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas!» (Amós 5, 23). Cuando celebramos la Eucaristía es como si estuviésemos cultivando un fuego. Si al terminar la fiesta no salimos más encendidos, ¿para qué ha servido la celebración? La Eucaristía es el signo de amor más grande, pero signo eficaz y alimento de amor; si después de comer el pan y beber el vino de la entrega no sales con más generosidad, con más decisión de servicio, con más capacidad de sacrificio, ¿qué es lo que realmente hacemos? Nos hemos limitado a ofrecer a Dios un culto vacío, que sirve para acallar nuestra conciencia, pero que es objeto de crítica y escándalo.
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