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viernes, 3 de julio de 2009

XIV Domingo del Tiempo Ordinario (San Marcos 6, 1-6): «Mis queridos ausentes...»

Por A. Pronzato

Ezequiel 2, 2-5 2 / Corintios 12, 7-10
Marcos 6, 1-6

Mejor hablar a los peces

Tengo la impresión de que los curas, a veces, hablan a los ausentes. San Francisco hablaba a los pájaros. Ciertos eremitas de la antigüedad amansaban leones y otras bestias feroces. Según un jesuita portugués (mí hija teóloga me ha traído a casa, oliendo aún a tinta, un libro suyo delicioso que, además de pagarle, como es obligación, lo he devorado en una tarde), san Antonio tuvo un memorable sermón a los peces (que parece que no son muy locuaces y que por tanto deben haberse quedado mudos, como de costumbre y como gusta a la mayor parte de los predicadores).

Pero ellos se empeñan, patéticamente, en hablar a los que no están. Lo digo sin irreverencia: si no fuese porque la iglesia no está afortunadamente vacía, se asemejarían a esos que hablan solos. Lo malo es que disparan andanadas sobre la pobre gente que tiene la mala suerte de estar en los bancos (y están, regularmente, todos los domingos).

«Hay gente que se deja ver en la iglesia solamente en navidad y pascua, o con ocasión de un funeral, pero ni eso, porque se quedan en el atrio hablando y bromeando...».

O también: «Quisiera decir a esos que no saben qué es la oración, que ni siquiera saben hacer la señal de la cruz, que abandonan los deberes religiosos más elementales...».

O: «¿Quién tiene aún ganas de escuchar la palabra de Dios? Hoy se prefiere prestar atención a los periódicos, a la televisión...».

O también: «Me gustaría mirar a la cara de esos individuos que hablan mal del cura, que critican todas sus iniciativas, y resulta que al cura no lo ven jamás, ni siquiera de espaldas...».

Y nosotros allí, como palos, recibiendo aquella descarga de reproches que sólo merecemos en parte. En estas ocasiones —y el domingo era una de ellas— el implacable Santiago comenta: «Se ha equivocado de código postal. Es más, se ha equivocado de dirección».

Es verdad que Ezequiel ha recibido del Señor la orden de hablar a gente testaruda, «...te hagan caso o no te hagan caso»; pero también por no escuchar, que significa además rechazar la palabra, hace falta que la palabra les alcance allá donde están. Y en la iglesia, donde se acalora el cura, ciertamente no están.

¿Y si la culpo fuera de la sal?

A propósito de Ezequiel, no quisiera que esas frases se convirtieran en una cómoda coartada para el predicador.

«Yo te envío... a un pueblo rebelde... También los hijos son testarudos y obstinados...». Estoy de acuerdo. Pero un predicador honesto también tendría que preguntarse si se rechaza la palabra de Dios o más bien el rechazo se debe al modo de transmitirla. A veces puede darse el caso de que la caligrafía resulte ilegible, o la lengua incomprensible.

Precisamente en el libro que he citado al principio he encontrado una frase que he anotado diligentemente: «Supuesto, pues, que o la sal no sale o la tierra no se deje salar, ¿qué habrá que hacer con esta sal o qué se deberá hacer con esta tierra?...».

Así pues, las alternativas son dos. O la culpa es de la tierra que no se deja salar. O la culpa es de la sal que ha perdido la capacidad de salar.

Una cita más del precioso librito: «Si la sal pierde la sustancia y la virtud, y el predicador decae respecto a la doctrina, o su ejemplo no arrastra, lo que habrá que hacer es desecharlo como cosa inútil, para ser pisado por todos... Como no hay persona más digna de reverencia y de ser puesta por encima de nuestra cabeza, que el predicador que enseña, y que hace lo que debe, así es merecedor de todo desprecio y de ser puesto bajo los pies el que con la palabra y la vida predica lo contrario...».

Añado una tercera hipótesis: puede ser que la sal sea de óptima calidad, pero que vaya a terminar, no en el plato que la necesita, sino en aquel en el que ya hay bastante...

Un Dios excesivamente cercano se hace irreconocible

En cuanto al desagradable incidente que le ocurrió a Jesús en su pueblo, el párroco nos ha llamado la atención sobre algunas consideraciones que quedarán en mi memoria entre las cosas más bellas que me ha tocado oír. Siento la tentación de decir, sin exageración, y sin halago (no estoy a la espera de una promoción...), que estaba inspirado. Pasarlo al papel significa empobrecer inevitablemente el discurso, pero lo intento.

Así pues, los de Nazaret conocían todo lo referente a Jesús: su historia familiar, el color de su pelo y de sus ojos, su manera de caminar, sus costumbres, sus compañías, sus tic, muchos episodios de su infancia.

El tipo era muy muy conocido, como también su clan familiar. En su estado civil resultaba «carpintero, hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón». Por no hablar de las hermanas. Todo bien especificado, documentado. ¿Quién habría podido sospechar a Dios detrás de un personaje catalogado con tanta precisión?

¿Cómo era posible reconocer a Dios en un individuo tan familiar, cercano, común?

Luego, ¿quién se cree que es?

Un Dios tan abordable, tan a la mano, que se puede tocar, se hace difícilmente reconocible.

En realidad —ha dicho el predicador— en Jesús de Nazaret Dios ha venido a manifestarse, pero también a esconderse.

Está por medio la densidad de la carne. Sólo la mirada de la fe logra traspasar esa densidad. Y en Nazaret había tan poca fe que Jesús quedó bloqueado en su indiscutible poder taumatúrgico.

Lo mismo pasa en la Iglesia, en la que Cristo está vivo hoy. Si la humanidad de Jesús resulta esplendorosa, de la Iglesia no se puede decir lo mismo. Hay miserias, grietas, lagunas, insuficiencias, manchas, opacidades, la rémora de sus hijos que terminan por hacer más espeso ese muro y por oscurecer nuestra mirada.

Y así sus hermanos y sus hermanas, los de su casa, con frecuencia esconden más que revelan a Jesús. Y sin embargo nosotros sabemos que él está allí. Pero solamente la fe nos permite alcanzarlo y le permite a él volver a hacer milagros.

Hace falta que la espina quede bien clavada

Me impresiona Pablo que se gloría, que hace el elogio de su debilidad. Defiendo que la debilidad del cura, reconocida humildemente, no es solamente el lugar donde se manifiesta el poder de Dios, sino que constituye un medio privilegiado para comprender y compadecer nuestras debilidades.

El hombre de Dios que presume de campeón intrépido, que se considera superior a la condición común, me hace sospechar en vez de convencerme. Prefiero reconocerlo en la miseria que le pertenece y me pertenece. También a él, aunque alguna vez finja ignorarlo, o intente torpemente enmascararlo, se le ha asignado una parte de miseria.

Y me siento hasta tranquilo por el hecho de que el cura tenga una o más espinas metidas en la carne. No tengo curiosidad alguna por comprobar de qué se trata, como tampoco me interesa conocer la naturaleza de la que atormentaba a Pablo.

Me basta saber que el Señor, a pesar de las oraciones que se le dirigen con este fin, no está en absoluto dispuesto a extirpar las espinas del cuerpo de sus elegidos. Deben permanecer plantadas en la carne para que produzcan la flor, cada vez más rara, de la humildad.

Las espinas «sostienen» al menos tanto como los clavos. ...Sólo por quedarnos en el terreno de la humanidad.

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