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sábado, 24 de abril de 2010

CONOCER AL PADRE Y A JESÚS ES SER UNO CON ELLOS


IV Domingo de Pascua (JUAN 10, 27-30)- Ciclo C
Por Enrique Martínez Lozano

“Dime tú, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño” (Cantar de los Cantares 1,7). El cuarto evangelio presenta a Jesús como el Amado del Cantar pero, sobre todo, como el Pastor bueno que es cuidado, descanso y alimento:
“El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace reposar, me conduce junto a aguas tranquilas, y repone mis fuerzas…” (Salmo 23,1-3).

Con gran osadía, el autor transfiere a Jesús la imagen con que la piedad judía se dirigía a Yhwh. Una imagen, por otro lado, totalmente coherente con el mensaje del propio evangelio, que dirá del Maestro: “Habiendo amado a los suyos, que están en el mundo, los amó hasta el extremo” (13,1).

En el texto, la alegoría del Pastor habla de “escucha”, “conocimiento” y “vida eterna”, a la vez que, en un ahondamiento progresivo, remite al Padre y culmina en la Unidad, como Fuente de donde todo lo demás brota. Son estas realidades las que nos permiten conectar con el sentido originario de la imagen que, tomada en su literalidad –por las connotaciones dialécticas de pastor/ovejas, paternalismo/“borreguismo”, poder/sumisión- hoy nos resulta pueril e incluso provoca justificado rechazo.

Todo arranca con la escucha. Aunque, a su vez, sólo escucha quien se encuentra en una actitud de búsqueda. Quien cree estar en posesión de la verdad –simplemente porque ha colgado esa etiqueta sobre su propia y particular creencia-, ha dejado de buscar; blindado a cualquier cuestionamiento, permanece instalado en la comodidad de lo adquirido.

Bien porque tal instalación resulte insoportable, bien por el propio dinamismo interior que la hace estar en camino, cuando la persona se pone en movimiento, empieza escuchando. La escucha requiere una disposición de apertura inicial, que implica flexibilidad para permitir incluso que las convicciones previas puedan ser removidas.

Cuando aquello que “escuchamos” encuentra eco en nuestro interior, reconocemos estar en contacto con “nuestra” verdad y en profunda “sintonía” con la persona que nos habla. Esto es lo que ocurría con los seguidores de Jesús y lo que sigue ocurriendo con los lectores del evangelio: al percibir que la palabra de Jesús “lee” nuestro interior, la reconocemos como propia y “comulgamos” con su persona, en la vivencia de una unidad que transciende el tiempo y el espacio.

Somos “cristianos” porque, al conocer su “modo de vivir”, descubrimos que es el “nuestro”: eso –y no un mimetismo infantilizante o una sumisión heterónoma- es “seguir a Jesús”. El llamado seguimiento es, en realidad, expresión de la propia identidad y “complicidad” que nace de la unidad percibida.

Complicidad y unidad brotan de la comprensión y, en último término, del conocimiento.

Es sabido que el “conocer” hebreo no es una actividad meramente intelectual, sino que implica a la persona entera, en una experiencia totalizadora. Es el mismo verbo que se usa para referirse a la relación sexual por la que –como ya decía el libro del Génesis 4,1- “el hombre conoció a su mujer”.

Es también un verbo que el propio autor del cuarto evangelio usa repetidamente, para expresar la relación de Jesús con el Padre y con los discípulos, así como para describir en qué consiste la “vida eterna”: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (17,3).

Este conocer hace referencia a intimidad experimentada, a un saber interior del otro y de los otros por el que te descubres a ti mismo. Se trata, en definitiva, de un conocer que es una misma cosa con el ser. En el verdadero conocimiento –que no mera erudición-, sólo se conoce cuando se es. Por ese mismo motivo, sólo es sabio –en el sentido profundo del término- aquél que ha sido previamente transformado.

Al decir que nos conoce, Jesús está expresando que nos “constituye” por dentro; que se vive a un nivel en el que no existe ninguna distancia con respecto a ningún ser y, por eso –las palabras se quedan irremediablemente cortas- “es nosotros”.

Algo similar significa la “vida eterna”, que no se reduce a una creencia mental –asentir intelectualmente a la existencia de Dios y de Jesús-, en premio de la cual pudiéramos ir al cielo. No; conocer al Padre y a Jesús es ser uno con ellos.

Por eso mismo, Jesús continúa afirmando que él da la vida eterna, es decir, la plenitud de la vida, que experimentamos cuando caemos en la cuenta –cuando se produce la comprensión- de que somos-uno-en-y-con-Dios: aquí esta el principio y la clave de todo lo demás.

Eso hace que el texto que estamos comentando se entienda mejor cuando empezamos a leerlo por el final: “El Padre y yo somos uno”. Todo lo demás es consecuencia.

En el cuarto evangelio, esa afirmación no es única. Hay otras expresiones que ponen de relieve la conciencia transpersonal (no-dual) de Jesús: “El Padre está en mí y yo en el Padre” (10,38); “Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí” (14,11); o “todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo mío” (17,10), que parecen ser un calco de las palabras que, en la parábola del hijo pródigo” (evangelio de Lucas 15,31), el padre dirige al hermano mayor: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”.

La “vida eterna” no es un tiempo que no terminara nunca; tampoco es un futuro asegurado al propio yo. Es la plenitud de vida que coincide con la plenitud de la Presencia. Eternidad no es mucho tiempo, sino ausencia de tiempo. Mientras estamos identificados con la mente, vivimos fuera del presente, en el laberinto interminable de nuestros pensamientos y emociones, y a merced de sus vaivenes; en realidad, más que vivir, somos manejados por ellos.

Al detener el vértigo mental y anclarnos en el presente, entramos en contacto directo con la Vida y saboreamos –a veces, ni tiempo nos damos para ello- la “vida eterna”. Si pudiéramos permanecer y establecernos en esa intensidad de Presencia, sabríamos de primera mano aquello a lo que se refiere Jesús, cuando dice que “nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre”.

Lo único que nos saca de la Vida –que nos arrebata de su mano- es nuestra mente no observada: ahí están los “lobos” y los “ladrones” que nos atormentan y esquilman. Por eso, mientras permanecemos en el Presente, no corremos ningún peligro: el Presente es el lugar de la vida, es “otro nombre” de Dios.

En un nivel de conciencia mítico o racional –egoico- y en un modelo dual de cognición, “Dios” únicamente podía ser pensado como un Ser separado que se “relacionaría” desde fuera. La “vida eterna” sólo podía representarse como un “estado” posterior a este “valle de lágrimas”, añadido como recompensa por las “buenas obras” realizadas.

Aquellas representaciones apuntaban en la buena dirección, aunque eran tan deudoras de la estrechez de la mente, que terminaban siendo groseras. Por eso, bien entendidas, son totalmente ciertas las palabras de José Luis Sampedro: “La teología es contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios; el mero hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical”. La contradicción no sería otra que la pretensión de objetivar lo Inobjetivable.

J.F. Moratiel decía: “No hay que discurrir sobre el silencio, basta vivirlo”. Eso mismo vale para el Presente; eso mismo vale para Dios.

Trascendido el modelo dual y el nivel mental, podemos abrirnos a experimentar la Unidad de todo Lo que es y somos, la “vida eterna” de la que hablaba Jesús y que constituye, sin exageración, nuestra identidad última, la identidad compartida en la que “el Padre y yo somos uno”.

Siéntate relajadamente. Respira profundamente dos o tres veces. Consiente a soltar todos tus pensamientos y todas tus preocupaciones, permite que se vayan. Quédate sólo “aquí y ahora”. Ya “has llegado”. Déjate estar ahí, en esa “nube del no-saber”, en la “pura consciencia de ser”, en una “contemplación sin objeto”, en una descansada “advertencia o atención amorosa”…

Y cuando vuelvas a tu vida cotidiana, ve practicando el “estar presente” en todo lo que haces: estando presente a tu cuerpo y “volcándote” –o “dejándote fluir”- en todo aquello –personas, objetos, acciones- que te llega a través de los sentidos. Aprende, poco a poco, a estar sin pensar. Habrás empezado a saborear la “vida eterna”, en la que “todos somos uno”, como también quería y soñaba Jesús (evangelio de Juan 17,21).

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