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sábado, 15 de mayo de 2010

¿DE VUELTA A JERUSALEN?


VII Domingo de Pascua,
Fiesta de la Ascensión del Señor (Lucas 24, 46-53)
Por R. J. García Avilés

La vuelta atrás es una de las tentaciones que más frecuentemente sentimos los seres humanos. El pasado, aunque no nos haya hecho felices, lo conocemos, y el conocimiento nos da seguridad. Pero el futuro, incierto siempre, nos da miedo.

TESTIGOS DE TODO ESTO

Así estaba escrito: El Mesías padecerá, pero al tercer día resucitará de la muerte, y en su nombre se predicará la enmienda y el perdón de los pecados a todas las naciones. Empezando por Jerusalén, vosotros seréis testigos de todo esto.

Jesús había sido un Mesías muy particular. El no había realizado ninguna de las grandes esperanzas de Israel, tal y como en su tiempo esperaban que se cumplieran: no había sido un triunfador ni había llevado a la gloria a su nación; al contrario, Jesús, a los ojos humanos, había salido totalmente derrotado: todas las personas importantes se habían puesto de acuerdo en que al pueblo -es decir, a ellos- les convenía más un Jesús muerto que un Jesús vivo. El, de acuerdo con el plan de Dios, había mantenido su fidelidad hasta la muerte, había mostrado con su entrega cuál es el único camino de salvación que le queda a este mundo: el amor, el amor hasta la exageración, incluyendo en él hasta a los enemigos (Lc 6,27.35), el amor, si es necesario, hasta la muerte. Dios se encargó de darle la razón, conservándole la vida.

Después de su resurrección, Jesús mismo se les manifestó y les explicó en varias ocasiones por qué las cosas habían sucedido así: «Así estaba escrito: El Mesías padecerá, pero al tercer día resucitará de la muerte» (véase también Lc 24,13-35.36-49). Y ya al final, a los que habían tenido la posibilidad de experimentar la realidad de su victoria sobre la muerte les hace un último encargo: que no se callen nada de lo que saben, que lo anuncien al mundo entero, empezando por la ciudad en la que habían intentado acabar con su vida: «Em pezando por Jerusalén, vosotros seréis testigos de todo esto».



SE LO LLEVARON AL CIELO

Después los condujo fuera hasta las inmediaciones de Betania y, levan tando las manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo.

Si necesitaban alguna prueba más para saber de parte de quién estaba Dios... «Mientras los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo». Jesús pasa a ocupar un lugar al lado del Padre. Su triunfo es ya definitivo, aunque no ha sido fácil. Es el final de un camino largo, la culminación de una dura tarea, la consecuencia de la fidelidad mantenida incluso en las circunstancias más difíciles. Ha subido al cielo, pero des pués de que el polvo de esta tierra se hiciera barro con su sudor y con su sangre.

No se trata de una huida. Jesús no va a desentenderse de los problemas de los hombres. Por eso, según cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles (primera lectura), a los discí pulos que se quedan «plantados mirando al cielo» unos men sajeros del Padre les hacen volver los ojos al suelo y les anun cian que Jesús volverá de nuevo: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que se han llevado a lo alto de entre vosotros vendrá tal como lo habéis visto marcharse al cielo». Volverá para estar con los que intentan poner en práctica el mandamiento del amor, para hacerse presente en medio de los suyos cuando «dos o tres estén reunidos en su nombre» (véase Mt 18,20), o cuando se reúnan para partir el pan y celebrar la acción de gracias, y volverá para llevarse consigo a los que vayan completando su mismo camino.

Su victoria es anuncio de nuestra victoria, su presencia en la casa del Padre anuncia la nuestra, pues él es el primero de los nuestros -el primer humano- que se establece para siempre en ella; pero lo que nunca podrá ser es una excusa para que, mirando al cielo, nos escapemos de los problemas de cada día. Es necesario iluminar esos problemas con el testimonio de la victoria de Jesús.


JERUSALEN, JERUSALEN

Mientras los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios.

Los discípulos de Jesús todavía no habían logrado vencer definitivamente el miedo. Están llenos de alegría, pero se la quedan para ellos. No la comunican a los pobres y oprimidos de aquella ciudad -la ciudad, Jerusalén, representa aquí al sistema religioso que había vuelto la espalda a Dios porque se había puesto enfrente o encima- de los desgraciados y de los débiles.

Se atreven a salir y van a Jerusalén; pero se refugian en su pasado. No van a dar testimonio de la resurrección de Jesús, sino a cobijarse en el templo que los jerarcas habían convertido en cueva de bandidos (Lc 19,45). No son capaces de decir ante aquellos bandidos que Dios ya no estaba allí, sino que se había manifestado en aquel que habían asesinado fuera de la ciudad y que, en adelante, sólo estaría allí donde se intentara seguir los pasos del injustamente ajusticiado. Por eso, en lugar de dedicarse a la tarea que Jesús les había enco mendado, se evaden con el pretexto de interminables oracio nes de alabanza. Sólo empezarán a mirar con valor hacia adelante cuando Jesús envíe sobre ellos el Espíritu, la Promesa de su Padre.

¿No estaremos nosotros demasiado tiempo en el templo? ¿No pasamos demasiadas horas mirando al cielo? ¿No tendre mos demasiado miedo de afrontar el reto de dar testimonio de una victoria incómoda para los intereses de este mundo?

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