En un cuento hasídico recogido por Martin Buber y que tiene como título «El juego del escondite», el nieto de Rabí Baruch, un anciano rabino, jugaba un día al escondite con otro niño. Estuvo escondido mucho tiempo pensando que su compañero le estaba buscando hasta que, cansado de esperar, salió de su escondite y corrió llorando a contarle a su abuelo, el anciano rabí, que su amigo ni siquiera se había puesto a buscarle. Los ojos de Rabí Baruch se llenaron también de lágrimas y dijo: «Eso es también lo que dice el Señor: “Me escondo y nadie me busca…”».
«Se apareció Jesús»
En los relatos pascuales de los Evangelios hay algo de este juego: el Resucitado aparece repentinamente «bajo otra figura» a dos discípulos, como dice Marcos (16,12), se acerca bajo la apariencia de un peregrino a los de Emaús (Le 24,15) o de un jardinero a María Magdalena (Jn 20,11-15). El resucitado aparece como quien desaparece. Es el mismo Jesús, pero no es lo mismo. La nueva presencia abre los ojos de los discípulos; les hace ver y entender de una manera nueva. Les hace pasar del miedo y de la duda a la confianza.
Es el tránsito del «no conocer» al «reconocer» lo que envuelve a los discípulos en el dinamismo pascual y los hace pasar de un estado de indigencia a otro en el que les desborda la plenitud del gozo. En la escena del lago (Jn 21,1-14), la fatiga estéril de los pescadores en la noche es su manera de experimentar la ausencia de un Jesús que se esconde. El «no» con que responden a la pregunta del desconocido que está en la orilla y pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?», resume una situación cerrada, y casi les arranca una confesión de conciencia desdichada de la que no parece haber salida.
Es de noche en medio del lago. Y ellos están buscando al Maestro sin saberlo.
«¡Es el Señor!»
El amanecer acompaña la presencia de Jesús en la orilla y el dato de la luz nos introduce en una situación nueva y abierta: comienza el día, se escucha una palabra y la red desborda de peces. La luz llega a los ojos de Juan y le hace salir de la oscuridad y entrar en el reconocimiento: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7).
Pedro salta al agua porque reconocer en Israel no pertenece sólo al ámbito de la inteligencia, sino que afecta y compromete la vida entera: conocer al Señor es conocer su interpelación, es entrar en una relación de obediencia rendida.
El final de la escena refleja la situación transfigurada: el trabajo se ha vuelto fecundo, los discípulos se apiñan en torno a aquél que ha congregado su dispersión y ha vuelto a reunirlos en una comida fraterna. La conversión a la que convoca la Pascua está insinuada en un verbo ya familiar: «Ninguno se atrevía a preguntarle: ¿quién eres?, porque sabían que era el Señor» (Jn 21,12).
«Es gloria de Dios ocultar un proyecto, es gloria de reyes descubrirlo» (Prov 25,2) sentenciaba la sabiduría tradicional.
La novedad de la Pascua va más allá del viejo proverbio: la verdadera gloria está en acoger con asombro agradecido que, cuando jugamos con Dios, el juego termina en encuentro pero no como fruto del esfuerzo de nuestra búsqueda, sino como un regalo inmerecido.
«Se apareció Jesús»
En los relatos pascuales de los Evangelios hay algo de este juego: el Resucitado aparece repentinamente «bajo otra figura» a dos discípulos, como dice Marcos (16,12), se acerca bajo la apariencia de un peregrino a los de Emaús (Le 24,15) o de un jardinero a María Magdalena (Jn 20,11-15). El resucitado aparece como quien desaparece. Es el mismo Jesús, pero no es lo mismo. La nueva presencia abre los ojos de los discípulos; les hace ver y entender de una manera nueva. Les hace pasar del miedo y de la duda a la confianza.
Es el tránsito del «no conocer» al «reconocer» lo que envuelve a los discípulos en el dinamismo pascual y los hace pasar de un estado de indigencia a otro en el que les desborda la plenitud del gozo. En la escena del lago (Jn 21,1-14), la fatiga estéril de los pescadores en la noche es su manera de experimentar la ausencia de un Jesús que se esconde. El «no» con que responden a la pregunta del desconocido que está en la orilla y pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?», resume una situación cerrada, y casi les arranca una confesión de conciencia desdichada de la que no parece haber salida.
Es de noche en medio del lago. Y ellos están buscando al Maestro sin saberlo.
«¡Es el Señor!»
El amanecer acompaña la presencia de Jesús en la orilla y el dato de la luz nos introduce en una situación nueva y abierta: comienza el día, se escucha una palabra y la red desborda de peces. La luz llega a los ojos de Juan y le hace salir de la oscuridad y entrar en el reconocimiento: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7).
Pedro salta al agua porque reconocer en Israel no pertenece sólo al ámbito de la inteligencia, sino que afecta y compromete la vida entera: conocer al Señor es conocer su interpelación, es entrar en una relación de obediencia rendida.
El final de la escena refleja la situación transfigurada: el trabajo se ha vuelto fecundo, los discípulos se apiñan en torno a aquél que ha congregado su dispersión y ha vuelto a reunirlos en una comida fraterna. La conversión a la que convoca la Pascua está insinuada en un verbo ya familiar: «Ninguno se atrevía a preguntarle: ¿quién eres?, porque sabían que era el Señor» (Jn 21,12).
«Es gloria de Dios ocultar un proyecto, es gloria de reyes descubrirlo» (Prov 25,2) sentenciaba la sabiduría tradicional.
La novedad de la Pascua va más allá del viejo proverbio: la verdadera gloria está en acoger con asombro agradecido que, cuando jugamos con Dios, el juego termina en encuentro pero no como fruto del esfuerzo de nuestra búsqueda, sino como un regalo inmerecido.
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