Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a encontrar con Jesús, el resucitado. Al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes.
Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia experiencia, ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las exégesis logrará devolver a la vida?
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso en que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma.
No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal. Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con Jesús resucitado de manera idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos impiden captar llamadas importantes de la vida?
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo la vida y le introduce en una existencia más clara y transparente?
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y está próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces mismas de nuestra propia vida?
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros ante Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada, objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto».
Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia experiencia, ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las exégesis logrará devolver a la vida?
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso en que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma.
No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal. Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con Jesús resucitado de manera idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos impiden captar llamadas importantes de la vida?
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo la vida y le introduce en una existencia más clara y transparente?
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y está próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces mismas de nuestra propia vida?
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros ante Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada, objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto».
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