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viernes, 3 de julio de 2009

Apoyo para la Homilía y la Reflexión personal: Creer en el carpintero.

XIV Domingo del Tiempo Ordinario (San Marcos 6, 1-6)
Por José Enrique Ruiz de Galarreta, S.J.

TEMAS Y CONTEXTOS

LA PROFECÍA DE EZEQUIEL

Nos ofrece el contexto necesario para la lectura correcta de Marcos. Es una constante de Israel (y de la humanidad) negarse a escuchar la Palabra. Todo el Antiguo Testamento es la crónica de la dureza de corazón de Israel, de su constante negación a escuchar a Yahvé, y de las desgracias que esta actitud le acarrean.
Por otra parte, es constante en la Biblia la incómoda, no pocas veces arriesgada situación del profeta. Anunciar la Palabra es una misión peligrosa, que a menudo lleva consigo el rechazo del pueblo.
Marcos ha tomado una línea semejante: quizá sea el evangelio en que mejor aparece la contumacia del pueblo y de los mismos discípulos.

LA CARTA DE PABLO

La compleja personalidad de Pablo aparece bien en este texto: no sabemos en qué consiste ese “aguijón de la carne”. Hay que tener en cuenta que, para Pablo, “la carne” no es simplemente su cuerpo de carne y hueso, sino todo lo que va “contra el espíritu”, lo que abre más aún las posibilidades de interpretación. Pero resulta evidente que Pablo siente una esclavitud de la que quiere liberarse y no puede. Lo aprovecha para no envanecerse de todos los dones que ha recibido; incluso lo agradece a Dios, porque así queda claro que todo es obra de Dios, a pesar de
las limitaciones de Pablo, su instrumento.

EL EVANGELIO DE MARCOS

Jesús en su pueblo, en Nazaret. Sus palabras en la sinagoga producen admiración.
El carpintero, el hijo de María, con el que hemos convivido treinta años, nos sale ahora como maestro de Sabiduría… ¿dónde ha aprendido? … Y se escandalizan de él. No le llevan a los enfermos para que los cure, no se fían de él. Es el reverso del domingo pasado, cuando Jairo y la mujer enferma sí se fían, y consiguen la curación.
Como tema marginal; aparecen “hermanos y hermanas” de Jesús. Antes se tenía por cierto que “hermanos y hermanas” era el nombre genérico de “primos”. Es interpretación antigua, pero no antiquísima. Parece que los medios más cercanos a la redacción de estos escritos no dan pie para ella. Hoy los autores especializados no se ponen muy de acuerdo, y sus soluciones dependen en gran manera de otros condicionamientos (su postura acerca de la virginidad de María y otros más). El tema es interesante, aunque no significativo para nuestra fe, y desde luego, no podemos desarrollarlo aquí.


REFLEXIÓN

No pocas veces envidiamos a los que convivieron con Jesús. Pensamos que conociéndole sería mucho más fácil creer en él. Hoy se nos invita a revisar esta opinión. Pongámonos en la piel de los vecinos de Nazaret. Han convivido treinta años con José, María, Jesús; le han conocido como el carpintero, hijo de carpintero.
Hace unos meses se fue al Jordán, con el Bautista; y ahora reaparece enseñando como un rabí y dicen que cura enfermos … La sorpresa está más que justificada: y la tendencia a rechazarlo: ¿quién se ha creído que es? ¡como sino lo conociéramos de toda la vida!
Pienso que lo tenían más difícil que nosotros. Porque había que creer en aquel hombre, y la evidencia de su humanidad, de su normalidad, les resultada un obstáculo insuperable. A veces simplificamos injustificadamente la fe en Jesús de su madre. Solucionamos el problema otorgándole a María una revelación más que especial, haciéndola tan consciente de la naturaleza de su hijo como hacemos a Jesús consciente y omnipotente ya en el seno de su madre. Debemos revisar seriamente nuestros “conocimientos”. También para María era Jesús objeto de fe.
Jesús creció como un niño normal, necesitado de su madre para todo. Y su madre también tuvo que creer.
Esto sitúa correctamente nuestro acto de fe e invita a revisar nuestros motivos. Sus vecinos escucharon sus palabras y contemplaron sus curaciones. Y, para muchos, no fue suficiente. Nosotros leemos o escuchamos esas palabras y curaciones.
¿Cómo saltamos del conocimiento a la admiración y de la admiración a la fe? Y ¿qué significa exactamente, más allá de admirar, “creer”?
Creer en Jesús significa admitir que en él está actuando el Espíritu, que sus dotes de sanador, sus estupendas palabras, no son simplemente fruto de un hombre genial, sino la obra de Dios mismo en él. Creer en Jesús significa aceptarlo como “hombre lleno del Espíritu”, significa aceptar que “Dios estaba con él”. Esto es lo que no podían entender sus convecinos, esto es lo que les producía escándalo. Para ellos, Dios había hablado por medio de Moisés, el gran milagro había sido el paso del mar; ahora tienen que aceptar que Dios habla por boca de su vecino Jesús el carpintero y sana por su medio. Tendrán que aceptar más: que Dios está con Jesús de una manera muy superior a la de Moisés. Jesús es El Hijo, el Predilecto, y hay que escucharle a él, incluso cuando sus palabras corrijan a Moisés.
Nuestra fe en Jesús significa pasar de la admiración por un hombre extraordinario a la aceptación de Dios presente en él. La humanidad de Jesús, Jesús hombre, nos plantea la pregunta que se hicieron también sus contemporáneos: ¿quién es éste?.
Creer significa contestar: éste es el Hombre lleno del Espíritu, el Hijo Predilecto, la Palabra hecha carne.


PARA NUESTRA ORACIÓN

Son muchos los caminos hasta la fe. Algunos de nosotros nos encontramos quizá con que, por decirlo de alguna manera, “heredamos” la fe en Jesús. Cuando fuimos conscientes, nos dimos cuenta de que la fe en Jesús estaba en nosotros, incluso aunque no le conocíamos muy bien. Fue entonces cuando nos preguntamos por qué, movidos sin duda por la necesidad de personalizar, de hacer nuestra la fe que habíamos recibido.
En cualquier caso, el itinerario para una fe adulta siempre es el mismo: conocer, admirar, creer. El conocimiento lleva a la admiración, la admiración a la pregunta, la pregunta a la respuesta: “Tú eres el Ungido de Dios, el Hijo Predilecto”. Llegar a esta respuesta es también obra de Dios, y es, sobre todo, invitación. No se cree en Jesús para disfrutarlo, sino para seguirle, para trabajar con él en las cosas del Padre.



PARA TERMINAR, TRES TEXTOS, DE TRES ÉPOCAS BIEN DISTINTAS, QUE PONEN DE
MANIFIESTO LA PERMANENTE TENTACIÓN DE ÉXITO QUE HA AMENAZADO A LA
IGLESIA A TRAVÉS DE SU HISTORIA.

1. De San Hilario de Poitiers. (315 – 367)
Ahora hemos de luchar contra un perseguidor insidioso, contra un enemigo embaucador, contra el anticristo Constancio. Este no nos apuñala por la espalda, sino que nos acaricia el vientre. No confisca nuestros bienes, dándonos así la vida, sino que nos enriquece para la muerte. No nos empuja por el camino de la libertad metiéndonos en la cárcel, sino que nos honra en su palacio para esclavizarnos. No azota nuestras espaldas, sino que decapita nuestras almas con su oro... Confiesa a Cristo a fin de negarle. Trabaja por la unidad para impedir la paz. Reprime las herejías para destruir a los cristianos.

2. De San Bernardo (1090 –1153). Carta al Papa Eugenio III.
Eres sucesor de Pedro, de quien no sabemos que haya ido nunca adornado de sedas o piedras preciosas, ni cubierto de oro, ni montado en un caballo blanco, ni rodeado de una profusión de lacayos. Más bien pensó que sin necesidad de todas esas cosas podría cumplir el mandato del Señor "apacienta mis ovejas". En todas estas cosas, tú has sucedido a Constantino, no a Pedro. Y no estás obligado a ellas, aunque las circunstancias puedan hacerlas tolerables alguna vez... Te dejas agobiar por toda clase de cosas exteriores y seculares. Sólo te oigo hablar de juicios y leyes. Y todo esto, como las pretensiones de prestigio y riqueza, proviene de Constantino, no de Pedro.

4. De M. Dibelius. 1883 - 1947
En mi opinión, la causa del fracaso de la iglesia en el S. XIX ( la era de la industrialización, de la lucha de clases, de las revoluciones, de la depauperación de las masas, de los conflictos de intereses y del capitalismo... ) hay que buscarla sobre todo en el hecho de que la Iglesia siempre estuvo tan estrechamente ligada a los poderes de este mundo que no se atrevió a desatar revoluciones espirituales. El Sermón del Monte es una "cámara del tesoro" de una radical energía espiritual, pero cualquiera que se hubiera atrevido a aplicar esas fuerzas a la civilización o ala existencia humana en el mundo moderno, habría aparecido como si quisiera echar a pique el mundo. Y esto hizo que el cristianismo dudara en atreverse. En esta situación, el cristianismo no era revolucionario, sino relativamente conservador. Unas iglesias más que otras. Pero, en conjunto, las iglesias actuaron más bien como buena conciencia, en lugar de actuar como mala conciencia. Prefirieron apoyar el orden reinante en el mundo, en vez de criticarlo, fortalecer a los poderes dominantes, en lugar de oponerse a ellos. La Iglesia, que antaño había sido de los predicadores del evangelio escatológico, se convirtió en un poder de este mundo, monstruosamente conservador.

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