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viernes, 30 de octubre de 2009

Apoyo para la Homilía y la Reflexión Personal: Sentirse querido por Dios

XXXI Domingo del T.O. (Mateo 5,1-12) - Ciclo B

En los tres domingos últimos del ciclo litúrgico (domingos 31 a 33 del Tiempo Ordinario) terminamos con la lectura del evangelio de Marcos. Los tres fragmentos que leemos en estos domingos se sitúan en el mismo contexto: la predicación de Jesús en el Templo de Jerusalén en la última semana de su vida. Son los últimos mensajes de la predicación oral de Jesús y la cumbre de su enfrentamiento con los poderes de Israel.

Pasaje presente en los tres Sinópticos. (Mateo 22,34. Lucas 10,25).

Marcos y Mateo sitúan la escena en Jerusalén, en la predicación del Templo, dentro de las polémica con los Fariseos (el tributo al César), con los Saduceos (la resurrección), y en tercer lugar, con los Legistas o Doctores, que es el tema de hoy.

Lucas lo desplaza de este contexto y lo sitúa al principio de la "subida a Jerusalén". Lucas acompaña esta enseñanza con la parábola del Buen Samaritano, que sólo se ha conservado en su evangelio. Esta versión de Lucas será el evangelio del domingo 15 del ciclo C. Dado que en ese domingo tendremos ocasión de tratar esa aplicación concreta y genial de Jesús expresada en el parábola del Buen Samaritano, no trataremos hoy del tema bajo ese aspecto, sino solamente del "mandamiento del amor" en sí mismo.

Hemos visto que los dos "Mandamientos" están ya presentes en el AT, pero debemos señalar dos características significativas:

El AT ha tenido que ir cambiando mucho para llegar a la formulación de "amarás al Señor tu Dios", partiendo del temor y sumisión al Poder del Amo, y partiendo del Dios tribal, de "nuestro Dios", que incluso "mandaba” exterminar a los enemigos, que tenía como nombre “Señor de los ejércitos” e incluso “El Terrible”. (hasta doce veces en el AT, en diversos contextos)

Si hemos definido muchas veces el AT como una maravillosa "crónica del descubrimiento de Dios", éste es uno de los ejemplos más evidentes y merecedores de reflexión. Dios es el mismo, desde siempre, pero Israel tiene que ir conociéndolo, poco a poco. El AT muestra todo el camino recorrido por la fe de Israel, con todos sus altibajos, sus aciertos y sus errores.

Es bueno que tengamos esto muy presente cuando (quizá demasiado a la ligera) proclamamos ante cualquier pasaje "¡palabra de Dios!". Y no porque no lo sea sino porque son "palabras" de Dios muy diferentes: tan pronto pueden ser una cumbre de la fe de Israel como un valle de sombras en que se nos muestra su superstición o su mala comprensión, en obras o en ideas.

En el AT también aparece Dios airado, Dios exterminador, Dios que manda matar, Dios que pasa factura del pecado en los hijos y los nietos del pecador...

Es extraordinario el pasaje de Mateo 5, 38- 48:

"Oísteis que se dijo a los antiguos 'ojo por ojo y diente por diente', pero Yo os digo.....Oísteis que se dijo a los antiguo 'amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo', pero Yo os digo... Vosotros, pues seréis perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos". (Paralelo en Lucas 6:27- 35)

El AT lo leemos como "la prehistoria de Jesús". Lo que en Jesús llega a plenitud, nos vale. Lo que en Jesús desaparece o se niega, no nos vale. Y vemos cómo Israel ha ido tanteando en su historia, los caminos equivocados, los errores y los pecados que, a pesar de tantas dificultades, traiciones y malentendidos de la Palabra, se nos revela como un "Camino hacia Jesús" guiado por el Espíritu.

Los dos mandamientos están en el AT, pero separados (Deuteronomio 6,4 – Levítico 19,18). Como mucho podríamos decir que "el segundo es consecuencia del primero". Hay que amar al prójimo porque Dios lo manda así.

Jesús tiene la genialidad de mostrar que "el segundo es como el primero", y no sólo en importancia, sino en esencia, de tal manera que ninguno de los dos puede existir sin el otro. Y podemos afirmar que es este planteamiento el más característico de Jesús y de la espiritualidad cristiana.

El Antiguo Testamento difícilmente podría justificar por qué hay que amar a Dios. Al Amo, Creador, Juez… se le obedece, se le respeta, se le admira... se le teme. ¿Amar?. Jesús ha dado la razón profunda de por qué hay que amar a Dios. “Amarás a Dios, porque es tu madre, porque él te quiere”.

De aquí nace todo lo demás: si hijos, hermanos: el descubrimiento de Dios/Abbá descubre también quiénes son los demás. Por eso los dos mandamientos son "semejantes"; en el fondo, son el mismo. Éste es el genio de Jesús, que al revelar a Dios revela al ser humano.

La Ley no es el poder ni la sumisión, sino el amor. El mundo no se mueve por la sola Omnipotencia, sino por el Amor creador. La humanidad no se mueve por la venganza, ni aun por la mera justicia, sino por la fraternidad.

Porque somos hijos estamos en las cosas del Padre, porque nos parecemos a Él. Todos, todos los hijos. Si hijos, hermanos.

Estos textos nos llevan por tanto a la esencia del ser cristiano que empieza siempre por cambiarse al Dios de Jesús y lleva como consecuencia otro modo de estar en el mundo.

La primera conversión del cristiano es creer que "Dios me quiere", a mí, personalmente, como las madres quieren a sus hijos. Este "convencimiento íntimo" es el centro de la fe. El amor a Dios no es ni puede ser mandamiento: es respuesta: me siento querido y quiero.

Los que creen esto son la Iglesia. Esta Madre Universal nos convierte en familia.

En nuestras relaciones podrá haber competencia, justicia, corrección, advertencia de errores y maldades... el amor no nos hace ciegos ni tontos y el mal está en el ser humano, en los demás y en mí. Podrá haber todo eso, necesariamente lo habrá, pero como puede y debe haberlo entre hermanos que se quieren.

Esa "consanguinidad afectiva" la lleva consigo la fraternidad, eso que hace que el otro, por muy mal que se haya portado sigue siendo mi hermano... esa posición básica que significa que no le quiero por sus cualidades sino por algo anterior, que es mi hermano...

Eso es lo que Jesús traslada a nuestras relaciones. Los que se sienten así en relación a los demás son la Iglesia.

Y todo esto, por construir. No somos así. Los humanos no han sentido que Dios les quiere, ni muchos de ellos tienen motivos para creerlo, encerrados en tanto mal. Los humanos no han sentido a los demás como hermanos. Ni lo pueden sentir viéndose constantemente agredidos, explotados y crucificados por los demás.

Construir ese mundo, hacer creíble que Dios nos quiere, querer para que el mundo crea. A eso llamamos "la Misión" porque es la obra de Dios, la plenitud de la Creación, el destino para el que Dios es Creador. Los que aceptan esa misión son la Iglesia.

Nosotros somos la iglesia, los que hemos descubierto que Dios es Madre, los que nos sentimos hermanos, los que aceptamos la misión de que la humanidad lo descubra.

Los que nos sentimos hijos y nos sentimos tan bien así que queremos que todo el mundo viva así. Por todo esto, el Evangelio no es Ley, es Buena Noticia, Noticia liberadora de temor, noticia que da sentido, noticia a la vez comprometedora y tranquilizadora, que exige siempre más. Porque el amor es muchísimo más exigente que la ley.

El amor de Dios no es un conocimiento, una deducción ni una evidencia. Es fe, a la que llegamos por Jesús. Podemos contemplar a Jesús curando al leproso, defendiendo a la adúltera, a Jesús en la cruz... repitiendo "así ama Dios a los hombres... así me ama Dios".

La fe en el amor de Dios pasa por la fe en Jesucristo. Es el centro de la Revelación, la esencia del Cristianismo. La razón nos puede quizá llevar al reconocimiento de Dios- Señor, de Dios- Juez. Jesús revela el corazón de Dios, Dios Padre, Dios médico, Dios Salvador, Dios amor, Dios que da la vida por sus hijos. Este es el centro de nuestra fe.

Hemos visto el amor de Dios en Jesús. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo". En Jesús, viéndole y entendiéndole, hemos comprendido a Dios y hemos comprendido lo que le importamos a Dios y nuestra propia importancia: somos los hijos. Y así nos encontramos con que Jesús nos instala en "la nueva Alianza", "el Reino", una nueva relación con Dios y con los hombres.

Jesús habla de “El Padre”, se dirige a Dios llamándole “Abbá”, nos encarga que lo hagamos así nosotros... Lo mejor de la Buena Noticia es la información novedosa sobre Dios mismo.

Para imaginar a los dioses, los humanos siempre hemos recurrido a imágenes de poder: el rey, el animal fuerte, la tempestad, el rayo (curioso parecido con los emblemas de nobleza que aparecen en los escudos de los poderosos).

Jesús cambia las imágenes: si queréis imaginar a Dios, pensad más bien en un campesino que siembra, en un médico que sana, en un pastor preocupado por su rebaño, en una mujer feliz de haber encontrado su moneda, en un padre que se vuelve loco de alegría al recuperar a su hijo... o mejor todavía, pensad en vuestra madre.

Es una estupenda noticia, se puede uno sentir en buenas manos, se puede sentir agradecimiento, se puede sentir amor. Sentirse querido por Dios es la fuente del amor a Dios. Nuestro amor a Dios es respuesta al amor de Dios, a sentirse amado por Él.

Pero esta consideración es aún incompleta, por demasiado individual y espiritualista. Se ama al que me cuida, a aquel a quien puedo recurrir en mis problemas y me ayuda cariñosamente. Al que está ausente, al que no me soluciona problemas, al que no parece enterarse de que sufro... a ése no se le ama, más bien se le ignora. Más aún, si sabemos que está enterado de mis problemas, de que puede solucionarlos, y no lo hace, a ése más bien se le tiene aborrecimiento, se siente resentimiento respecto a él, porque parece que no le importo, es decir, que él no me quiere.

Jesús en la cruz, ¿se sintió querido o abandonado? Nosotros en el mundo, ¿nos sentimos queridos o abandonados? La contemplación de la humanidad crucificada ¿es una evidencia del amor de Dios?

Creo que no hay una palabra razonable que rompa este terrible cerco de evidencias. Pero creo también que hay una persona, una acción, en un momento concreto y trágico, que nos permite intuir por dónde se sale de este laberinto.

Jesús, en la cruz, reza el salmo 21 y repite ¿por qué me has abandonado? Pero poco después, ante la inminencia de la muerte, grita “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Es un grito, una “desesperada confianza”, una fe en su Padre contra toda evidencia. Es saltar al vacío con la fe indestructible de que hay unas manos que me recibirán. Es fe, no es evidencia.

Una vez más, creer en Jesús es creerle, fiarse de él. También creerle acerca de Dios, también fiarse de que Dios, a pesar de todas las evidencias, me quiere más que mi madre.

¿Cómo sentir el amor de Dios? ¿Será una experiencia interior, una mística convicción, algo experimentado en lo más íntimo del espíritu, en la soledad de la contemplación, en el diálogo interior con Él? ¿Quiere esto decir que sentir el amor de Dios es propio de místicos contemplativos, evadidos de la áspera realidad de la vida cotidiana? ¿Quiere decir que para sentir el amor de Dios hay que cerrar los ojos a la aparente evidencia de que el mundo funciona cruelmente, a la total evidencia de una humanidad desgraciada, hambrienta, injusta, desamparada, a la tentación permanente de pensar que Dios está ausente, lejano, desinteresado de los problemas de sus hijos?

También aquí, estamos en proceso, en camino. Nuestra fidelidad a Jesús, nuestra confianza en su palabra, va, poco a poco, convirtiéndose en una íntima convicción, que rebasa lo intelectual para invadir la afectividad. Podemos llegar a sentirnos queridos por Dios, y esta íntima convicción, tan mental como afectiva, crece en nosotros. La fe crece, la fe en al amor de Dios crece, invade nuestro ser, la mente y el sentimiento.


TEXTOS DEL CUARTO EVANGELIO

Como me ama el Padre, así os he amado yo.
Manteneos en el amor.
Si queréis cumplir lo que os encargo, os mantendréis en el amor, lo mismo que yo he cumplido el encargo de mi Padre y me mantengo en el amor.
Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada.
Y éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os encargo.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor.
A vosotros os llamo amigos porque os he comunicado todo lo que he escuchado a mi padre.
No me elegisteis vosotros a mí; yo os he elegido y os he destinado a ir y dar fruto, un fruto que permanezca…
Y esto es lo que os encargo: que os améis unos a otros.




EL CÓDIGO DE FELICIDAD
DE JESÚS Y DE LOS SANTOS

El corazón de la enseñanza de Jesús está en lo que llamamos “las bienaventuranzas”, que no es más que un código de felicidad al estilo de Jesús. No es un código moral, no es un conjunto de normas, ése no es el estilo de Jesús. Si intentamos entenderlo bien, habría que mejorar la traducción.

“Bienaventurados” es una palabra que ha perdido su significado de “dichoso” o “feliz”. Hoy llamamos ”bienaventurado” al ingenuo que se lo cree todo. La expresión “pobre de espíritu” se aplica a los apocados. La palabra “manso” es peyorativa, lo opuesto a “bravo”. Pero no quieren decir eso, y ya es hora de que traduzcamos las palabras de Jesús a nuestro idioma, no al de nuestros tatarabuelos, quizá por un falso respeto, una miope fidelidad el texto (¡pero no a su significado real y actual!)

Cuando Jesús hace estas exclamaciones está profesando su fe en una felicidad sorprendente y antagónica a nuestro concepto normal de felicidad. Aventurando una traducción más significativa podríamos quizá decir:

“¡Cuánto más felices seríais si no necesitarais tantas cosas, si no os fiarais tanto de tener y consumir!”
“¡Cuánto más felices seríais si vuestro corazón no fuese violento!”
“¡Cuánto más felices seríais si aprendierais a sufrir!”
“¡Cuánto más felices seríais si tuvierais hambre de un mundo justo!”
“Cuánto mas felices seríais si aprendierais a perdonar!”
“¡Cuánto más felices seríais si tuvierais un corazón transparente!”
“¡Cuánto más felices seríais si trabajarais por la paz!”
“Y si tenéis que sufrir algo por ser así, ¡mucho más felices todavía!”

Éste es el código de felicidad de Jesús. Un código completamente absurdo, que niega los valores normales de nuestra sociedad. Nosotros ponemos la felicidad en poseer y disfrutar, en imponernos sobre otros, en no sufrir absolutamente nada, en no meternos en los líos de los demás, en pedir cuentas, en disimular, en desentendernos del dolor del mundo… y siguiendo esta lógica hemos construido un mundo inhabitable y hemos conseguido (a veces y para muy pocos) un mundo inhabitable, lleno de infelicidad.

Está extraordinariamente bien elegida esta lectura para la fiesta de Todos los Santos. Celebramos a todos aquellos que aceptaron el código de felicidad de Jesús, les rendimos homenaje, reconocemos que son ellos, no nosotros, los que tienen razón, los que aciertan, los que trabajaron eficazmente por una humanidad mejor… y los que fueron más verdadera y completamente felices.

Y, como siempre, todo esto termina en la palabra “misión”. La misión de Jesús fue dejar claro cómo es Dios y cómo es su sueño sobre sus hijos. La misión de Jesús fue poner en marcha ese sueño. Nosotros, los que decimos que creemos en Jesús, hemos aceptado continuar con su misión, trabajar por su sueño. Para eso, antes hemos de creérnoslo, hemos de hacer nuestro su código de felicidad.

Y hoy celebramos, agradecidos a los que antes de nosotros le creyeron y nos demostraron que es posible, satisfactorio, vivir al estilo de Jesús construyendo el Reino, el sueño de Dios.

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