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jueves, 22 de abril de 2010

Ver la voz


IV Domingo de Pascua (JUAN 10, 27-30)- Ciclo C
Por A. Pronzato

...Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis... sabed que nos dedicamos a los gentiles (Hech 13,14.43-52).

... El Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá a fuentes de agua viva... (Ap 7,9.14-17).
Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen (Jn 10,27-30).

El evangelio de hoy está dominado por la figura del pastor. Jesús se presenta como el verdadero, único Pastor. Sus relaciones con la grey se definen a través de unos verbos característicos.
Por parte del pastor: «conozco».
Por parte de las ovejas: «escuchan», «siguen».
Puede haber gente ajena que pretende arrebatar las ovejas. Pero el Pastor no lo permite: «Nadie las arrebatará de mi mano». Ni siquiera la muerte logrará romper esta unión, logrará «separar». Porque la vida que el Pastor da a sus ovejas es la definitiva.
Así pues, el Pastor se autodefine como el que «conoce» a las ovejas. No genéricamente, sino personalmente, una a una. Cada uno de nosotros, a sus ojos, es un absoluto, no una minúscula parte de un todo.
Conocer, en el lenguaje bíblico, significa establecer una relación profunda de comunión con una persona. El conocimiento, en este sentido, indica una intimidad bajo el distintivo del amor.
Pero Jesús precisa también qué significa ser de los suyos: «Escuchan mi voz... y me siguen». «Escuchar la voz» es algo más que «escuchar la palabra». Comporta una relación más estrecha.
«Voz» expresa una llamada, una invitación, con un timbre personal, inconfundible, capaz de hacer «reconocer» a la persona amada y provocar una resonancia interior irrepetible en quien la percibe.
Escuchar la voz implica, pues, una ligazón de pertenencia recíproca. Naturalmente en un clima de libertad y espontaneidad.
Todo esto se traduce en el «seguir», o sea, adherirse al Pastor, no con las palabras y ni siquiera con posturas puramente exteriores sino con la conducta y la vida en su totalidad. Comprometerse con él y por él.
Para completar esta exposición, quisiera hacer notar lo siguiente:
1. La imagen del Pastor va unida a la del Cordero. En el texto del Apocalipsis (segunda lectura) se habla del «Cordero... que será su Pastor». Es decir, Cristo es Pastor y Cordero al mismo tiempo.
O sea, no se mantiene distante de la grey. Hace el mismo camino, afronta los mismos riesgos, comparte la vida de las ovejas en todos sus aspectos.
No señala el camino desde lo alto. Sino que se hace «camino». No está aislado respecto a la grey, sino que es solidario con ella hasta las últimas consecuencias.
Los pastores responsables que pretenden imitar al Modelo, deben tener presente este aspecto esencial: no se trata de recorrer un camino paralelo, ni tampoco... la mitad, y mucho menos limitarse a visitar la grey, de cuando en cuando, y siempre deprisa, sino de «participar» desde dentro en su vida.
El único privilegio concedido a un pastor que quiera ser (y no simplemente definirse) cristiano, debería ser el de compartir la vida de todos. El pastor no es uno que va por casualidad de vez en cuando a dar una ojeada (como para un desfile). Sino uno que camina junto a los otros, fatigosamente, en la cotidianidad. No conoce la situación porque alguien le ha informado, sino porque tiene experiencia directa de ella.
2. En el vocabulario típico de Juan el verbo «escuchar» con frecuencia se entrelaza con «ver».
A través del ver el hombre toma conciencia de la presencia de la persona de Jesús, pero a través de la escucha de la palabra el hombre percibe el sentido de aquella persona y de los acontecimientos que se refieren a ella.
Tanto el ver como el escuchar son igualmente «reveladores», y se profundiza en ellos en una dimensión de fe.
«Escuchar y ver se unen allí donde su objeto es la palabra hecha ella misma persona y acontecimiento: el Verbo».
Jesús no se limita a proclamar la palabra del Padre. Sino que, en la propia persona humana y en el propio actuar, se hace revelación del Padre.
Como se ha dicho Jesús es, en cierto sentido, la «visualización» del Padre. Y todo el comportamiento de Cristo (sus palabras, sus obras, sus gestos, su mirada) se hace «revelación» de Dios.
¿Es exigir demasiado a los «pastores», y también a los simples cristianos, la «visualización» de la Palabra en su persona? La Palabra se hace más creíble cuando se ofrece también a los ojos...
La primera lectura pone de relieve el hecho del anuncio cristiano entre los judíos de la diáspora a cargo de Pablo y Bernabé.
La ciudad de Antoquía de Pisidia (que no hay que confundir con Antioquía de Siria), en el altiplano de Anatolia, es el teatro del suceso. Aquí hay numerosos judíos y Pablo tiene, en la sinagoga, el famoso discurso misionero, en el que pone la «novedad» de Cristo como culmen de toda la historia de la salvación, e invita a la conversión porque a todos se ha prometido «el perdón de los pecados».
«La historia de Israel es preparación, es promesa respecto al acontecimiento central que es Jesús salvador en su muerte y resurrección. Lo que había sido anunciado y anticipado proféticamente en los acontecimientos y personajes históricos del pasado se ha convertido ahora en una realidad para nosotros».
Se refieren dos posturas opuestas: la acogida gozosa del mensaje por parte de numerosos paganos, y el rechazo de los judíos atrincherados en su exclusivismo nacionalista, corroídos por la envidia, y preocupados por la competencia y el éxito del nuevo movimiento que se apoya en aquel que había sido colgado de una cruz.
La hostilidad desemboca en la persecución abierta. Gracias al influjo que los judíos ejercen sobre los «principales» y las «señoras devotas» del lugar, se consigue la captura de los dos misioneros.
El episodio señala la ruptura con el ambiente judío, cerrado a una visión universalista. Después de haber anunciado el evangelio al pueblo de la primera alianza, o sea, a los «que tenían derecho», constatado el rechazo, Pablo y Bemabé no se paran, sino que pasan «a otra parte», a los paganos.
La separación se expresa plásticamente con el gesto de sacudirse «el polvo de los pies». Los judíos hacían esto cuando volvían a la propia tierra desde un territorio pagano, que les había convertido en «impuros». Aquí, la operación resulta al revés. Y se cumple en el acto de dejar los «puros» para dirigirse a las lejanos.
El evangelio pasa continuamente a través de contrastes, de resistencias, de las oposiciones más fanáticas. Es un «paso» inevitable que en vez de bloquearlo, como alguno haciéndose ilusiones piensa, no hace sino empujarlo siempre a otra parte, hacia «los últimos confines de la tierra».
También nosotros debemos estar atentos para no anexionarnos con excesiva facilidad el evangelio, para no monopolizar la verdad de Cristo, para no hacer del mensaje cristiano una muralla de defensa de nuestros privilegios.
Cualquier intento de acaparar el evangelio produce inevitablemente nuestra extrañeza al evangelio.
Aprisionar el dinamismo vigoroso de la Palabra en nuestros cenáculos exclusivistas significa caer en la cuenta (¡si es que caemos!) de que la Palabra ya ha abandonado nuestro territorio.
Puede resultar saludable, de vez en cuando, salir de casa para caer en la cuenta de que el evangelio ha «salido» en otra dirección. Aquel montoncito de polvo, ante nuestra puerta, señala precisamente que él, cansado de nuestra mezquindad, se ha ido a otra parte.
Sí, es que cuando no encuentra acogida en aquella casa, que tenía que ser la «suya», marcha a construir «su casa» lejos, en otra parte, en un lugar impensable.
El único modo para no perderlo de vista es elegir la provisionalidad. El cuadro presentado por el Apocalipsis (segunda lectura) ofrece una visión del pueblo de Dios (el nuevo Israel) que ha roto los confines exclusivistas de una nación y de una raza y ha reclutado los propios miembros en el mundo entero.
«Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas».
Pero el pasaporte, en cierto sentido, es único y está constituido por el sufrimiento y por la cruz.
Estas personas han superado la «prueba». Las «vestiduras blancas» y las «palmas en la mano» son la contraseña, precisamente, de los vencedores.
«Han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero». Pero Juan no se refiere solamente al pasado. Escribe para una Iglesia sobre la que se abaten continuamente nuevas tempestades. La persecución es actual. Y he ahí entonces las estupendas palabras de consuelo, con las que Dios anima a su pueblo.
Refiriéndose probablemente a la procesión solemne de 1a fiesta de las Tiendas, se habla del momento en que «quien se sienta en el trono acampará entre ellos».
Se cierra el tiempo del itinerario dramático en medio del desierto, caracterizado por las privaciones más duras («ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno»). Estará el Cordero Pastor para conducirlos «hacia fuentes de aguas vivas». Y será Dios mismo, amo de casa hospitalaria, quien «enjugará las lágrimas de sus ojos».
Así pues, Dios es quien reúne su grey, sacudida por la tempestad de la persecución, para ofrecerle la propia intimidad (he ahí la tienda como imagen de la intimidad) y hacerle partícipe de una fiesta sin fin.
No se trata en absoluto de una visión idílica. Se habla de realidades terroríficas. Al pueblo de Dios no se le ahorran las más tremendas calamidades.
La visión no promete que «no existan...» sino que «ya no existirán más...».
Dios no ahorra a sus amigos las lágrimas. Las enjuga.
La esperanza no es un refugio blindado, confortable. Es algo que está dentro del corazón de un nómada que continúa caminando en la oscuridad, el rostro abofeteado por la tempestad. La estrella que va dentro no asegura un «carril preferencial», al resguardo del caos. Simplemente, indica la dirección del camino.
El pueblo de Dios no está «dispensado» de la prueba, sino «salvado».
No exento, sino victorioso. No privilegiado, sino amado.
Puede disfrutar de la tienda solamente aquel que sabe, por experiencia, lo que es el desierto.

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