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sábado, 10 de abril de 2010

Evangelio Misionero del Día: Domingo 11 de Abril - DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA - DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA


Dichosos los que creen sin ver

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-31

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes!
Como el Padre me envió a mí,
Yo también los envío a ustedes».

Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen,
y serán retenidos
a los que ustedes se los retengan».

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré».
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe».
Tomás respondió:
«¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
«Ahora crees, porque me has visto.
¡Felices los que creen sin haber visto!»

Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

Compartiendo la Palabra
Por Pedro Garcia cmf

Cuando escuchamos el Evangelio de este día, y contemplamos la actitud de Tomás, pasamos un rato casi divertido. Porque en Tomás, testarudo y simpático, nos vemos retratados a perfección cada uno de nosotros respecto de nuestra fe.
Recordamos una vez más esta página aleccionadora.
Acaba de resucitar Jesús, y aquella misma tarde se aparece a los discípulos. Tomás no está entre ellos, y, al llegar, le dicen jubilosos:
- ¡Hemos visto al Señor! ¡Qué lástima que no estabas!...
Tomás no les hace caso. Se encierra en su negativa, y no hay quien le saque de las suyas. - Mientras yo no meta mis dedos en las llagas de su clavos, y no introduzca mi mano en la llaga de su costado, ¡yo no creo!...
Y así toda la semana. El domingo, nueva aparición del Señor, que se dirige al discípulo obstinado:
- ¡Ven aquí, Tomás! Trae tus dedos y mételos en mis manos agujereadas. Venga tu mano, y métela aquí, hasta el corazón. Cree a los demás, que te dan testimonio. Y no seas infiel, sino creyente.
El pobre Tomás se rinde, y cae a sus pies exclamando:
- ¡Señor mío, y Dios mío!
Pero Jesús quiere sacar para nosotros la mejor de las lecciones, y le contesta con una novena bienaventuranza, vamos a llamarla así:
- ¿De manera, Tomás, que crees porque has visto?... ¡Dichosos los que crean sin ver!
Sí; dichosos nosotros.
El apóstol San Pedro, testigo de esta escena de Jesús con el compañero Tomás, nos escribirá años más tarde, cuando ya sea viejo, sobre nuestra fe y nuestro amor a Jesús:
- No lo habéis visto, y lo amáis. No lo veis ahora, y creéis en él. Creyendo, os llenaréis de una alegría inenarrable y colmada de gloria, al conseguir vuestra salvación, como premio de vuestra fe.
Ahora vienen nuestras preguntas.
¿Nos dice algo la actitud de Tomás? ¿Han acabado los incrédulos en el mundo, y hasta dentro de la misma Iglesia? ¿Es tan firme nuestra fe, que no necesitamos ningún milagro para creer? ¿Nos sentimos felices, precisamente porque no vemos? Si nos dijeran si queremos ver y comprobar algún milagro, ¿cuál sería nuestra actitud?... ¿Estamos dispuestos a emprender en el mundo una nueva cruzada de fe?...
Muchas preguntas, que se resuelven todas en lo mismo: no necesitamos milagros para creer. No queremos ver, precisamente porque queremos creer. Preferimos con mucho la fe a visiones que nos quitarían el mérito de la fe ante Dios. Porque glorifica inmensamente a Dios el que nos fiemos en todo de Él, muchas veces contra el parecer de nuestro menguado entendimiento.
No; a Jesús no lo veremos nunca en este mundo.
Una vez resucitado y subido al Cielo, solamente Pablo lo llegó a ver ante las puertas de Damasco, porque era Pablo un elegido para ser apóstol, y el apóstol tenía que ser testigo de la Resurrección del Señor.
En las demás apariciones privadas a particulares, podemos creer y podemos dejar de creer.
Es interesante a este propósito la anécdota célebre de San Luis, Rey de Francia. Le avisan que en la iglesia próxima se ha aparecido Jesús en la Santa Hostia y que sigue viéndose al Señor: ¡que vaya, que vaya pronto para contemplarlo! Aquel Rey guerrero y santo, responde resuelto: Que vayan los que no tienen fe. Yo no lo quiero ver.
Entonces, ¿tenemos que resignarnos en la Iglesia a no sentir a Jesucristo? Esta es una pregunta muy diferente. Aquí, sentir significa algo muy diferente de ver. Sentir, en este caso, significa que reconocemos la presencia del Señor mediante los signos que Él mismo nos ha dejado.
* Escuchamos su palabra, leída en el Evangelio y proclamada por la Iglesia. ¿No percibimos entonces la voz de Jesús, que se dirige a todos, y que me habla personalmente a mí?...
* Vivimos todos los hermanos en la Iglesia como en una familia, la familia y el pueblo de Dios, que rezamos y cantamos juntos. ¿No sentimos la presencia del que dijo: donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos?...
* Sobre todo, si vemos partir el pan, y oímos decir al Sacerdote, autorizado por Jesucristo, las mismas palabras de la Ultima Cena, Esto es mi cuerpo, este soy yo. Haced esto que yo hago, como memorial mío. ¿No reconocemos, igual que los de Emaús, la presencia de Jesús, y estallamos como ellos: Si es Él?...
Resulta formidable vernos objeto de las miradas complacidas de Jesucristo. Estar con Él. Hablar con Él. Dejarse amar de Él. Y, sin embargo, decir y hacer todo esto sin ver nada... Nosotros no vemos, pero Él sí que ve. Y se siente orgulloso de que tengamos tanta confianza en Él. Le hacemos el mayor de los honores cuando le decimos: ¡No veo! Pero Tú lo has dicho y yo tengo bastante...
Nos cae muy simpático Tomás, cuando dice testarudo: ¡Si no veo, no creo! Pero preferimos al Tomás que se rinde, y hacemos totalmente nuestras sus palabras: ¡Señor mío y Dios mío!...
¡Sí, Señor Jesucristo! Nosotros creemos en ti, aunque no veamos. Más, es que no queremos ver. Preferimos fiarnos de tu palabra. ¿Verte cara a cara? ¡Ya nos llegará el día!...

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