Por A. Pronzato
...¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza... (Hech 5,27-32.40-41).
... Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder... (Ap 5,11-14).
...Muchachos, ¿tenéis pescado?... (Jn 21,1-19).
Las lecturas de hoy tienen dos polos: la misión de la Iglesia (Evangelio y Hechos) y la liturgia celestial descrita por el Apocalipsis. Una trayectoria que arranca del trabajo ordinario (la pesca), pasa a través de los contrastes con los que detentan el poder y desemboca en el himno de alabanza al Cordero.
Parecía que Juan había puesto el punto final a su libro en el capítulo 20, donde hay una conclusión perfecta. Y he ahí que encontramos este sorprendente apéndice, una especie de post-scriptum, que constituye precisamente el capítulo 21.
No es el caso de examinar las distintas hipótesis (¿intervención de un discípulo que ha querido «recuperar» un episodio particularmente significativo que no se había tenido en cuenta?). En el evangelio de Juan tenemos un prólogo, que tiene consistencia en sí mismo, y, por consiguiente, no debe extrañar que exista un final que forme una unidad aparte. El episodio precedente (aparición de Jesús Resucitado a los apóstoles y encuentro cara a cara con Tomás) se desarrollaba en casa, a puertas cerradas.
Aquí estamos al aire libre. Tenemos a la Iglesia en estado de misión (es más, en acto de misión). El intento del evangelista puede ser precisamente el de presentar un cuadro paradigmático de la misión de la Iglesia, al que será necesario hacer siempre referencia.
Podemos distinguir cuatro escenas:
-pesca infructuosa durante la noche (v.1-3);
-pesca con resultados estrepitosos por la mañana; gracias a la presencia de Jesús Resucitado (4-6);
-«reconocimiento» del Señor, encuentro y comida con él;
-coloquio con Pedro y confirmación de su función (15-19).
Es importante también la ambientación (sigo, a grandes líneas el análisis de Mateos y Barreto). El paisaje familiar del lago de Tiberíades. La barca. Los pescadores. Todo parece repetir el contexto de la primera llamada, tres años antes. Pero esta vez Jesús no es simplemente el «rabí», el Maestro. Es el Señor. La fe pascual permite reconocer en él al Hijo de Dios.
No se precisa el día. Como queriendo decir que siempre es tiempo de misión. E incluso las ocupaciones más ordinarias pueden ser el vehículo para la difusión del mensaje evangélico.
Ese estar juntos de los discípulos indica cómo la misión es siempre comunitaria y no un gesto aislado y autónomo de cada uno. «...Aquella noche no cogieron nada». Se busca el motivo en el símbolo de la noche. Falta la luz que es Cristo, no está ni su presencia ni su acción. Había dicho: «Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9,4-5). En la noche (o sea, en la ausencia de la luz que es Cristo) se pueden realizar las obras de los hombres, no las del Padre; se puede realizar un proyecto humano, no el divino.
La iniciativa fue de Pedro («me voy a pescar»), al que se le unieron otros seis («vamos también nosotros contigo»). Es la postura de autosuficiencia (la noche) lo que determina la infecundidad, el fracaso. Faltan los peces, faltan los frutos, porque falta la unión con él.
Han olvidado aquella advertencia: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Jesús se presenta, por la mañana, en la playa. Es el alba de un mundo nuevo.
«...Pero los discípulos no sabían que era Jesús». Ellos habían creado la noche, la habían querido y, todos reconcentrados en el propio trabajo, «cerrados» en su esfuerzo vano, no podían ver al Señor.
«Muchachos, ¿tenéis pescado?». La llamada, esta vez, interrumpe un trabajo infructuoso. La llamada les hace conscientes del fracaso. Es inútil trabajar sin él.
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Si falta la «sugerencia» del Espíritu, la Iglesia se pone en peligro de elegir siempre la parte equivocada. Para los judíos, el lado derecho es el de la bendición de Dios.
Así la pesca abundante se convierte en fruto de la generosidad divina, no del trabajo de los hombres. La «multitud de peces» ha sido arrastrada hasta la orilla gracias a la docilidad a la Palabra.
Y ahí está, finalmente, el reconocimiento por parte del «discípulo que Jesús tanto quería». Juan dice a Pedro:
-Es el Señor.
Podemos decir que las figuras de los dos discípulos indican dos primados diversos: el de la autoridad y el del amor. O, si se prefiere: la institución y la profecía. No están en contraste entre sí, ni tampoco en competencia. Uno tiene necesidad del otro. De todos modos es cierto que el amor ve mejor. El ojo de la profecía llega primero, resulta más perspicaz. Pedro es tardo para comprender, pero conserva su temperamento impulsivo y se tira al agua, decidido a alcanzar el primero al Señor. Cuando saltan a tierra también los otros, ven que Jesús ha encendido fuego y ha puesto a asar un pescado sobre las brasas.
No les ha acompañado en la pesca. Pero les ha atendido estando en la playa. Ahora les acoge al término de la misión, y se pone a su servicio. La referencia a la Eucaristía es bastante evidente. Pero un dato más: la comida prueba la realidad concreta de la presencia de Jesús resucitado. Y podrán testimoniar que han comido y bebido con él.
«Jesús les dice: Traed de los peces... ». Extraño. Ya había provisto él de pescado, y lo había puesto sobre el fuego. Y, sin embargo, es necesario llevarle también los peces que acaban de pescar.
He ahí la paradoja: Jesús ha cumplido todo, ha obtenido todo, ha dado el máximo fruto durante su misión terrena. Y, sin embargo, tiene necesidad de la misión de la Iglesia.
Desde otra perspectiva: solamente después de haberse dado a los otros, hecho don para los hermanos, trabajado a favor del hombre (he ahí la misión), se recibe el alimento ofrecido por Cristo, se convierte uno en comensal suyo. No tiene sentido comer con él, si no nos gastamos en favor de los demás.
«Vamos, almorzad». Más que un rendimiento de cuentas, es una fiesta convival.
«Toma el pan y se lo da». Jesús se convierte así en el centro del que irradia la fuerza, la vida y el amor que debe asimilar la comunidad para salir de nuevo fuera, en misión.
A1 final, Jesús toma a Pedro aparte. Parece el momento del rendimiento de cuentas. La triple pregunta remite a la triple negación. «Simón, ¿me amas más que éstos?». Para el Señor es suficiente que la experiencia negativa de Simón (ha vuelto el viejo nombre) no haya insensibilizado su capacidad de amar. Es importante que la cobardía no haya roto los lazos de amistad.
P. Bockel subraya cómo el «más que estos» se refiere más al futuro que al pasado. No ha sido elegido porque ama más que los otros. Sino que su elección le deberá llevar a un amor mayor. O sea, «la cualidad del amor debe ser proporcional a la responsabilidad de servicio».
«Apacienta mis corderos». El amor que Pedro, perdonado, debe a Jesús, deberá revertir sobre los demás. Así Pedro obtiene la confirmación de su primado.
Es cierto, ahora que ha experimentado la propia debilidad, que ha tenido necesidad del perdón, estará en disposición de comprender y compadecer a los hermanos, y se convertirá en «ministro de la paciencia de Cristo».
El texto de los Hechos de los apóstoles (primera lectura) nos presenta el interrogatorio de Pedro y de los apóstoles ante el sanedrín. Tendrían que haber callado, según las órdenes recibidas de las autoridades religiosas. Y, sin embargo, continúan difundiendo el mensaje de Jesús de Nazaret.
Es más, Pedro ofrece un retazo de predicación -aunque reducida a lo esencial- al mismo tribunal, después de haber precisado: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
Reivindica, en nombre de la fidelidad a la misión recibida del Señor, una libertad crítica frente a la autoridad humana que pretende constituirse en un absoluto. He ahí la gran novedad: «Dios ya no justifica, ya no consagra a los poderosos y a las autoridades de la tierra, sino que les "critica" y les juzga sobre la base de su fidelidad o no fidelidad al nuevo estatuto de la humanidad: el hombre libre para amar es responsable de su futuro».
Tenemos, pues, una misión bajo la enseña del coraje, de la firmeza, y un testimonio que incomoda y provoca. Se trata, naturalmente, de «un testimonio en el nombre de Jesús y no en el nombre propio o de una asociación propia».
Consecuencias: «Azotaron a los apóstoles... y los soltaron». Jesús no ha garantizado éxitos fáciles y tampoco privilegios. La misión es siempre arriesgada.
La liturgia celestial descrita en el texto del Apocalipsis (segunda lectura) se desarrolla ante «quien se sienta en el trono y el Cordero». Cristo aparece aquí como el cordero en referencia, probablemente, al Siervo de Yahvé que «era como cordero llevado al matadero» (Is 53,7). A través del don de sí mismo Jesús «quita el pecado del mundo». Y el fruto de su muerte permanece.
En la idea del Cordero tenemos la fusión de dos grandes líneas del antiguo testamento: la línea profética (Isaías) y la línea litúrgica del cordero pascual. «Como diciendo que en Cristo se cumple la historia y el culto».
«Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Todo lo que la Iglesia realiza, lo debe al poder de Cristo muerto y resucitado. Es lógico, pues, que la gloria vaya al Único que tiene derecho. La Iglesia no puede decir «la gloria para mí ...». Debe, por el contrario, unir el propio «Amén», convencido, al del coro celestial.
... Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder... (Ap 5,11-14).
...Muchachos, ¿tenéis pescado?... (Jn 21,1-19).
Las lecturas de hoy tienen dos polos: la misión de la Iglesia (Evangelio y Hechos) y la liturgia celestial descrita por el Apocalipsis. Una trayectoria que arranca del trabajo ordinario (la pesca), pasa a través de los contrastes con los que detentan el poder y desemboca en el himno de alabanza al Cordero.
Parecía que Juan había puesto el punto final a su libro en el capítulo 20, donde hay una conclusión perfecta. Y he ahí que encontramos este sorprendente apéndice, una especie de post-scriptum, que constituye precisamente el capítulo 21.
No es el caso de examinar las distintas hipótesis (¿intervención de un discípulo que ha querido «recuperar» un episodio particularmente significativo que no se había tenido en cuenta?). En el evangelio de Juan tenemos un prólogo, que tiene consistencia en sí mismo, y, por consiguiente, no debe extrañar que exista un final que forme una unidad aparte. El episodio precedente (aparición de Jesús Resucitado a los apóstoles y encuentro cara a cara con Tomás) se desarrollaba en casa, a puertas cerradas.
Aquí estamos al aire libre. Tenemos a la Iglesia en estado de misión (es más, en acto de misión). El intento del evangelista puede ser precisamente el de presentar un cuadro paradigmático de la misión de la Iglesia, al que será necesario hacer siempre referencia.
Podemos distinguir cuatro escenas:
-pesca infructuosa durante la noche (v.1-3);
-pesca con resultados estrepitosos por la mañana; gracias a la presencia de Jesús Resucitado (4-6);
-«reconocimiento» del Señor, encuentro y comida con él;
-coloquio con Pedro y confirmación de su función (15-19).
Es importante también la ambientación (sigo, a grandes líneas el análisis de Mateos y Barreto). El paisaje familiar del lago de Tiberíades. La barca. Los pescadores. Todo parece repetir el contexto de la primera llamada, tres años antes. Pero esta vez Jesús no es simplemente el «rabí», el Maestro. Es el Señor. La fe pascual permite reconocer en él al Hijo de Dios.
No se precisa el día. Como queriendo decir que siempre es tiempo de misión. E incluso las ocupaciones más ordinarias pueden ser el vehículo para la difusión del mensaje evangélico.
Ese estar juntos de los discípulos indica cómo la misión es siempre comunitaria y no un gesto aislado y autónomo de cada uno. «...Aquella noche no cogieron nada». Se busca el motivo en el símbolo de la noche. Falta la luz que es Cristo, no está ni su presencia ni su acción. Había dicho: «Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9,4-5). En la noche (o sea, en la ausencia de la luz que es Cristo) se pueden realizar las obras de los hombres, no las del Padre; se puede realizar un proyecto humano, no el divino.
La iniciativa fue de Pedro («me voy a pescar»), al que se le unieron otros seis («vamos también nosotros contigo»). Es la postura de autosuficiencia (la noche) lo que determina la infecundidad, el fracaso. Faltan los peces, faltan los frutos, porque falta la unión con él.
Han olvidado aquella advertencia: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Jesús se presenta, por la mañana, en la playa. Es el alba de un mundo nuevo.
«...Pero los discípulos no sabían que era Jesús». Ellos habían creado la noche, la habían querido y, todos reconcentrados en el propio trabajo, «cerrados» en su esfuerzo vano, no podían ver al Señor.
«Muchachos, ¿tenéis pescado?». La llamada, esta vez, interrumpe un trabajo infructuoso. La llamada les hace conscientes del fracaso. Es inútil trabajar sin él.
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Si falta la «sugerencia» del Espíritu, la Iglesia se pone en peligro de elegir siempre la parte equivocada. Para los judíos, el lado derecho es el de la bendición de Dios.
Así la pesca abundante se convierte en fruto de la generosidad divina, no del trabajo de los hombres. La «multitud de peces» ha sido arrastrada hasta la orilla gracias a la docilidad a la Palabra.
Y ahí está, finalmente, el reconocimiento por parte del «discípulo que Jesús tanto quería». Juan dice a Pedro:
-Es el Señor.
Podemos decir que las figuras de los dos discípulos indican dos primados diversos: el de la autoridad y el del amor. O, si se prefiere: la institución y la profecía. No están en contraste entre sí, ni tampoco en competencia. Uno tiene necesidad del otro. De todos modos es cierto que el amor ve mejor. El ojo de la profecía llega primero, resulta más perspicaz. Pedro es tardo para comprender, pero conserva su temperamento impulsivo y se tira al agua, decidido a alcanzar el primero al Señor. Cuando saltan a tierra también los otros, ven que Jesús ha encendido fuego y ha puesto a asar un pescado sobre las brasas.
No les ha acompañado en la pesca. Pero les ha atendido estando en la playa. Ahora les acoge al término de la misión, y se pone a su servicio. La referencia a la Eucaristía es bastante evidente. Pero un dato más: la comida prueba la realidad concreta de la presencia de Jesús resucitado. Y podrán testimoniar que han comido y bebido con él.
«Jesús les dice: Traed de los peces... ». Extraño. Ya había provisto él de pescado, y lo había puesto sobre el fuego. Y, sin embargo, es necesario llevarle también los peces que acaban de pescar.
He ahí la paradoja: Jesús ha cumplido todo, ha obtenido todo, ha dado el máximo fruto durante su misión terrena. Y, sin embargo, tiene necesidad de la misión de la Iglesia.
Desde otra perspectiva: solamente después de haberse dado a los otros, hecho don para los hermanos, trabajado a favor del hombre (he ahí la misión), se recibe el alimento ofrecido por Cristo, se convierte uno en comensal suyo. No tiene sentido comer con él, si no nos gastamos en favor de los demás.
«Vamos, almorzad». Más que un rendimiento de cuentas, es una fiesta convival.
«Toma el pan y se lo da». Jesús se convierte así en el centro del que irradia la fuerza, la vida y el amor que debe asimilar la comunidad para salir de nuevo fuera, en misión.
A1 final, Jesús toma a Pedro aparte. Parece el momento del rendimiento de cuentas. La triple pregunta remite a la triple negación. «Simón, ¿me amas más que éstos?». Para el Señor es suficiente que la experiencia negativa de Simón (ha vuelto el viejo nombre) no haya insensibilizado su capacidad de amar. Es importante que la cobardía no haya roto los lazos de amistad.
P. Bockel subraya cómo el «más que estos» se refiere más al futuro que al pasado. No ha sido elegido porque ama más que los otros. Sino que su elección le deberá llevar a un amor mayor. O sea, «la cualidad del amor debe ser proporcional a la responsabilidad de servicio».
«Apacienta mis corderos». El amor que Pedro, perdonado, debe a Jesús, deberá revertir sobre los demás. Así Pedro obtiene la confirmación de su primado.
Es cierto, ahora que ha experimentado la propia debilidad, que ha tenido necesidad del perdón, estará en disposición de comprender y compadecer a los hermanos, y se convertirá en «ministro de la paciencia de Cristo».
El texto de los Hechos de los apóstoles (primera lectura) nos presenta el interrogatorio de Pedro y de los apóstoles ante el sanedrín. Tendrían que haber callado, según las órdenes recibidas de las autoridades religiosas. Y, sin embargo, continúan difundiendo el mensaje de Jesús de Nazaret.
Es más, Pedro ofrece un retazo de predicación -aunque reducida a lo esencial- al mismo tribunal, después de haber precisado: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
Reivindica, en nombre de la fidelidad a la misión recibida del Señor, una libertad crítica frente a la autoridad humana que pretende constituirse en un absoluto. He ahí la gran novedad: «Dios ya no justifica, ya no consagra a los poderosos y a las autoridades de la tierra, sino que les "critica" y les juzga sobre la base de su fidelidad o no fidelidad al nuevo estatuto de la humanidad: el hombre libre para amar es responsable de su futuro».
Tenemos, pues, una misión bajo la enseña del coraje, de la firmeza, y un testimonio que incomoda y provoca. Se trata, naturalmente, de «un testimonio en el nombre de Jesús y no en el nombre propio o de una asociación propia».
Consecuencias: «Azotaron a los apóstoles... y los soltaron». Jesús no ha garantizado éxitos fáciles y tampoco privilegios. La misión es siempre arriesgada.
La liturgia celestial descrita en el texto del Apocalipsis (segunda lectura) se desarrolla ante «quien se sienta en el trono y el Cordero». Cristo aparece aquí como el cordero en referencia, probablemente, al Siervo de Yahvé que «era como cordero llevado al matadero» (Is 53,7). A través del don de sí mismo Jesús «quita el pecado del mundo». Y el fruto de su muerte permanece.
En la idea del Cordero tenemos la fusión de dos grandes líneas del antiguo testamento: la línea profética (Isaías) y la línea litúrgica del cordero pascual. «Como diciendo que en Cristo se cumple la historia y el culto».
«Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Todo lo que la Iglesia realiza, lo debe al poder de Cristo muerto y resucitado. Es lógico, pues, que la gloria vaya al Único que tiene derecho. La Iglesia no puede decir «la gloria para mí ...». Debe, por el contrario, unir el propio «Amén», convencido, al del coro celestial.
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