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martes, 2 de marzo de 2010

El Reto de Aceptar el Placer sin Sentimiento de Culpa

Ron Rolheiser
(Traducción por Carmelo Astiz, cmf)

Muchos de nosotros sufrimos un cierto sentimiento de culpa básica. Dicho sencillamente, luchamos por gozar del placer saludablemente, sin sentimiento de culpa; nos esforzamos por no sentirnos culpables al sentirnos a gusto y bien; luchamos por no tener que dar explicaciones cuando la suerte nos sonríe.

En cambio, tendemos, aunque inconscientemente, a asociar profundidad y religión con lo gris, lo triste, lo maltrecho y melancólico. En nombre de la profundidad y de la religión somos estoicos, más que alegres, en nuestra aceptación del placer. Sospecho que muchos de nosotros sufrimos de una incapacidad existencial para absorber con auténtico gozo los goces más terrenales de la vida. En cambio, parece que siempre guardamos un cierto sentimiento de culpabilidad básica con respecto al placer.

Por eso tenemos ciertos axiomas religiosos tácitos, según los cuales vivimos:
“¡Cuanto más duela, mejor para ti!
- La belleza es un lujo pagano.
- El Evangelio nos llama a ser austeros de cuerpo y de espíritu.
- Una persona verdaderamente profunda no goza totalmente del placer, especialmente el placer corporal.
- Es espiritualmente saludable la moderación y la ansiedad frente a un profundo placer.
– El reto de Jesús consistía mucho más en renunciar que en gozar profundamente de la vida que Dios nos ofrece”.

Pero esa inhibición psicológica y religiosa existe en todas las culturas y, por tanto, no es un problema específica y exclusivamente cristiano. Demasiada gente echa la culpa de sus sentimientos de culpabilidad a su educación religiosa, cuando de hecho sus raíces se asientan lejos y fuera de la religión. Esto no es una “neurosis cristiana”; es simplemente una crisis humana. En todas las culturas y en todas las religiones, los adultos más sensatos sufren de una cierta depresión crónica, a saber, les resulta difícil deleitarse simplemente en la vida, sin sentir al mismo tiempo sombras en torno a ese goce momentáneo.

Y así, el goce y el placer humanos no se sientan a gusto y cómodamente con nosotros, como ocurrió a los que estaban a la mesa aquella noche en Betania, cuando una mujer, María, abrió un pomo de ungüento perfumado para ungir los pies de Jesús, lloró a sus pies y los enjugó con su cabellera. Más bien, frente a un placer natural, volvemos la espalda embarazosamente y damos razones para probar por qué no tendría que ser así.

Eso es ciertamente aceptable, pero no tendríamos que tratar de racionalizar esta neurótica reserva en nombre de Jesús, del cristianismo, de la religión, o de la profundidad de alma. No deberíamos confundir Hamlet con Jesús.

En su primera novela, “Pagos Finales”, Mary Gordon nos cuenta la historia de la lucha de una joven precisamente contra esta neurosis, una incapacidad para no gozar nunca en la vida. Sufriendo a través de un período difícil de su vida, la tristeza y la falta de alegría se refuerzan y agravan en ella por su propia interpretación de la espiritualidad católica, y especialmente por una mujer con la que vive, Margarita, cuya austeridad, piedad y falta de alegría se interpretan fácilmente como profundidad de alma y entrega a Cristo. Una tarde, después de una amarga discusión con Margarita, esa joven sale de la habitación llorando y a trompicones; y en ese preciso momento una deslumbrante iluminación interior se abrió paso en su mente:

“Una de las maravillas de la educación católica consiste en que el impulso de unas pocas palabras puede generar narraciones completas para iluminar la vida con una cercanía y una claridad que son ciertamente interesantes. ‘A los pobres los tendréis siempre entre vosotros’. Yo sabía dónde había dicho Cristo eso: en la casa de Marta y María. María había abierto un pomo de perfume muy costoso y con él había ungido los pies de Jesús. Nardo puro. Recordé. Y ella enjugó los pies de Jesús con su cabellera. Judas la había reprendido: había dicho que el ungüento debería venderse para ayudar a los pobres. Pero el evangelista Juan había anotado: Judas había dicho eso solamente porque él mismo guardaba la bolsa, y era ladrón. Y Cristo había dicho a Judas, cuando todavía estaba María a sus pies cubriéndoselos con su cabellera: ‘A los pobres los tendréis siempre entre vosotros; pero a mí no siempre me tendréis’.

Y hasta aquel momento -mientras subía las oscuras escaleras toda furiosa hacia mi sencilla y fea habitación- no había entendido yo ese pasaje de la Escritura. Me parecía que el texto justificaba los excesos de siglos de banqueros obesos y tiranos. Pero ahora comprendí. Lo que Cristo estaba diciendo, lo que quiso decir, es que debe aceptarse el goce de aquella cabellera, de aquel ungüento perfumado. Porque los accidentes de muerte nos privarían demasiado pronto del legítimo goce. No tenemos que privarnos a nosotros mismos, ni a nuestros seres queridos, del lujo de nuestras muestras exageradas de cariño. No debemos intentar anticiparnos a la muerte rehusando amar a los que amábamos (nuestros seres queridos) para amar, en cambio, a los pobres anónimos a quienes ni conocemos.

Y se me ocurrió, buscando a tientas la luz en el vestíbulo, que yo había sido una ladrona. Como Judas, había querido yo ocultar el oro, contarlo en plena noche, y negociarlo en alguna inversión segura y asesina. La pobreza de Margarita es lo que yo quería robar, la seguridad de su incapacidad para inspirar amor. De forma que nunca más me encontrarían llorando, como María, ante la lápida sepulcral al romper el alba. … Yo sabía ahora que tengo que abrir el pomo del ungüento perfumado. Tengo que abrir mi vida. Yo comprendía ahora que debo partir. Pero no estaba lista todavía; habría yo de cobrar nueva fuerza.

La auténtica religión nos ofrece un doble reto: ¡Estar preparados para renunciar a la vida – y estar preparados para gozarla!

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