Por A. Pronzato
La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que al pasar Pedro, su sombra por lo menos cayera sobre alguno... (Hech 5,12-16).
... Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte... (Ap 1,9-11.12-13.17-19).
...Dichosos los que crean sin haber visto... (Jn 20, 19-31).
La liturgia de la palabra de hoy nos facilita algunas sugerencias para comprender la realidad de la Iglesia.
La grandiosa visión con que se abre el libro del Apocalipsis (segunda lectura) tiene una resonancia típicamente pascual.
El Hijo del hombre está en el centro, como personaje principal. Su figura asume un relieve excepcional en todo el Apocalipsis, que intenta darnos precisamente la idea de Cristo resucitado, presente y operante de manera eficaz en la Iglesia. Es el Cristo victorioso, que triunfa sobre el mal en el mundo.
Cristo, cordero inmolado, representa pues el centro -luminoso y dinámico- del Apocalipsis.
La visión de hoy comienza con un fenómeno sonoro, «oí a mis espaldas una voz potente». Consiguientemente Cristo se aparece a Juan, envuelto en majestad y gloria, en un contexto que calca el culto imperial. Está en medio de siete lámparas (las siete Iglesias).
Un detalle significativo: el Cristo del Apocalipsis es inseparable de la Iglesia, de la que es cabeza, una Iglesia encarnada en el mundo. Y las siete cartas no son otra cosa que el mensaje del Señor dirigido a las siete Iglesias. Cristo, además de estar en el centro de su unidad, es también la fuente de su luz.
El Hijo del hombre, después de haber disipado el temor de su discípulo, apoyando sobre él la mano derecha, se presenta como el Viviente. La aparición, pues, no es para la muerte, sino para la vida. El Viviente no puede ser más que fuente de la vida.
Se define como principio y fin de todo, «Yo soy el primero y el último». Es anterior a todas las cosas creadas, y representa la palabra última, definitiva, de toda la realidad existente.
Sobre todo, no puede ser confinado en el pasado, sino que quiere ser el Cristo de hoy. «Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte».
He ahí, pues, precisado el significado del señorío de Cristo sobre la Iglesia: es el eterno Viviente, fuente y culmen de todo, tiene las llaves de la vida, tiene poder sobre todo y sobre todos, juzga la historia.
Cuando el vidente de Patmos escribe, la Iglesia se encuentra investida por la tormenta de la persecución. Pero sus palabras expresan la certeza de que Jesús Resucitado camina con la Iglesia también en medio de las tinieblas y de las tempestades más furibundas. Y esto representa el fundamento de la esperanza y la garantía de la victoria para el creyente. La Iglesia que se agarra a su Señor nunca puede ser vencida, si bien sus éxitos no se miden ciertamente con criterios humanos.
Así pues, la Iglesia, antes de ser lugar del culto, de la doctrina, de la moral, de la tradición, de la religión misma, es esencialmente el lugar de la fe en Cristo resucitado.
La Iglesia no se caracteriza por su organización (sociedad perfecta...), sino por la alabanza que se eleva desde ella y se dirige al poder del Cordero inmolado, que triunfa sobre las tinieblas y la muerte.
La primera lectura (el llamado «tercer sumario» del libro de los Hechos de los apóstoles) nos presenta un cuadro -un poco idealizado- de la primera comunidad cristiana.
En esta panorámica, podemos captar esquemáticamente los siguientes rasgos:
-actividad prodigiosa de los apóstoles y de Pedro en particular -unión fraterna en la oración y en la vida
-favor popular al que hace de contrapunto la hostilidad y la hipocresía de los ambientes oficiales
-eficacia misionera.
Todo sirve para subrayar un hecho fundamental: «La primera comunidad cristiana de Jerusalén se ha encauzado por el camino del testimonio público que se realiza a través de dos momentos: los hechos y la palabra. Ahora es el tiempo de los hechos» (R. Fabris).
Como Jesús de Nazaret ha pasado «haciendo el bien y sanando» (Hech 10,38), así actúan sus testigos cualificados, que de esta manera se revelan portadores no sólo de su mensaje, sino del «poder» de su Espíritu.
La escena de Pedro que pasa por en medio de las plazas abarrotadas de enfermos puestos «en catres y camillas» es sugestiva. La gente se contentaba con que «su sombra por lo menos cayera sobre alguno».
Aquí se puede vislumbrar una esperanza contaminada de magia. Pero el detalle de la sombra remite, quizás, a la nube que acompaña y protege al pueblo del Exodo durante la travesía del desierto. Consiguientemente la sombra simboliza la liberación de todas las potencias del mal que mantienen al hombre esclavo.
Tenemos, por esto, la posibilidad de fijar el segundo dato: la Iglesia como lugar de liberación. La Iglesia como puerto de consuelo para todos los hombres víctimas del sufrimiento, de la injusticia, del mal en sus diversas formas. La Iglesia como lugar de acogida de los últimos, de los excluidos, de los desesperados, de los descalificados, de los dispersos, de los no-amados.
Pero la Iglesia no es sólo el lugar de la liberación de los males físicos. Ha recibido de su Señor también el poder de liberar del mal que ataca al ser en su totalidad: el pecado.
Por eso la escena de los Hechos se une estrechamente a la aparición en el cenáculo la tarde misma de pascua. Jesús Resucitado dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Poco importa, a este respecto, que los exegetas no se hayan puesto todavía de acuerdo en si los destinatarios de este don-poder son sólo los apóstoles o la comunidad en general.
Permanece el hecho de que la «paz» deseada por Jesús Resucitado encuentra su expresión fundamental en la posibilidad de reconciliación ofrecida a la Iglesia, que se convierte así en el lugar de la liberación total del hombre.
Pero la página del evangelio pone en evidencia un tercer elemento peculiar en la estructura de la Iglesia: el crecimiento en la fe.
Digo crecimiento porque Cristo resucitado encuentra a sus apóstoles que no han superado definitivamente los exámenes de la fe. No me refiero exclusivamente a Tomás, aunque es verdad que ocupa un lugar destacado en la narración. También los otros apóstoles encuentran dificultades para creer.
Juan ha preferido concentrar sobre Tomás la «resistencia» a la fe. El final de Marcos, sin embargo, precisa: «Se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad...» (Mc 16,14). Y Mateo: «... pero algunos dudaron» (Mt 28,17).
Advierte acertadamente J. Perron que este aspecto no es un elemento psicológico, sino de orden teológico. «Se trata, en efecto, de poner de relieve un aspecto esencial de la fe pascual: lejos de ser fruto de una fácil exaltación, representa una victoria que Jesús Resucitado mismo debe conseguir sobre la duda que ha paralizado a sus amigos».
Toda la Iglesia llega progresivamente, en medio de dudas, perplejidades, extravíos, rechazos, al grito de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».
La Iglesia, a su vez, está encargada de ejercer una pedagogía de la fe. Una pedagogía que no es una planificación de la fe, con esquemas obligados, tiempos de maduración rígidamente prefijados, vencimientos definitivos.
La fe es obra del Espíritu en el corazón de cada persona, no el producto de una cadena de montaje.
Al favorecer el crecimiento de la fe, la comunidad debe tener en cuenta los ritmos, las exigencias, los itinerarios de cada uno. Crecimiento no quiere decir crianza y ni siquiera adiestramiento. La meta final es única: «¡Señor mío y Dios mío!». Pero los caminos para llegar son muy diferentes.
La Iglesia no acoge a los perfectos en la fe (además, ¿quiénes son? ¿y qué es una fe verdadera? ¿y quién establece con exactitud cuál es la fe químicamente o teológicamente pura?). Tiene las puertas abiertas de par en par para los que buscan, se preguntan, luchan, se debaten en la incertidumbre, persiguen a trompicones, y caminando fatigosamente, un rayo de luz. Una búsqueda dolorosa puede ser más auténtica que una posesión que provoca el letargo o la esclerosis.
En la Iglesia hay espacio para los que llegan primero. Pero también para los retardatarios como Tomás.
Resumiendo, tenemos la Iglesia como:
-lugar de la fe en el poder de Jesús Resucitado
-lugar de la liberación total (enfermedad y pecado) o de la acogida
-lugar del crecimiento.
Podemos decir también que la comunidad de los cristianos deja espacio:
-a Cristo (figura central)
-al sufrimiento
-a la búsqueda.
En el fondo, son estos los signos más convincentes que la Iglesia debe presentar, si quiere manifestar la presencia en ella de Cristo resucitado.
De estos «signos» se puede decir que tienen la misma función que los registrados por Juan en su libro: «para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre».
p
... Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte... (Ap 1,9-11.12-13.17-19).
...Dichosos los que crean sin haber visto... (Jn 20, 19-31).
La liturgia de la palabra de hoy nos facilita algunas sugerencias para comprender la realidad de la Iglesia.
La grandiosa visión con que se abre el libro del Apocalipsis (segunda lectura) tiene una resonancia típicamente pascual.
El Hijo del hombre está en el centro, como personaje principal. Su figura asume un relieve excepcional en todo el Apocalipsis, que intenta darnos precisamente la idea de Cristo resucitado, presente y operante de manera eficaz en la Iglesia. Es el Cristo victorioso, que triunfa sobre el mal en el mundo.
Cristo, cordero inmolado, representa pues el centro -luminoso y dinámico- del Apocalipsis.
La visión de hoy comienza con un fenómeno sonoro, «oí a mis espaldas una voz potente». Consiguientemente Cristo se aparece a Juan, envuelto en majestad y gloria, en un contexto que calca el culto imperial. Está en medio de siete lámparas (las siete Iglesias).
Un detalle significativo: el Cristo del Apocalipsis es inseparable de la Iglesia, de la que es cabeza, una Iglesia encarnada en el mundo. Y las siete cartas no son otra cosa que el mensaje del Señor dirigido a las siete Iglesias. Cristo, además de estar en el centro de su unidad, es también la fuente de su luz.
El Hijo del hombre, después de haber disipado el temor de su discípulo, apoyando sobre él la mano derecha, se presenta como el Viviente. La aparición, pues, no es para la muerte, sino para la vida. El Viviente no puede ser más que fuente de la vida.
Se define como principio y fin de todo, «Yo soy el primero y el último». Es anterior a todas las cosas creadas, y representa la palabra última, definitiva, de toda la realidad existente.
Sobre todo, no puede ser confinado en el pasado, sino que quiere ser el Cristo de hoy. «Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte».
He ahí, pues, precisado el significado del señorío de Cristo sobre la Iglesia: es el eterno Viviente, fuente y culmen de todo, tiene las llaves de la vida, tiene poder sobre todo y sobre todos, juzga la historia.
Cuando el vidente de Patmos escribe, la Iglesia se encuentra investida por la tormenta de la persecución. Pero sus palabras expresan la certeza de que Jesús Resucitado camina con la Iglesia también en medio de las tinieblas y de las tempestades más furibundas. Y esto representa el fundamento de la esperanza y la garantía de la victoria para el creyente. La Iglesia que se agarra a su Señor nunca puede ser vencida, si bien sus éxitos no se miden ciertamente con criterios humanos.
Así pues, la Iglesia, antes de ser lugar del culto, de la doctrina, de la moral, de la tradición, de la religión misma, es esencialmente el lugar de la fe en Cristo resucitado.
La Iglesia no se caracteriza por su organización (sociedad perfecta...), sino por la alabanza que se eleva desde ella y se dirige al poder del Cordero inmolado, que triunfa sobre las tinieblas y la muerte.
La primera lectura (el llamado «tercer sumario» del libro de los Hechos de los apóstoles) nos presenta un cuadro -un poco idealizado- de la primera comunidad cristiana.
En esta panorámica, podemos captar esquemáticamente los siguientes rasgos:
-actividad prodigiosa de los apóstoles y de Pedro en particular -unión fraterna en la oración y en la vida
-favor popular al que hace de contrapunto la hostilidad y la hipocresía de los ambientes oficiales
-eficacia misionera.
Todo sirve para subrayar un hecho fundamental: «La primera comunidad cristiana de Jerusalén se ha encauzado por el camino del testimonio público que se realiza a través de dos momentos: los hechos y la palabra. Ahora es el tiempo de los hechos» (R. Fabris).
Como Jesús de Nazaret ha pasado «haciendo el bien y sanando» (Hech 10,38), así actúan sus testigos cualificados, que de esta manera se revelan portadores no sólo de su mensaje, sino del «poder» de su Espíritu.
La escena de Pedro que pasa por en medio de las plazas abarrotadas de enfermos puestos «en catres y camillas» es sugestiva. La gente se contentaba con que «su sombra por lo menos cayera sobre alguno».
Aquí se puede vislumbrar una esperanza contaminada de magia. Pero el detalle de la sombra remite, quizás, a la nube que acompaña y protege al pueblo del Exodo durante la travesía del desierto. Consiguientemente la sombra simboliza la liberación de todas las potencias del mal que mantienen al hombre esclavo.
Tenemos, por esto, la posibilidad de fijar el segundo dato: la Iglesia como lugar de liberación. La Iglesia como puerto de consuelo para todos los hombres víctimas del sufrimiento, de la injusticia, del mal en sus diversas formas. La Iglesia como lugar de acogida de los últimos, de los excluidos, de los desesperados, de los descalificados, de los dispersos, de los no-amados.
Pero la Iglesia no es sólo el lugar de la liberación de los males físicos. Ha recibido de su Señor también el poder de liberar del mal que ataca al ser en su totalidad: el pecado.
Por eso la escena de los Hechos se une estrechamente a la aparición en el cenáculo la tarde misma de pascua. Jesús Resucitado dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Poco importa, a este respecto, que los exegetas no se hayan puesto todavía de acuerdo en si los destinatarios de este don-poder son sólo los apóstoles o la comunidad en general.
Permanece el hecho de que la «paz» deseada por Jesús Resucitado encuentra su expresión fundamental en la posibilidad de reconciliación ofrecida a la Iglesia, que se convierte así en el lugar de la liberación total del hombre.
Pero la página del evangelio pone en evidencia un tercer elemento peculiar en la estructura de la Iglesia: el crecimiento en la fe.
Digo crecimiento porque Cristo resucitado encuentra a sus apóstoles que no han superado definitivamente los exámenes de la fe. No me refiero exclusivamente a Tomás, aunque es verdad que ocupa un lugar destacado en la narración. También los otros apóstoles encuentran dificultades para creer.
Juan ha preferido concentrar sobre Tomás la «resistencia» a la fe. El final de Marcos, sin embargo, precisa: «Se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad...» (Mc 16,14). Y Mateo: «... pero algunos dudaron» (Mt 28,17).
Advierte acertadamente J. Perron que este aspecto no es un elemento psicológico, sino de orden teológico. «Se trata, en efecto, de poner de relieve un aspecto esencial de la fe pascual: lejos de ser fruto de una fácil exaltación, representa una victoria que Jesús Resucitado mismo debe conseguir sobre la duda que ha paralizado a sus amigos».
Toda la Iglesia llega progresivamente, en medio de dudas, perplejidades, extravíos, rechazos, al grito de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».
La Iglesia, a su vez, está encargada de ejercer una pedagogía de la fe. Una pedagogía que no es una planificación de la fe, con esquemas obligados, tiempos de maduración rígidamente prefijados, vencimientos definitivos.
La fe es obra del Espíritu en el corazón de cada persona, no el producto de una cadena de montaje.
Al favorecer el crecimiento de la fe, la comunidad debe tener en cuenta los ritmos, las exigencias, los itinerarios de cada uno. Crecimiento no quiere decir crianza y ni siquiera adiestramiento. La meta final es única: «¡Señor mío y Dios mío!». Pero los caminos para llegar son muy diferentes.
La Iglesia no acoge a los perfectos en la fe (además, ¿quiénes son? ¿y qué es una fe verdadera? ¿y quién establece con exactitud cuál es la fe químicamente o teológicamente pura?). Tiene las puertas abiertas de par en par para los que buscan, se preguntan, luchan, se debaten en la incertidumbre, persiguen a trompicones, y caminando fatigosamente, un rayo de luz. Una búsqueda dolorosa puede ser más auténtica que una posesión que provoca el letargo o la esclerosis.
En la Iglesia hay espacio para los que llegan primero. Pero también para los retardatarios como Tomás.
Resumiendo, tenemos la Iglesia como:
-lugar de la fe en el poder de Jesús Resucitado
-lugar de la liberación total (enfermedad y pecado) o de la acogida
-lugar del crecimiento.
Podemos decir también que la comunidad de los cristianos deja espacio:
-a Cristo (figura central)
-al sufrimiento
-a la búsqueda.
En el fondo, son estos los signos más convincentes que la Iglesia debe presentar, si quiere manifestar la presencia en ella de Cristo resucitado.
De estos «signos» se puede decir que tienen la misma función que los registrados por Juan en su libro: «para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre».
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