Publicado por El Blog de X. Pikaza
Buenos días. Sigo con E. S. (=Educación sexual), aunque debería cambiar el título y poner: EA (Educación en amor). Sigo también retomando cosas de mi libro sobre el amor y los amores.
Hoy quiero evocar la utopía de la Iglesia como educadora en amor (¿y en sexo?), tomando a sus ministros como expertos en cuestiones eróticas (en ta erotika, como decía el buen Platón). En ese contexto se sitúa el tema de los “ministerios”, a los que concibo como servicios de amor para el conjunto de la comunidad.
En esa línea, la tradición de la iglesia ha puesto de relieve desde antiguo el amor ministerial, es decir, la exigencia de que los pastores, dirigentes o ministros de la comunidad ejerzan su tarea al servicio del amor de todos y no como imposición. Ciertamente, a lo largo de la historia, algunos (¿muchos?) ministros (obispos y presbíteros) han realizado unas tareas que parecen más vinculadas con una forma de poder (¿imposición?) religiosa y social que con el amor del evangelio. Pero ahora, perdidas las funciones de suplencia social y de autoridad política, obispos y presbíteros vuelven a encontrarse con las palabras que Jesús dirigió a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?... Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-18).
Todos en la iglesia son hermanos (cf. Mt 23, 8), de manera que nadie puede elevarse sobre nadie, ni utilizar un poder para dominar sobre los otros, sino que todos han de ser amigos (cf. Jn 15, 15). Todos en la iglesia son simplemente amigos, hermanos y hermanas y madres (Mc 3, 31-35), pero, al mismo tiempo, hay funciones distintas, como ha puesto de relieve Pablo: hay apóstoles, profetas, maestros… (1 Cor 12, 28-30). Pues bien, todas ellas son funciones de servicio, un servicio de amor (como dice Ignacio de A., al referirse a la Iglesia de Roma, a la que concibe como animadora en amor para las otras iglesias). En este contexto quiero recordar a un poeta, querido y cercano, que murió el día de la muerte de F. Franco. Así decía:
«No se hizo el seglar para el cura sino el cura para el seglar.
No se hizo el católico para la misa sino la misa para el católico.
No se hizo el cristiano para Cristo sino Cristo para el cristiano.
No se hizo la criatura para Dios sino Dios para la criatura.
En resumidas cuentas: se hizo el hermano para el hermano
y se hizo el hombre para el hombre»
(L. F. Vivanco, Antología poética, Madrid 1976, 118)
1. Los ministerios eclesiales provienen de Jesús,
que pide a sus discípulos que sigan realizando una tarea de evangelio. Por eso, los ministros son, antes que nada, enviados del Señor resucitado: predican a partir de su palabra, animan con su fuerza, presiden en su nombre. Jesús ha confiado su misión al cuerpo de los fieles, a la totalidad de la iglesia, reunida por la fuerza del Espíritu. Pero, dentro de la iglesia, cada uno recibe una función diferenciada. Algunos, como Pedro y Pablo, Apolo y Bernabé, han escuchado el encargo del Señor que les invita a propagar de un modo especial su mensaje y su obra (cf. 1 Cor 3, 4-6. 22). El ministro del evangelio es un testigo de Jesús en medio de los hombres y sólo por amor puede realizar su ministerio: sabe que su vida, siendo suya, no le pertenece. Jesús le ha salido al encuentro, le ha llamado por su nombre, le ha ofrecido el secreto de su amor y le ha invitado: ¿Por qué no vendes todo y te dedicas a extender mi reino? (cf. Mc 10, 21).
Ciertamente, no hay distinción básica en la iglesia. No se puede hablar de clérigos y laicos, dirigentes y dirigidos, pues todos son amigos-hermanos. Pero dentro de la fraternidad cristiana, por impulso de Jesús, algunos reciben tareas especiales de servicio, para el cuidado de los otros. Ellos han de ser testigos especiales del amor de Jesús.
2. El ministerio se funda en la comunidad.
En su tiempo, Jesús pudo llamar de un modo personal a sus “apóstoles”. Pero desde entonces lo ha hecho siempre por medio de la iglesia, que es el signo y lugar de su presencia. Dentro de ella, los ministros son representantes de los fieles: en nombre de ellos mantienen la palabra, animan la vida, presiden la celebración. Por eso, siendo delegados de Jesús, los ministros de la iglesia, varones o mujeres, obispos o presbíteros, catequistas o diáconos, son hombres y mujeres de comunidad. Ella les convoca: le ha encargado una misión, le ha confiado su palabra, les ha hecho testigos y portadores “oficiales” de su amor.
Ciertamente, como sabe 1 Cor, los ministros oficiales no tienen el amor en exclusiva (pues el amor se ofrece y se pide por igual a todos); pero han de hacerlo de un modo más “público”, como representantes de la comunidad, pues ejercen tareas que pueden tener un contenido más social (de administración, de dirección), aunque han de hacerse siempre por experiencia e impulso de amor.
3. Los ministerios cristianos implican una decisión personal de amor.
Los ministros de la iglesia (llamados por Jesús, delegados de la comunidad) han de ser capaces de asumir personalmente la tarea del evangelio, una tarea que les trasciende y que sólo puede expresarse en amor. En un sentido, ellos pueden parecer funcionarios de una empresa o de un sistema. Pero, en otro más profundo, ellos son testigos del amor personal de Jesús. En ese sentido, los ministros de la iglesia de Jesús no son funcionarios de ninguna sociedad, no son representante de ningún partido, fábrica o negocio, sino amigos de Jesús que les dice, como a Pedro: «¿Me amas?», personas que pueden decir, como San Juan de la Cruz: «Ya no guardo ganado, pues sólo en el amor es mi ejercicio» (Cántico espiritual).
Ciertamente, el ministro de la iglesia no guarda un “ganado” ajeno, sino que vive y expresa el amor mesiánico (no el suyo, el de todos), poniendo su vida al servicio de la palabra y del sacramento de la iglesia. Pero debe tener una preocupación por los demás, especialmente por los más pequeños en la Iglesia.
4. Perspectivas distintas
El sentido y tarea de los ministerios cristianos distingue y vincula a los diversos grupos de la iglesia.
(a) Los protestantes acentúan la trascendencia de la palabra de Dios sobre la vida del ministro y de la iglesia. De esa forma pueden establecer una especie de dicotomía entre el servicio eclesial, centrado en la predicación de un mensaje que les desborda, y la vida personal o familiar de los ministros. Pero, en principio, la vida de los ministros protestantes, ha de hallarse también fundamentada en la palabra de amor de Jesús, que es amor hecho palabra de llamada y de autenticidad personal.
(b) La tendencia católica acentúa la encarnación del men¬saje de Jesús en la existencia del ministro; por eso, el predicador, el obispo o el presbítero han de reflejar en su vida la verdad de la palabra, actualizándola en su gesto de amor a favor de los demás.
(c) La tendencia ortodoxa convierte al ministro de la iglesia en portador y testigo de su misterio sacramental, de la alabanza del cielo… Estas y otras perspectivas pueden encontrarse en la tradición cristiana de los ministros del evangelio. Pero, de un modo o de otro, todos ellos son testigos del amor mesiánico de Cristo.
Hay formas distintas de amor, pero el amor es uno mismo (1 Cor 13). Servidores y testigos de un amor de todos quiere la iglesia que sean sus ministros. Por eso han de ser expertos en amor, que sean célibes o casados es secundario (que sea homo- o hétero- también), que sean hombres o mujeres también es secundarios (aunque parece necesario que haya las dos cosas, hombres y mujeres, para expresar mejor la totalidad del amor)… ¿Quién encontrará a estos ministros? ¿Quién los formará y los pondrá como ejemplo para que formen en amor a los otros?
Cf. J. J. ALLMEN, Ministerio sagrado, Sígueme, Salamanca 1968; G. A. ARBUCKE, Refundar la Iglesia. Disidencia y liderazgo, Sal Terrae, Santander 1998; R. ARNAU, Orden y ministerios, BAC, Madrid 1995; L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, Sal Terrae, Santander 1982; J. COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile. Tradition paulinienne et tradition Johannique de l'épiscopat, des origines à Saint Irénée, Paris 1951; G. LAFONT, Histoire théologique de l´Eglise catholique, Cerf, Paris 1994; Imaginer l´Eglise catholique, Cerf, Paris 1995; X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; E. SCHILLEBEECKX, El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana, Cristiandad, Madrid 1983
Hoy quiero evocar la utopía de la Iglesia como educadora en amor (¿y en sexo?), tomando a sus ministros como expertos en cuestiones eróticas (en ta erotika, como decía el buen Platón). En ese contexto se sitúa el tema de los “ministerios”, a los que concibo como servicios de amor para el conjunto de la comunidad.
En esa línea, la tradición de la iglesia ha puesto de relieve desde antiguo el amor ministerial, es decir, la exigencia de que los pastores, dirigentes o ministros de la comunidad ejerzan su tarea al servicio del amor de todos y no como imposición. Ciertamente, a lo largo de la historia, algunos (¿muchos?) ministros (obispos y presbíteros) han realizado unas tareas que parecen más vinculadas con una forma de poder (¿imposición?) religiosa y social que con el amor del evangelio. Pero ahora, perdidas las funciones de suplencia social y de autoridad política, obispos y presbíteros vuelven a encontrarse con las palabras que Jesús dirigió a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?... Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-18).
Todos en la iglesia son hermanos (cf. Mt 23, 8), de manera que nadie puede elevarse sobre nadie, ni utilizar un poder para dominar sobre los otros, sino que todos han de ser amigos (cf. Jn 15, 15). Todos en la iglesia son simplemente amigos, hermanos y hermanas y madres (Mc 3, 31-35), pero, al mismo tiempo, hay funciones distintas, como ha puesto de relieve Pablo: hay apóstoles, profetas, maestros… (1 Cor 12, 28-30). Pues bien, todas ellas son funciones de servicio, un servicio de amor (como dice Ignacio de A., al referirse a la Iglesia de Roma, a la que concibe como animadora en amor para las otras iglesias). En este contexto quiero recordar a un poeta, querido y cercano, que murió el día de la muerte de F. Franco. Así decía:
«No se hizo el seglar para el cura sino el cura para el seglar.
No se hizo el católico para la misa sino la misa para el católico.
No se hizo el cristiano para Cristo sino Cristo para el cristiano.
No se hizo la criatura para Dios sino Dios para la criatura.
En resumidas cuentas: se hizo el hermano para el hermano
y se hizo el hombre para el hombre»
(L. F. Vivanco, Antología poética, Madrid 1976, 118)
1. Los ministerios eclesiales provienen de Jesús,
que pide a sus discípulos que sigan realizando una tarea de evangelio. Por eso, los ministros son, antes que nada, enviados del Señor resucitado: predican a partir de su palabra, animan con su fuerza, presiden en su nombre. Jesús ha confiado su misión al cuerpo de los fieles, a la totalidad de la iglesia, reunida por la fuerza del Espíritu. Pero, dentro de la iglesia, cada uno recibe una función diferenciada. Algunos, como Pedro y Pablo, Apolo y Bernabé, han escuchado el encargo del Señor que les invita a propagar de un modo especial su mensaje y su obra (cf. 1 Cor 3, 4-6. 22). El ministro del evangelio es un testigo de Jesús en medio de los hombres y sólo por amor puede realizar su ministerio: sabe que su vida, siendo suya, no le pertenece. Jesús le ha salido al encuentro, le ha llamado por su nombre, le ha ofrecido el secreto de su amor y le ha invitado: ¿Por qué no vendes todo y te dedicas a extender mi reino? (cf. Mc 10, 21).
Ciertamente, no hay distinción básica en la iglesia. No se puede hablar de clérigos y laicos, dirigentes y dirigidos, pues todos son amigos-hermanos. Pero dentro de la fraternidad cristiana, por impulso de Jesús, algunos reciben tareas especiales de servicio, para el cuidado de los otros. Ellos han de ser testigos especiales del amor de Jesús.
2. El ministerio se funda en la comunidad.
En su tiempo, Jesús pudo llamar de un modo personal a sus “apóstoles”. Pero desde entonces lo ha hecho siempre por medio de la iglesia, que es el signo y lugar de su presencia. Dentro de ella, los ministros son representantes de los fieles: en nombre de ellos mantienen la palabra, animan la vida, presiden la celebración. Por eso, siendo delegados de Jesús, los ministros de la iglesia, varones o mujeres, obispos o presbíteros, catequistas o diáconos, son hombres y mujeres de comunidad. Ella les convoca: le ha encargado una misión, le ha confiado su palabra, les ha hecho testigos y portadores “oficiales” de su amor.
Ciertamente, como sabe 1 Cor, los ministros oficiales no tienen el amor en exclusiva (pues el amor se ofrece y se pide por igual a todos); pero han de hacerlo de un modo más “público”, como representantes de la comunidad, pues ejercen tareas que pueden tener un contenido más social (de administración, de dirección), aunque han de hacerse siempre por experiencia e impulso de amor.
3. Los ministerios cristianos implican una decisión personal de amor.
Los ministros de la iglesia (llamados por Jesús, delegados de la comunidad) han de ser capaces de asumir personalmente la tarea del evangelio, una tarea que les trasciende y que sólo puede expresarse en amor. En un sentido, ellos pueden parecer funcionarios de una empresa o de un sistema. Pero, en otro más profundo, ellos son testigos del amor personal de Jesús. En ese sentido, los ministros de la iglesia de Jesús no son funcionarios de ninguna sociedad, no son representante de ningún partido, fábrica o negocio, sino amigos de Jesús que les dice, como a Pedro: «¿Me amas?», personas que pueden decir, como San Juan de la Cruz: «Ya no guardo ganado, pues sólo en el amor es mi ejercicio» (Cántico espiritual).
Ciertamente, el ministro de la iglesia no guarda un “ganado” ajeno, sino que vive y expresa el amor mesiánico (no el suyo, el de todos), poniendo su vida al servicio de la palabra y del sacramento de la iglesia. Pero debe tener una preocupación por los demás, especialmente por los más pequeños en la Iglesia.
4. Perspectivas distintas
El sentido y tarea de los ministerios cristianos distingue y vincula a los diversos grupos de la iglesia.
(a) Los protestantes acentúan la trascendencia de la palabra de Dios sobre la vida del ministro y de la iglesia. De esa forma pueden establecer una especie de dicotomía entre el servicio eclesial, centrado en la predicación de un mensaje que les desborda, y la vida personal o familiar de los ministros. Pero, en principio, la vida de los ministros protestantes, ha de hallarse también fundamentada en la palabra de amor de Jesús, que es amor hecho palabra de llamada y de autenticidad personal.
(b) La tendencia católica acentúa la encarnación del men¬saje de Jesús en la existencia del ministro; por eso, el predicador, el obispo o el presbítero han de reflejar en su vida la verdad de la palabra, actualizándola en su gesto de amor a favor de los demás.
(c) La tendencia ortodoxa convierte al ministro de la iglesia en portador y testigo de su misterio sacramental, de la alabanza del cielo… Estas y otras perspectivas pueden encontrarse en la tradición cristiana de los ministros del evangelio. Pero, de un modo o de otro, todos ellos son testigos del amor mesiánico de Cristo.
Hay formas distintas de amor, pero el amor es uno mismo (1 Cor 13). Servidores y testigos de un amor de todos quiere la iglesia que sean sus ministros. Por eso han de ser expertos en amor, que sean célibes o casados es secundario (que sea homo- o hétero- también), que sean hombres o mujeres también es secundarios (aunque parece necesario que haya las dos cosas, hombres y mujeres, para expresar mejor la totalidad del amor)… ¿Quién encontrará a estos ministros? ¿Quién los formará y los pondrá como ejemplo para que formen en amor a los otros?
Cf. J. J. ALLMEN, Ministerio sagrado, Sígueme, Salamanca 1968; G. A. ARBUCKE, Refundar la Iglesia. Disidencia y liderazgo, Sal Terrae, Santander 1998; R. ARNAU, Orden y ministerios, BAC, Madrid 1995; L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, Sal Terrae, Santander 1982; J. COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile. Tradition paulinienne et tradition Johannique de l'épiscopat, des origines à Saint Irénée, Paris 1951; G. LAFONT, Histoire théologique de l´Eglise catholique, Cerf, Paris 1994; Imaginer l´Eglise catholique, Cerf, Paris 1995; X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; E. SCHILLEBEECKX, El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana, Cristiandad, Madrid 1983
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