Publicado por Vocaciones Jesuitas
Lo reconozco. El está a la puerta, llamando. Lo ha estado haciendo hasta ahora y sé que lo seguirá haciendo.
Su llamada ha sido como huracán que me ha arrancado de cuajo de la tierra a la que se estaba agarrado; como terremoto que ha removido seguridades en las que estaba anclado; como fuego que ha arrasado certezas en las que estaba aferrado.
Es cierto que es huracán, terremoto y fuego, pero habitualmente se me presenta como brisa suave, imperceptible pero constante. Brisa que alivia, que reconforta sin violentar. Los que la han percibido dicen haberse sentido sobrecogidos: “al sentirla, Elías se cubrió el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva” (1 Reyes 19,13).
Dicen que como Abrahán intuyeron una promesa que los sacaba de lo suyo (Gn. 12,1-4). Afirman que los adentró, como Moisés, en el desierto (Ex.6,2-13); que ante su santidad temblaron, como Isaías, de pies a cabeza (Is.6,1-8); pero, como le sucedió a Jeremías, su atracción les sedujo (Jer.20,1-9)
Dicen como Samuel haber escuchado en el silencio de la noche una Palabra que no lograban distinguir (1 Sam 3,1-21): unos como Sara rieron incrédulos (Gn.18,1-15); hubo quienes al intuir su alcance se desearon, como Elías, la muerte (1R 19,3-9), mientras que otros huyeron como Jonás (Jo.1,1-4)
Todos ellos dicen que van aprendiendo, como María, a acoger esa brisa y van dejando que el Espíritu engendre lo inaudito: no saben cuando será plenitud. Sólo saben que no dependerá de ellos.
Dicen que esa brisa les trae el recuerdo de lo de Jesús, y sienten -no te lo sabrían explicar- que su vida está llamada a ser como la de Él: grano de trigo que muere, cae en la tierra, es sepultada y germina dando fruto. No saben cuándo será. Sólo saben que no dependerá de ellos.
Esta experiencia, me digo, sigue sucediendo. El sigue a la puerta, llamando.
Su llamada ha sido como huracán que me ha arrancado de cuajo de la tierra a la que se estaba agarrado; como terremoto que ha removido seguridades en las que estaba anclado; como fuego que ha arrasado certezas en las que estaba aferrado.
Es cierto que es huracán, terremoto y fuego, pero habitualmente se me presenta como brisa suave, imperceptible pero constante. Brisa que alivia, que reconforta sin violentar. Los que la han percibido dicen haberse sentido sobrecogidos: “al sentirla, Elías se cubrió el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva” (1 Reyes 19,13).
Dicen que como Abrahán intuyeron una promesa que los sacaba de lo suyo (Gn. 12,1-4). Afirman que los adentró, como Moisés, en el desierto (Ex.6,2-13); que ante su santidad temblaron, como Isaías, de pies a cabeza (Is.6,1-8); pero, como le sucedió a Jeremías, su atracción les sedujo (Jer.20,1-9)
Dicen como Samuel haber escuchado en el silencio de la noche una Palabra que no lograban distinguir (1 Sam 3,1-21): unos como Sara rieron incrédulos (Gn.18,1-15); hubo quienes al intuir su alcance se desearon, como Elías, la muerte (1R 19,3-9), mientras que otros huyeron como Jonás (Jo.1,1-4)
Todos ellos dicen que van aprendiendo, como María, a acoger esa brisa y van dejando que el Espíritu engendre lo inaudito: no saben cuando será plenitud. Sólo saben que no dependerá de ellos.
Dicen que esa brisa les trae el recuerdo de lo de Jesús, y sienten -no te lo sabrían explicar- que su vida está llamada a ser como la de Él: grano de trigo que muere, cae en la tierra, es sepultada y germina dando fruto. No saben cuándo será. Sólo saben que no dependerá de ellos.
Esta experiencia, me digo, sigue sucediendo. El sigue a la puerta, llamando.
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