¿Se puede celebrar la Pascua cuando en buena parte del mundo es Viernes Santo? ¿Es posible la alegría cuando tanta gente sigue crucificada? ¿No hay algo de falsedad y cinismo en nuestros cantos de gozo pascual? No son preguntas retóricas sino interrogantes que le nacen al creyente desde el fondo de su corazón cristiano.
Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros?
Ciertamente, no se puede celebrar la Pascua de cualquier manera. La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás. No es una alegría que se vive y se mantiene a base de olvidar a quienes sólo conocen una vida desgraciada.
La alegría pascual es otra cosa. Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap. 21,4). Un día, todo eso habrá pasado.
Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, no dejamos conmover y afectar por su dolor, dejamos que nos incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos vuelve insensibles. Nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad hasta el fin de los tiempos. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando al Pascua del Señor sino nuestro propio egoísmo.
Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros?
Ciertamente, no se puede celebrar la Pascua de cualquier manera. La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás. No es una alegría que se vive y se mantiene a base de olvidar a quienes sólo conocen una vida desgraciada.
La alegría pascual es otra cosa. Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap. 21,4). Un día, todo eso habrá pasado.
Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, no dejamos conmover y afectar por su dolor, dejamos que nos incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos vuelve insensibles. Nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad hasta el fin de los tiempos. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando al Pascua del Señor sino nuestro propio egoísmo.
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