El hambre es la enfermedad que causa más muertes: decenas de millares de niños cada día, decenas de millones de seres humanos cada año. Pero el hambre no es sólo una enfermedad: para el que todavía no ha muerto, es la primera esclavitud. Jesús nos indica el camino para salir de ella. No es una revolución más, es más que cualquier revolución.
UN NUEVO EXODO
Subió Jesús al monte y se quedó sentado allí, con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús levantó los ojos, y al ver que una gran multitud se le acercaba...
La Pascua era la fiesta de la liberación de Israel. En ella se recordaba la ultima noche de esclavitud pasada en Egipto, con la certeza de que ya la libertad estaba cerca (Ex 12,1-14). Pero la Pascua que se iba a celebrar había perdido gran parte de su valor al ser integrada por un sistema religioso que, aunque seguía invocando con la boca al Dios liberador, se había convertido en instrumento de opresión y de esclavitud del pueblo. Por eso Juan la llama la Pascua, la fiesta de los judíos; es la fiesta oficial de aquel sistema que, recordando las palabras del evangelio del domingo pasado, había extraviado al pueblo, que vagaba desamparado «como ovejas sin pastor» (Mc 6,34). Son, el del domingo pasado y el de éste, dos textos en los que se muestra el camino para salir definitivamente de la esclavitud, en los que se propone un nuevo éxodo, un nuevo proceso de liberación, abierto ahora para toda la humanidad y en el que, por supuesto, también participa, por medio de Jesús, el Señor que liberó a los israelitas de aquella antigua, pero aún no vencida, esclavitud.
La dirección ahora es la contraria a la del primer éxodo: entonces las tribus de esclavos se encaminaron hacia la tierra de Canaán; ahora sale (éxodo significa salida) de esa tierra una gran multitud, que busca, al otro lado del mar, en tierra de paganos, a Jesús, quien, sentado en el monte (lugar de la presencia de Dios; véase Ex 3,1; 4,27; 18,5; 24,1.9.12-13.15.18; Nm 10,33; 1 Re 19,8; Is 2,2-5; 11,9; Ez 28,14.16; Sal 24,3; 68,16-17), les va a enseñar el camino de la definitiva libertad.
ROMPER CON ESTE SISTEMA
...se dirigió a Felipe: -¿Con qué podríamos comprar pan para que coman ésos? (Lo decía para ponerlo a prueba, pues él ya sabía lo que iba a hacer.) Felipe le contestó: -Doscientos denarios de plata no bastarán para que a cada uno le tocase un pedazo.
Uno de los discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
-Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es eso para tantos?
La plata, el dinero, no resuelve el problema. Felipe no sale bien de la prueba a que lo somete Jesús. No encuentra el camino para saciar el hambre de aquella gente. No conoce otro medio que la compraventa, y por ese camino sólo se soluciona el hambre de unos pocos a costa del hambre de la mayoría. Y hoy, ya casi en el siglo XXI, está más que probado que el hambre de los países pobres no es sino la consecuencia del empacho de los países ricos. Más aún: el bienestar de las clases trabajadoras de estos países ricos no se debe a que haya más justicia, sino que es efecto de la injusticia que sufren los pueblos del Tercer Mundo; el capital sigue explotando, aunque la mayoría de las víctimas queden algo más lejos. Hay, por tanto, que romper con este sistema.
Andrés, sin embargo, parece que sí conoce la solución: que los que, siguiendo a Jesús, han decidido ponerse al servicio de la humanidad (a ellos, al grupo de Jesús, a la comunidad cristiana, representa el muchacho que tiene los panes y los peces), compartan todo lo que tienen, aunque sea poco, aunque sólo sean cinco panes y un par de pescados. Pero a Andrés le falta confianza, no está seguro de que sólo compartiendo se pueda resolver completamente el problema: «¿qué es eso para tantos?»
EL SEÑOR, EL UNICO DUEÑO
Jesús les dijo: -Haced que esos hombres se recuesten. Había mucha hierba en el lugar. Se recostaron aquellos hombres, adultos, que eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, pronunció una acción de gracias y se puso a repartirlos a los que estaban recostados, y pescado igual, todo lo que querían.
El nuevo éxodo empieza con una comida, como el antiguo. Pero en éste la libertad ya se empieza a gozar. Ahora los que comen lo hacen recostados, como los hombres libres: silos hombres, en lugar de acumular lo que a otros les falta, lo comparten como manifestación de amor, nadie tendrá que convertirse en esclavo para poder ver satisfechas sus necesidades más primarias. El amor y la solidaridad son siempre fuente de libertad.
Pero para que esto sea posible es necesario aceptar que el Señor es el único dueño de lo que los hombres necesitan para vivir. Eso es lo que reconoce Jesús cuando, con el pan y los pescados en la mano, pronuncia una acción de gracias: la vida y el alimento necesario para la vida del hombre son regalos de Dios. Los panes y los peces no son de aquel muchacho, no son propiedad de la comunidad: son fruto del amor de Dios, y el amor de Dios, si no se comparte, se rechaza.
La tierra entera es un regalo de Dios a toda la humanidad. El la entregó a los hombres para que todos disfrutaran de sus frutos. Por eso nadie tiene derecho a acumular lo que a otros les falta.
¿Verdad que silos cristianos nos tomáramos esto en serio sería algo más, mucho más, que cualquier revolución? Y, además, debemos hacerlo sin triunfalismos, sin convertirnos en líderes de masas. Después de repartir panes y peces, Jesús, «dándose cuenta de que iban a llevárselo por la fuerza para hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo».
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