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lunes, 17 de agosto de 2009

El comunismo no puede dar la felicidad que promete

Por Lilián Carapia*
Publicado por FAST

Generalmente, los niños que reciben una educación basada en la religiosidad represiva se rebelan contra ella cuando llegan a adultos; esto les ha sucedido tanto a personas ordinarias como a otras que llegaron a ser grandes genios de la pluma y líderes políticos que levantaron a pueblos enteros en contra de Dios. Uno de estos últimos casos es el de Karl Marx: en su niñez recibió la educación represiva de la Iglesia Luterana; años después, cuando ya era un joven, conoció las filosofías de Hegel y Feuerbach, y se valió de ellas para elaborar tesis ateas en las que llamó a la religión «institución opresora», «opio de los pueblos» al servicio del Estado. Finalmente, el Marx adulto se rebeló abiertamente contra Dios, convencido de que la felicidad del hombre no consiste en amarlo a Él, porque Dios destruye los auténticos valores humanos. Para Marx, librarse de Dios es necesario para hacer la revolución y alcanzar una sociedad sin clases, en la que los medios de producción pertenezcan a la comunidad y no al individuo.

Una utopía que se vuelve pesadilla

Estamos frente al comunismo marxista, para el cual, la religión aliena al obrero, es decir, le obliga a dejar en las manos de otro el fruto de su trabajo, que le corresponde por derecho, y lo mantiene aletargado con sus enseñanzas de paciencia y consuelo, evitando que éste se subleve. El discurso comunista tiene éxito porque gira en torno al problema de la opresión de los pobres, y muchos políticos se valen de él, con tintes más o menos populistas, para ganarse a las masas. Sin embargo, los acontecimientos del año 1989 fueron la prueba contundente de que, en varias naciones, la utopía comunista ha llegado a convertirse en uno de los peores y más hipócritas crímenes de lesa humanidad. Y para muestra basta un botón: el sistema del Gulag —Administración Suprema de Campos Correctivos de Trabajo— en la Rusia comunista se cobró un número de muertos mucho mayor al del régimen Nacional Socialista (Nazi) en Alemania.

El problema: no entender lo que es el ser humano

¿Por qué el comunismo está imposibilitado de raíz para dar la felicidad que promete? La respuesta es sencilla: porque tiene una concepción equivocada del hombre: lo concibe como una pieza que forma parte de una máquina; la máquina es la sociedad, y lo importante es que la sociedad «funcione», cueste lo que cueste. Y: «si luego nos preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la naturaleza de la persona y de la “subjetividad” de la sociedad, hay que responder que su causa principal es el ateísmo» (CA 13). De ello habla ampliamente el Papa Juan Pablo II en su carta encíclica Centesimus annus y en Memoria e Identidad, su exquisita obra póstuma. Cuando hombres como Marx y los comunistas han creído que son dioses que pueden solucionar las cosas por vías distintas a las que propone el verdadero cristianismo, se olvidan de que al ser humano se le ayuda cuando se le aprecia primero como persona, y luego se le promueve de manera integral: en su cuerpo, en su mente, en su espíritu.

¿Cuál será el opio en realidad?

A los que aseguran que la religión juega en el sistema el mismo papel que el opio, les preguntamos si no será más bien el Estado paternalista, que priva al hombre del sentido de su dignidad y de su responsabilidad, el que provoca esos efectos. El problema de fondo es no querer darse cuenta de que Dios no destruye al hombre, sino que lo realiza. El comunismo no puede promover auténticamente al ser humano, al que ni siquiera entiende, y le entorpece el camino para construir una auténtica comunidad humana. Destruye al ser humano cualquier ideología que le niegue la posibilidad de vivir sus valores y sus responsabilidades, lo «droga», lo enajena. El cristianismo, en cambio, sabe que la realidad social del ser humano no se agota en el Estado, y que no debe ser éste el «papá» que prometa dar todo a todos por igual. Cada persona necesita una familia, amigos, socios, compañeros de trabajo, diversos grupos económicos, políticos, sociales y culturales con los que interactuar y comprometerse, a fin de contribuir con ello al bien personal y común. El verdadero cristianismo es temible precisamente porque despierta al hombre de los efectos del opio de tantos y tantos discursos pseudoliberadores que enamoran, pero sólo conducen a las peores esclavitudes.

* Lilián Carapia es licenciada en Filosofía y religiosa del Instituto de Hermanas Misioneras Servidoras de la Palabra, en México.

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