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martes, 13 de abril de 2010

Cristo resucitó… y el mundo se me llenó de hermanos


Por Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger

La muerte nos agobia, y la soledad se nos ha pegado como una piel a la piel. Ésta es la noche del hombre, intuida por el sentido y experimentada por el corazón mucho antes de que fuese formulada por el discurso: ¡Estamos solos! La soledad es un gusano que devora nuestra dicha, mientras teje la seda que nos envuelve en un presente sin futuro.

“El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro, al amanecer, cuando aún estaba oscuro”.

A María Magdalena, en su noche, le quedaba aún la memoria de un pasado reciente, hecho de ternura y de esperanza. Por eso va al sepulcro, se refugia en su mundo de recuerdos, aun sabiendo que no son otra cosa que recuerdos enterrados.

Al hombre de nuestra sociedad se lo han arrebatado todo, incluso los recuerdos. Así es que en su noche ya sólo le queda huir de su vacío consumiendo de forma compulsiva sucedáneos de la dicha.

Esta soledad de muerte la reflejó con palabras pagadas y precisas aquella propaganda del hombre sin mañana: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte. Disfruta la vida”. ¡Estás solo!

Pese a lecturas y a fe, yo no sabría describir la realidad que se encierra detrás de la palabra resurrección cuando la digo de Jesús de Nazaret; no sabría decir lo que sucedió aquella noche en el secreto de aquella sepultura; sólo he aprendido a confesar que a Jesús Nazareno “Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte”. Pero hay algo que me parece inseparable de la experiencia cristiana de la resurrección, y es sentir tu nombre pronunciado por otro, a tu lado, tan cerca que percibes el aliento y el amor de quien te llama.

¡Resurrección! Alguien ha pronunciado tu nombre: _ “¡María!”. Y tú has reconocido a quien te habla, y le has pedido a tu historia una palabra para nombrarlo: _ “¡Rabboni!”.

Antes de que él empezase a existir resucitado para ti, supiste que habías existido siempre para él.

Ahora ya no necesitas huir; ahora tu tiempo te hace falta para vivir.

La resurrección –tu nombre pronunciado junto a ti por el que te ama- ha llenado tu casa de nombres amados: clandestinos, prostitutas, niños de la calle, cristos escarnecidos, cristos humillados, cristos crucificados, cristos rotos, cristos enfermos...

Cristo resucitado pronunció tu nombre, y el mundo se te llenó de hermanos.

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