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jueves, 8 de abril de 2010

Jesús, un muerto sin tumba. La vida de los asesinados



En esta Semana de Pascua quiero ofrecer una meditación cristiana sobre la tumba de Jesús, la tumba o fosa se muerte que él ha compartido con los asesinados y rechazados de la historia humana, para recordar que en ella y por ella él ha triunfado de la muerte, liberando a los que están (y siguen estando) cautivos en ella. En este contexto he recordado que gran parte de las religiones han sido formas de sacralizar a los muertos, para impedirles que vivan.

Solemos echar sobre los muertos una losa, les encerramos bien, para que no salgan, para que así que los quedamos podamos seguir viviendo, como si nada hubiera pasado, hasta que al final nos entierren también a nosotros o nos quemen en un horno, para que todos muramos y continúa sólo la historia de violencia asesina sobre el mundo. Pero Jesús y los que han muerto con él no han terminado así: no pudieron arrojarles a una tumba, para que nos salieran, sino que ellos viven, como indicaré evocando algunos rasgos sorprendentes y gozosos de la tradición cristiana de pascua.

Lo que ofrezco es sólo una meditación, no un “dogma de fe”; es una reflexión gozosa, no una imposición teológica. Otros cristianas verán las cosas de manera diferente. Yo las veo así, así me sirven, con gran parte de la exégesis actual. No quiero criticar otras posturas, sino sólo confesar aquella que, a mi juicio, resulta más coherente, más acorde a los datos exegéticos y al evangelio de Jesús, que es anuncio de Vida, no resignación de muerte. Por eso, en contra de lo que algunos pudieran pensar, no niego la resurrección de Jesús, sino que intento situarla mejor, en su lugar histórico, desde la fosa común donde son arrojados los crucificados de la historia humana, para afirmar de esa manera la fe del evangelio.



(1) Jesús, un Mesías sin tumba. Para sus primeros seguidores, Jesús fue un muerto sin tumba; su memoria no estuvo vinculada a un monumento donde se guardaron y veneraron por siglos sus huesos, como sucede en tantos monumentos que llenan el duro valle de Josafat (o de la Gehenna), junto a Jerusalén. En ese sentido, los cristianos comienzan su andadura de fe con un «menos» (no tienen ni siquiera el consuelo de la tumba). Pero ese menos se ha trasformado en un gran «más»: no tienen una tumba de Jesús porque «le tienen a él todo entero», animándoles a retomar el camino del Reino. Desde ese fondo pueden entenderse algunos textos centrales de los evangelios en los que Jesús había condenado la religión de los sepultureros aprovechados: «Deja que los muertos entierren a los muertos…» (Lc 9, 59-60; cf. Mt 8, 21-22). «Ay de vosotros que edificáis los sepulcros de los profetas…» (Lc 11, 47-48; cf. Mt 23, 29-32). Jesús, que protestaba contra los constructores violentos de tumbas, no ha comprado en Jerusalén una parcela donde pudieran enterrarle, ni ha podido desear que le construyan una tumba. No ha muerto para dejar un monumento glorioso, sino para seguir viviendo en los pobres que mueren y esperan el Reino de Dios.



(2) La religión de los sepulcros blanqueados. Como acabo de indicar, Jesús criticó la religión de los «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27), propia de aquellos que elevan tumbas hermosas a los asesinados (religión de muerte) para seguir siendo asesinos (religión que mata). Los que edifican sepulcros suponen que están honrando la memoria de los muertos, pero hacen algo muy distinto: en el fondo quieren enterrar mejor a los asesinados, aprovechando su memoria para seguir imponiendo su violencia (es decir, para matar a los profetas del presente). El evangelio de Mateo ha insistido en el tema, aplicándolo a los escribas y fariseos (que no son simple judíos, que pueden querer ser cristianos): «Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32). Al construir los monumentos de los mártires, diciendo que quieren distanciarse de sus padres asesinos (que mataron a los profetas), los hijos de los asesinos siguen aprobando la violencia de los padre viviendo de ella. Necesitamos matar para así mantenernos nosotros. En ese sentido, nuestra misma estructura social viene a mostrarse como culto a la muerte. Primero matamos y después (al mismo tiempo) divinizamos o sacralizamos a los muertos, para así justificarnos. Caminamos sobre los cadáveres de los que matamos y enterramos. Así dijo Jesús, por eso le mataron.



(2) No tuvo sepultura honrada. El «santo» entierro. La tradición más antigua es muy sobria y sólo dice que Jesús «fue enterrado» (1 Cor 15, 4), afirmando así que murió del todo (no puro revivir, como algunos han dicho, para marcharse a cualquier Cachemira). Algunos cristianos posteriores han querido saber dónde se hallaba su tumba, suponiendo que debía ser «honorable», como aquellas que se hacían construir los hombres ricos de Jerusalén. Pero, en contra de esa posibilidad (de que Jesús tuviera una tumba honorable) se viene elevando desde antiguo un argumento muy sólido: los romanos solían dejar que los ajusticiados públicos quedaran sobre el patíbulo, para escarmiento público, o los arrojaban a una fosa común donde se consumían, sin cultos funerarios, también para escarmiento de otros posibles malhechores.

Teniendo eso en cuenta, son muchos los que afirman que Jesús no fue enterrado con honor, sino arrojado por los verdugos romanos a una tumba común, un pudridero para condenados, al que ningún hombre puro podía acercarse. De todas formas, conforme a la tradición de los evangelios, resulta más probable que le enterraran “los judíos”, es decir, las autoridades israelitas de Jerusalén, que pidieron a Pilato los cuerpos de los ajusticiados, pues, si no se enterraban, pasando al raso la noche, esos cuerpos manchaban la tierra y corrompían la ciudad, sobre todo en un tiempo de fiesta como Pascua (Jn 19, 31-37; cf. Dt 21, 22-23). Parece que Hech 13, 29 nos sitúa en esa misma línea, cuando afirma que «los judíos bajaron a Jesús de la cruz y lo enterraron». Habrían sido ellos, los judíos, los que enterraron a Jesús, con permiso de Pilatos (o de los romanos), por razones de pureza ritual. Fue de verdad un “santo entierro”: le bajaron de la cruz y le pusieron bajo tierra los mismos verdugos, para que todo pudiera seguir su curso, como si nada hubiera pasado.



(3) Críticamente, analizando bien los textos, se pueden trazar tres posibilidades, y las tres encuentran defensores entre los científicos actuales, cristianos o no cristianos:

(a) Los judíos pidieron a Pilatos que bajara de la cruz a los tres ajusticiados, pero fueron los mismos romanos quienes los enterraron, en alguna fosa común o sumidero para condenados, allá al lado, en algún hueco de la cantera abandonada de la crucifixión (bien analizada por los arqueólogos), llamada Gólgota o Lugar de Calavera (cf. Mc 15, 22; Lc 23, 33).

(b) Los judíos pidieron los cadáveres y ellos mismos los enterraron con prisa, antes que llegara el sábado pascual, sin unción ni ceremonia funerarias, en una fosa común de ajusticiados e impuros, no en el Gólgota, sino al otro lado, quizá en el valle de la Gehenna (lugar asociado al infierno). En este caso, lo mismo que en el anterior, los discípulos (las mujeres) podrían haber mirado de lejos el “santo entierro”, pero no les dejaron participar, ni pudieron después separar el cadáver de Jesús de los otros cadáveres, de manera que se quedaron «sin cuerpo».

(c) Pero tampoco se puede descartar la posibilidad de que Jesús tuviera una tumba “noble”, propia de José de Arimatea, un “judío bueno”, que le enterró en un sepulcro «puro», excavado en la roca, mientras las mujeres amigas miraban de lejos, sin poder acercarse. Los cristianos tuvieron que reconocer siempre que ellos no habían enterrado a Jesús: ¡No tenían autoridad para ello! Pero han podido decir que le enterró un buen judío y que ellos (las mujeres) pudieron, al menos, mirar desde lejos. De esa forma, los cristianos podían decir que el sepulcro de Jesús fue el sepulcro limpio y puro, de un hombre muy rico (pues sólo los muy ricos tenían un sepulcro así en Jerusalén). Pero, en este caso, además de la improbabilidad histórica de un sepulcro rico como el de José de Arimatea, se plantean muchas preguntas. ¿Por qué sería «puro» un sepulcro nuevo y limpio, exclusivo para Jesús, mientras que una fosa común sería «impuro»?. Evangélicamente, mirada desde el evangelio y la cruz, es más pura una fosa común (¡el pudridero de los rechazados!) que el sepulcro de los ricos. Personalmente, pienso que una tumba rica para un Jesús pobre, ajusticiado como él fue, resulta al menos muy problemática (por no decir casi contradictoria). Es más coherente pensar, desde el punto de vista histórico y teológico, que Jesús murió y fe enterrado con los pobres de la historia, en la línea de Is 53, 9: «fue con los impíos su sepultura».



(4) No le encontraron en la tumba. Sea como fuere, a Jesús no le encontraron en la tumba, sea porque no se le podía separar de los otros cadáveres (hipótesis de la fosa común) o porque el sepulcro donde presumiblemente le había colocado el rico José de Arimatea se encontró vacío, por la causa que fuere. En un caso o en otro, las mujeres amigas, los amigos verdaderos (los discípulos) no pudieron encontrar el cadáver de Jesús, no pudieron embalsamarle y enterrarle con honores, para volver allí cada semana, cada año a celebrar su aniversario de muerte. Pues bien, Jesús acabó sin tumba propia, pero murió con amigos, quizá escondidos al principio, muy visibles luego.

Los primeros cristianos fueron un grupo de amigos sin cadáver, de enterradores sin entierro, de lamentadores sin cuerpo presente ante quien lamentarse. Vuelvo al tema de la tumba. La exégesis de los textos evangélicos no nos ofrece más datos, de manera que cada uno puede interpretarlos según su sentimiento. Personalmente, me siento mucho más cerca de la tradición de un entierro de judíos o romanos: pienso que unos u otros (¿unos y otros?) echaron el cadáver de Jesús en una fosa común, con los otros dos ajusticiados, una fosa donde estaba ya pudriéndose otros muchos expulsados de la vida, muertos sin honra, cuerpos sin bendiciones funerarias, sin monumentos gloriosos, como aquellos que Jesús condenó cuando entraba en Jerusalén y que aún hoy pueden verse en la parte baja del valle de Josafat, esperando orgullosamente la resurrección final.



(5) Jesús bajó al infierno… por su misma muerte. No le enterraron con gloria, al toque de trompeta, elevando sobre su cadáver una pirámide de honores o excavando para él un hipogeo de grandeza. No tuvo un funeral con jefes de estado y sacerdotes, con filas inmensas de de seguidores. Al contrario, los seguidores estaban en gran parte escondidos, las mujeres amigas sólo podían mirar de lejos… Le enterraron rápido, muy rápido, por puro oficio, los sepultureros oficiales, judíos o romanos, con ganas de acabar muy pronto, antes de que llegara la noche, casi a escondidas, por puro oficio, unos soldados romanos o los criados de los sacerdotes.

La vida histórica de Jesús acabó donde tenía que acabar: en la tumba común de los asesinados de la historia humana, al lado de los miles de expulsados, en la fosa común, de los que mueren y son expulsados, arrojados, aplastados, sin honor, en cualquier cuneta o pudridero de la humanidad triunfante. Allí quisieron echarlo, allí lo echaron con los otros dos crucificados (quizá con la ayuda de un hombre bueno, llamado José de Arimatea), para que los otros (¡los judíos y romanos triunfadores, nosotros!) pudiéramos seguir celebrando la vida orgullosa de una Pascua dedicada al Dios de la victoria de los «buenos». Pues bien, de esa manera, Jesús bajó al infierno de la historia humana, a través de la fosa común, para dar vida a los muertos, según confiesa estremecida la tradición cristiana (el credo romano).



(6) Lógicamente, no pudieron encontrar su cuerpo. ¿Cómo separar el cuerpo de Jesús de los otros cuerpos de los ajusticiados? ¿Cómo distinguir su carne rota de carne rota y de los huesos duros de los miles y miles de hombres y mujeres arrojados a la fosa común de una historia que expulsa a los muertos incómodos? Por eso, las mujeres de Mc 16, 1-8 pudieron mirar hacia su sepultura (hacia la fosa donde estaba su cadáver), pero encontrar su cuerpo, ni embalsamarlo con honor, ni llevarlo a casa, como quiso en locura de amor María Magdalena (Jn 20). No pudiera hacerlo simplemente porque era imposible hacerlo. Pero pronto descubrieron que la razón era mucho más profunda, una razón de Dios, razón de Vida y Pascua: No podían encontarle porque “no estaba allí”, porque se encontraba vivo, en la Vida del menaje que había proclamado, en la más intensa travesía del camino del Reino que había iniciado y sembrado en la tierra: ¡Si el grano de trigo no muere…! (Jn 12, 24).

De esa forma, lo que podía ser suprema maldición (¡la maldición de morir sin tener un buen entierro, de pudrirte sin tener una honrada sepultura!) vino a presentarse como bendición suprema, revelación del Dios de Jesucristo, en la línea de todo el evangelio ¿Cómo vas a encontrar el grano de trigo y guardarlo en una especie de vitrina, para que todos lo vean, si es que ya no existe separado, si es que se ha hecho espiga inmensa que se abre como pan para todos los pobres de la tierra? Jesús había penetrado ya en el abismo de la muerte, pero no para quedar allí. Por eso, no se le pudo enterrar en un glorioso sepulcro de mártir (como el de Mahoma en Medina, como el de los apóstoles en Roma, como el de Lenin en Moscú), pues su muerte se había trasformado en Vida para todos y en ellos (en nosotros) vivía y sigue viviendo. Y por eso el ángel de la pascua les dijo a las mujeres, en palabra de fe que nosotros seguimos escuchando: «No está aquí, id a Galilea, es decir, al camino de su vida….Allí le encontraréis, con aquellos y en aquellos que aceptan su historia» (cf. Mt 16, 7-8).



(7) Dios trasforma la muerte del justo en victoria de Vida. Desde ese fondo puede leerse el relato simbólico de Mt 28, 1-4 que evoca la acción escatológica de Dios, que ha empezado a romper las tumbas de la vieja historia de muerte, para ofrecer de esa manera una esperanza a los crucificados y muertos de la historia (cf. Mt 27, 51-53). Es muy difícil asegurar lo qué pasó físicamente con su cadáver, pero, según la tradición que hemos evocado, Jesús «bajó a los infiernos», entró hasta el fin en el reino de la podredumbre y muerte, para iniciar desde allí un camino de pascua (cf. 1 Pedro 3, 18-22).

Histórica y teológicamente, lo que importa no es una desaparición físico-biológica de su cadáver, sino la experiencia de vida y presencia de Jesús entre sus seguidores. Por eso, cuando los textos evangélicos (a partir de Marcos 15, 42-16, 8) hablan de una tumba honorable del Mesías, no están hablando de un hecho físico, sino de un misterio de fe: Dios mismo ha recogido a Jesús desde el abismo de la muerte, en la que ha penetrado, siendo enterrado con los crucificados y expulsados de la historia. El santo entierro de Jesús es el entierro de los muertos sin nombre, arrojados día a día al pudridero de las cunetas de la historia. La santa tumba de Jesús es “la muerte que se convierte en principio de vida”.

Jesús no está (¡no puede estar!) allí donde quisieron enterrarle rápidamente, para que su cuerpo no contaminara la tierra en un tiempo de Pascua. Por eso, los cristianos no somos guardianes de un sepulcro, sino mensajeros de la tumba vacía, que es semillero de Vida. Somos testigos de la Vida de Dios que resucita a los crucificados de la historia humana. Desde ese fondo, aunque tuviéramos la certeza de que a Jesús le enterraron en una tumba honorable, que apareció después vacía (sin que se pueda encontrar la causa de ello), deberíamos añadir que ese dato físico resulta secundario e incluso molesto para el evangelio de la Cruz cristiana.

El recuerdo de Jesús no está vinculado a una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni a un espíritu-fantasma, que actúa a través de otros personajes, que reciben su poder y pueden realizar así prodigios (como piensa Herodes, refiriéndose al Bautista; cf. Mc 6, 14-16). El recuerdo de Jesús se identifica con la vida de sus discípulos que expanden su evangelio, y con la vida de los pobres de la tierra, que siguen siendo arrojados y expulsados a sepulcros sin honor ni gloria, asesinados por el mismo sistema de poder que asesinó y arrojó a Jesús a una tumba infame.



(8) Conclusiones. Sentido histórico y teológico. Desde ese fondo se entienden, a mi juicio, los bellísimos relatos de los evangelios sobre la tumba vacía, que la Iglesia ha transmitido no como prueba histórica de la resurrección, sino como signo de la fe pascual, que ella confiesa, porque los cristianos “han visto a Jesús resucitado”. Lógicamente, esos textos poseen más valor simbólico que puramente físico. Por eso, en un plano de historia física (saber lo que pasó) y de biología (saber cómo se descompuso o desmaterializó el cadáver de Jesús) debemos tener mucha sobriedad, pues resulta difícil alcanzar conclusiones «científicas». Con los medios de la exégesis, parece difícil afirmar que Jesús tuvo un entierro honorable y que su tumba (propiedad de un rico y famoso judío) se encontró después vacía, sin que humanamente se pudiera saber lo que pasó.

Ciertamente, Jesús pudo tener una tumba rica, que después se halló vacía. Pero, a mi juicio, es más probable que fuera enterrado como un ajusticiado político peligroso y que ninguno de los suyos pudiera llegar hasta su tumba (que era maldita, quizá protegida por una prohibición), distinguiendo su cadáver, para separarlo y honrarlo, dejando allí a su suerte a los demás crucificados o ajusticiados, que se iban consumiendo sin honor. ¡No, Jesús nunca abandonaría a los demás ajusticiados, pues quiso compartir con ellos su suerte para siempre!

Sea como fuere, en uno u otro caso, tuviera tumba propia o no la tuviera, Jesús ha sido y sigue siendo para la iglesia un muerto sin tumba, un muerto que funda con su Vida la vida de la Historia. Por eso, hubiera tumba noble o no la hubiera, los cristianos tienen que abandonarla: Jesús no está allí, no es un cuerpo para monumentos, no es una momia santa, incorrupta o corrompida, sobre la que se pueden edificar grandes pirámides o basílicas, para enterrar así la llama de su vida. Jesús es un muerto que está Vivo, un muerto que ha empezado a resucitar en la fe de sus discípulos, en la vida de los hombres y mujeres que le aceptan, con todos los que han muerto y han sido sepultados como él en la fosa común de la historia. Pero no está vivo sólo en la fe de sus seguidores: está vivo en Dios, en el Dios que resucita a los muertos (cf. Rom 4, 23), en el Dios que ha revelado por él y en él la nueva historia de la Vida.

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