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viernes, 30 de octubre de 2009

LA BUENA NOTICIA DE DIOS


Por Enrique Martínez Lozano
Publicado por Fe Adulta

El mensaje de Jesús se abre con una proclamación de felicidad. Antes que un código de conducta, antes que una ética, las Bienaventuranzas son, fundamental y originariamente, una proclamación de dicha, la declaración de felicidad para el ser humano, de parte de Dios.

Es, por tanto, un mensaje que, ya de entrada, nos cuestiona de un modo radical: ¿Estoy convencido de que Dios me quiere, nos quiere felices? ¿Soy feliz en profundidad?; ¿qué me lo impide? ¿Qué es ser feliz?; ¿qué idea tengo de la felicidad? ¿Quiero vivir para hacer felices a los demás?

Cada una de estas cuestiones toca la médula de nuestro ser y nos confronta con lo que es nuestra vida. En ellas, se pone en juego lo psicológico y lo espiritual: desde la relación consigo mismo hasta las imágenes que podemos tener de Dios, pasando por nuestra actitud ante los demás. Nada queda fuera. Por eso mismo, somos invitados a un camino y a un trabajo, que nos permita dar a esas preguntas unas respuestas acordes con nuestra aspiración más profunda y genuina.

Ahora bien, al acercarnos al evangelio, descubrimos que existen dos versiones del texto de las Bienaventuranzas –la de Lucas y la de Mateo-, con acentos un tanto diferentes, según la perspectiva adoptada por cada uno de los autores. Lo cual pone de manifiesto, una vez más, la libertad con la que los evangelistas elaboraban el material previo.

Eso significa, también, que han llegado a nosotros como “catequesis”, con un objetivo específico en cada uno de los evangelistas. Pero antes de ser catequesis para las primeras comunidades cristianas, son evangelio, buena noticia, dirigida a los pobres por parte de Jesús.

Y sonaban, en los oídos de los galileos, como mensaje de felicidad, por varios motivos:
• porque quien las proclamaba, Jesús, había elegido la suerte de los pobres; se había hecho de ellos.
• porque ese mensaje rehabilitaba y desculpabilizaba a quienes eran considerados pecadores, por el hecho de ser pobres. Alguien se solidarizaba con ellos y les abría un horizonte de esperanza.
• Y porque mostraba un camino que conducía –conduce- a la dicha.

En el evangelio de Mateo, a quien pertenece el texto que leemos hoy, las bienaventuranzas han dejado de referirse a situaciones –“quienes están en la pobreza”- para convertirse en actitudes –“quienes eligen ser pobres”-.

Con ello, Mateo ha logrado dos cosas: universalizarlas –en cuanto actitudes que todo ser humano puede hacer suyas- y presentarlas como un camino de sabiduría, que respondería al interrogante humano más universal: ¿Cuál es la senda que nos conduce a la felicidad?

Frente a una cierta predicación religiosa que ubica la felicidad en la promesa de un cielo ultraterreno, y frente a mensajes de nuestro mundo noroccidental del bienestar, “culto” y postmoderno, que ha sustituido aquel cielo ultraterreno por pequeños y accesibles “cielos” al alcance de la mano –en una oferta incesante de sensaciones que prometen ser inagotables, pero que en realidad acaban en una saturación frustrante-, el texto de Mateo aparece cargado de sabiduría y constituye una llamada a despertar.

Parece claro que la pregunta por el camino que conduce a la felicidad no puede ser respondida ajustadamente, sin haber resuelto otra previa: ¿quién creo que soy?

Para quien se percibe como ego, las bienaventuranzas resultan absolutamente incomprensibles, si no absurdas. El ego no puede entenderlas ni, mucho menos, vivirlas. Sólo en la medida en que se trasciende el ego y accedemos a nuestra identidad más honda, percibimos la sabiduría y coherencia que encierran.

En ese sentido decía que constituyen una llamada a despertar, a caer en la cuenta, a salir de la ignorancia que nos hace identificarnos con nuestro ego y tomar conciencia de lo que en realidad somos.

Los humanos somos seres paradójicos: no somos lo que nos parece ser. No es extraño, por tanto, que aquellas palabras –como las de las bienaventuranzas- que apuntan a nuestra identidad más profunda nos resulten llamativamente chocantes. Es comprensible: nuestro yo no puede entenderlas.

En realidad, la sabiduría que nos llama a despertar es la misma que recorre todo el evangelio –así como todas las tradiciones espirituales- y que se expresa en la conocida frase: “El que quiera salvar su vida, la perderá” (Marcos 8,35). Frase paradójica y contrastante que, al ser leída desde el yo, se pervirtió, entendiéndose como un alegato contra la vida y una opción por la mortificación y el sufrimiento, legitimando toda forma de dolorismo.

El sentido de esas palabras es bien otro: el que vive identificado con su yo, está enredado en la ignorancia y el sufrimiento…, está perdiendo la vida. Porque identificarse con el yo significa perpetuar el engaño, la ignorancia y el sufrimiento en sí mismo y en el mundo.

Cuando, por el contrario, reconocemos el yo como lo que es –el “centro” de nuestra integración psicológica-, pero experimentamos nuestra identidad infinitamente más amplia, hemos despertado a la Vida y, con ella, a la plenitud y a la dicha.
El yo, por más que haya constituido nuestra identidad habitual, no es sino una identidad transitoria: dura lo mismo que nuestra identificación con la mente. El yo es, sencillamente, el resultado de la apropiación, por parte de la mente, de los propios contenidos mentales. Por eso, como identidad, no sólo es transitoria, sino absolutamente ilusoria. No tiene consistencia propia; no se sostiene, porque no puede autofundamentarse.

En ese sentido, es ajustado decir que el yo es vacío. Tanto, que basta dejar de pensar, para que se diluya. Ahora bien, ¿qué ha de hacer un vacío para tener la sensación de que existe? Identificarse con algo, apropiarse y aferrarse desesperada e insaciablemente a cosas, títulos, imagen, en un intento tan ansioso como vano de autoafirmarse y sustentarse.

El yo no puede dejar de vivir para tener, poseer, consumir, acaparar, triunfar… Vivir para el yo es permanecer embarcados en la tarea imposible de compensar un vacío esencial, que nunca podrá ser llenado. Porque no es un vacío “añadido”, sino un vacío que constituye la naturaleza propia del yo.

La sabiduría de las Bienaventuranzas radica en el hecho de que nos lleva a descubrir el vacío del yo, así como la trampa de cualquier intento de vivir para él. Pero no se trata únicamente de una información, sino de una propuesta-invitación a trascenderlo. De ese modo, nos ponen en camino hacia la percepción de nuestra verdadera identidad: la Conciencia unitaria o Presencia consciente.

En cierto modo, podría decirse que el objetivo de las Bienaventuranzas no es otro que desenmascarar al yo. Ésa es su sabiduría y su aportación. De una forma paradójica y provocativa, situando la felicidad donde nunca la buscaríamos y donde pareciera que nunca podría hallarse, quieren hacernos abrir los ojos a nuestra realidad más profunda, el único lugar donde vive la plenitud y la felicidad.

Porque antes de ser “enseñanza”, son vida. Constituyen el retrato más fiel de lo que fue el propio Jesús –el hombre pobre, humilde, misericordioso, constructor de paz, recto de corazón, perseguido por la justicia…-, en quien podemos comprender y palpar cómo es la existencia de una persona íntegra, armoniosa, plena y feliz, que llegará a decir: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a su plenitud” (Jn 15,11).

Es también el mensaje y el espíritu de las bienaventuranzas el que hace posible la construcción del Reino, el “sueño” de Dios, en la línea de lo que Jesús hizo y mostró, el “mundo nuevo”, más allá del egoico.


Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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