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viernes, 3 de julio de 2009

EL MENSAJE DEL DOMINGO: XIV Domingo del Tiempo Ordinario (San Marcos 6, 1-6)


No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de poner las manos sobre unos pocos enfermos y sanarlos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él. Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando. (Marcos 6, 1-6).

Meditemos sobre el sentido de lo que nos dice el Evangelio, teniendo en cuenta también los otros textos bíblicos de este domingo [Ezequiel 2, 2-5; 2 Corintios 12, 7b-10].

1. Sólo podemos conocer de verdad a las personas si superamos nuestros prejuicios

Los prejuicios siempre constituyen un muro que impide reconocer la verdad de las personas. Para aquellos paisanos suyos, Jesús no podía ser más que el carpintero -o el hijo del carpintero, el hijo de José, como dicen respectivamente los textos paralelos de Mateo (13, 53-58) y Lucas (4, 16-30)-. Jesús era conocido también en su tierra como el hijo de María, y en los evangelios se habla de sus hermanos y hermanas.

Esto último es objeto de polémica entre las diversas interpretaciones cristianas de los Evangelios. Los protestantes en su mayoría niegan la virginidad de María, la madre de Jesús, y afirman que éste tuvo hermanos nacidos de ella y de José. Para los ortodoxos el término significa “hermanastros” o “hermanos medios”, hijos e hijas de un matrimonio anterior de José, que cuando se casó con María era viudo. En la interpretación de la Iglesia Católica Romana, que proclama la virginidad de María antes en y después del parto (y con la que coincide la Iglesia Protestante Anglicana) el término “hermanos” -en griego “adelphoi”- se entiende como los “primos”, pues la palabra correspondiente a este tipo de parentesco no existe en arameo, la lengua en la que originalmente predicaron los apóstoles -la misma que hablaba Jesús-, y a partir de la cual fueron escritas las versiones en griego que han llegado hasta nosotros.

Pero, más allá de tal discusión, es significativa la resistencia de los coterráneos de Jesús a creer en sus enseñanzas y sus milagros, precisamente porque lo habían visto crecer como miembro de una familia pobre y humilde. El Evangelio de Juan también se refiere a esta actitud de rechazo, en un contexto mucho más amplio que el de Nazaret: el de todos los que decían creer en el Dios verdadero y no acogieron su Palabra hecha carne en la persona de Jesús: Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Juan 1, 11).


2. No es posible experimentar la acción sanadora de Jesús sin una actitud de fe

La frase de Jesús en el Evangelio, con la cual se refiere a sí mismo como un “profeta”, ha dado origen a un famoso refrán popular: Nadie es profeta en su tierra. Pero, ¿qué significa en este contexto ser “profeta”? Este término griego corresponde al hebreo nabí, que quiere decir llamado. Los textos bíblicos lo aplican a la persona llamada por Dios que habla y actúa por inspiración divina, y por eso es capaz no sólo de interpretar el sentido trascendente de las experiencias cotidianas, sino también de predecir los acontecimientos futuros. Con esta última capacidad se suele relacionar más comúnmente el término, pero en el Evangelio su significado es ante todo el primero: “profeta” es quien que ha sido llamado por Dios para hablar y actuar en su nombre, como en el siglo VI antes de Cristo lo fue por ejemplo Ezequiel, cuya vocación o llamamiento se narra en la primera lectura de este domingo.

Como en aquel tiempo entre los habitantes de Nazaret, también hoy entre muchos que indagan sobre la vida de Jesús surge la cuestión acerca de qué tipo de formación tuvo durante su infancia y su juventud. Resuena así la pregunta de sus paisanos: ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? A juzgar por los relatos de los evangelistas, Jesús no parece haber salido de Nazaret antes de cumplir sus 30 años de edad. Sin embargo, no faltan quienes intentan probar, no sólo que fue instruido en la comunidad de los Esenios, establecida en el desierto cerca de la desembocadura del río Jordán, sino que incluso estuvo en la India, donde aprendió las doctrinas hindúes y budistas. Todas éstas son especulaciones.

Lo que sí podemos suponer es que debió tener una sólida formación humana y una instrucción muy completa en los contenidos religiosos del judaísmo. Pero lo más importante y que escapa a quienes se encierran en parámetros meramente humanos, es que en Jesús actuaba de manera especial el Espíritu Santo, lo cual iban a reconocer sus primeros discípulos gracias al don de la fe pascual después de su muerte y resurrección.


3. Sólo podemos recibir la fuerza de Cristo cuando reconocemos nuestra debilidad

“Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo”, dice san Pablo en la segunda lectura, refiriéndose a lo que él llama simbólicamente una espina que lleva clavada en su carne, entendida aquí la “carne” como la condición material humana. Pablo no especifica cuál es esa “espina”. Podría tratarse de un problema inherente a su propia realidad personal, con el que Pablo tuvo que enfrentarse constantemente durante su vida y concretamente en el ejercicio de su apostolado. Pero lo que sí indica él es que esa debilidad lo lleva a reconocer humildemente la necesidad de la fuerza sanadora y salvadora del Señor, que le dice interiormente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”.

Esas palabras son también hoy para nosotros. Todos tenemos limitaciones, deficiencias, defectos que forman parte de nuestra debilidad humana. Lo primero que debemos hacer al experimentar esta realidad es reconocer esta misma debilidad, aceptándonos como somos, pero no para destruir nuestra autoestima ni para quedarnos cruzados de brazos sin luchar por un mejoramiento continuo -como se dice hoy con referencia a los sistemas de calidad- sino para poner toda nuestra confianza en el poder del amor de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, con cuya gracia podemos ciertamente superar todos los problemas de la vida.-

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