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sábado, 8 de mayo de 2010

En la Iglesia está prohibida la nostalgia


VI Domingo de Pascua (Jn 14, 23-29) - Ciclo C
Por A. Pronzato

En el interior de la Iglesia, no todos aceptan la novedad.

Está siempre al acecho la nostalgia de las «cosas de antes», ya superadas. Prueba de esto es el debate que se ha abierto en la Iglesia de Antioquía (primera lectura).

Han llegado de Judea ciertos individuos que contestan el método misionero de Pablo y Bernabé y pretenden imponer también a los neoconversos del paganismo la observancia de la ley antigua, comenzando por el rito de la «iniciación»: la circuncisión.

Esta posición, que hoy se definiría como integrista, es extremadamente peligrosa, porque tiende a minimizar la novedad de Cristo y a recuperar el papel determinante del pueblo de la antigua alianza. Por tanto serían insuficientes el bautismo y la fe en Jesús. Necesitarían estar incorporados (a través de la circuncisión) al pueblo judío, y aceptar todas las prescripciones que se derivan de esta pertenencia.

Pablo advierte que aquí no está en juego simplemente su método misionero, sino la esencia misma de la novedad cristiana. Por eso lucha con todas sus fuerzas, y ciertamente no por motivos personalistas.

La cuestión es llevada a la iglesia madre de Jerusalén. Y aquí se desarrolla una amplia discusión en presencia de los apóstoles y de los presbíteros. Y hay una intervención decisiva de Pedro (que recomienda no imponer un yugo insoportable), apoyado por Santiago («pienso que no hay que crear dificultades a los gentiles que se convierten»).

También Pablo y Bernabé tienen la posibilidad de ilustrar su pensamiento.

Al final, la asamblea ratifica el principio de la libertad y de la autonomía respecto a la ley judía.

«El principio de la fe en Jesús, como condición única y suficiente para la salvación de todo hombre, afirmado teóricamente, se convierte en cualificante de la experiencia cristiana abriéndola así al universalismo histórico».

Las conclusiones operativas del primer concilio de Jerusalén se exponen en una carta que algunos delegados, junto a Pablo y Bernabé, llevarán a Antioquía, donde así se restablecerá la paz.

Es significativa la frase solemne contenida en el documento oficial: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...». Se afirma de esta manera, no solamente el liderazgo de la iglesia de Jerusalén y de los apóstoles, sino sobre todo el papel del Espíritu como guía de la comunidad cristiana.

Los contrastes y las tensiones se superan con un debate abierto, donde cada uno tiene posibilidad de exponer las propias razones, y con una escucha humilde de la voz del Espíritu por parte de todos.

«Hemos decidido... no imponeros más cargas que las indispensables... ».

La desgracia de los integrismos de todos los tiempos es la pretensión de imponer cargas opresoras e inútiles. De añadir, al yugo «liberador» de Cristo, un yugo suplementario y opresor, hecho de bagatelas varias.

«Algunos individuos» sienten un gusto casi sádico exigiendo sacrificios absurdos. Con el resultado de producir grietas en el interior de la comunidad, no porque estén en juego valores esenciales, sino por minucias que no tienen nada que ver con la sustancia del mensaje evangélico. Estos nostálgicos enfermos de las «cosas de antes» son los especialistas de lo accesorio con menoscabo de lo necesario.

Su pecado original es la incapacidad de estar respaldados por las iniciativas innovadoras del Espíritu. Están en retraso con relación a los acontecimientos, y consiguientemente a la acción de Dios en la historia.

Frente a Cristo que exige cambiar y hacerse como niños, éstos defienden el deber de hacerse circuncidar. La diferencia es abismal. Cristo pide un cambio radical de mentalidad, de postura interior. Ellos quieren una mutilación (o una operación plástica) exterior. Jesús ordena quitar, perder, dejar. Ellos sólo piensan en añadir continuamente nuevas obligaciones. Y, a pesar de la apariencia de exigir más de lo necesario, se muestran menos exigentes que el Maestro.

Mientras los compromisos propuestos por Cristo van en una línea de purificación y de aligeramiento, los propugnados animosamente por los «observantes» tienen todo el aire de ridículos y anacrónicos fardos que hacen pesado el camino y dan la impresión de sofocar todo tipo de impulso.

Una visión completamente distinta es la presentada por el Apocalipsis (segunda lectura), donde aparece una Iglesia transfigurada. La Jerusalén celeste ofrece «una impresión indescriptible de plenitud y de luz».

La gloria de Dios es el centro de irradiación de su luminosidad. La ciudad es santa, porque está penetrada, «habitada» por la santidad divina.

«Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios todopoderoso y el Cordero».

El templo, en el Antiguo Testamento, «mediaba» la presencia de Dios en medio de su pueblo. Ahora Dios mora allí directamente a través del Cordero. El nuevo «santuario» es el cuerpo resucitado de Cristo. Dios está presente en él, y en él los hombres pueden comunicarse con Dios.

«Cristo resucitado, viviente, será al mismo tiempo punto de conjunción de la humanidad con Dios y punto de unión de la humanidad entera».

«La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero».

Así queda superada la vieja creación.

Dios ilumina directamente la ciudad, desde dentro, con su presencia, y con la lámpara que es Cristo.

No estará mal ahora referirnos a la Iglesia peregrina en la tierra, hecha de hombres y que, por tanto, acumula necesariamente miserias y fango. Sería absurdo exigir que sea perfecta.

Sin embargo la Iglesia no puede descuidar algunas cosas. Cuando pretende exhibir la propia luz y la propia gloria, termina inevitablemente oscureciendo la Fuente de la luz.

No puede vender como «esplendor» celeste las luces cegadoras del éxito y del prestigio humano, y tampoco como «piedra preciosa, como jaspe traslúcido» los ambiguos y discutibles tesoros terrenos.

Se sabe que los incidentes de un viaje son inevitables. Pero una cosa es caer en una desagradable desgracia, y otra esconderla e incluso defender las culpas con menoscabo de la verdad.

Una cierta opacidad es el producto inevitable de la presencia de los hombres. Pero al menos tengamos el coraje de invitar a mirar «más allá» de aquella espesura humana, para descubrir la Presencia que interesa, y no consagrar la opacidad. Dios tiene todas las de ganar cuando sus representantes tienen... algo que perder.

El vence las causas que le conciernen, sobre todo cuando alguien no se obstina en defenderlo, mejor, se obstina en defender los propios defectos, bajo el pretexto de que anda de por medio su honor.

Pequeño hombre de Iglesia, hermano de fe, de debilidad y de miseria, culpable y perdonado como yo, no pretendas hacer las veces de Dios. Nadie te lo pide. Conténtate con no estorbar demasiado.

Resumiendo, las características o virtudes de la Iglesia, tal como aparecen en las lecturas de hoy, se pueden sintetizar así:

«La dinamicidad que impide a la Iglesia ser nostálgica, la fidelidad que impide a la Iglesia desviarse, la paciencia que impide a la Iglesia las prisas, la profecía que hace comprender a la Iglesia los signos de los tiempos, la tolerancia y el diálogo que impiden a la Iglesia la enfermedad del integrismo, la esperanza que hace superar a la Iglesia dudas e incertidumbres.

Pero sobre todo debe prevalecer la fe en el Espíritu, guía último y vivo de la Iglesia». Yo añadiría aún la humildad, como capacidad para desaparecer y como transparencia de Otro.

En el discurso de despedida (evangelio), Jesús asegura su presencia a través de la palabra.

«El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él».

O sea, la observancia de la palabra, como respuesta a su amor, determina la presencia de Jesús y del Padre en el creyente.

La imagen usada (la «morada») hace referencia a un contexto familiar, y acentúa el aspecto de comunión de vida.

De todos modos, existe un movimiento en dos sentidos. El hombre se acerca a Jesús. Pero Jesús, anteriormente, se ha hecho cercano al hombre.

Y estará bien no olvidar que la observancia de la Palabra significa, ante todo, la práctica del mandamiento del amor fraterno.

Pero se hace necesaria la intervención de un tercer Personaje: «El Paráclito, el Espíritu santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».

Sólo el Espíritu permite comprender totalmente, profundizar y asimilar el mensaje de Jesús. Sin su ayuda, cada creyente y la comunidad no podrán jamás penetrar la palabra de Jesús. El verdadero Maestro de la Iglesia es el Espíritu santo.

La acción del Espíritu hace posible la plenitud de vida en el amor. Así pues, y según este texto, la existencia del creyente es participación en la vida misma de Dios. En la vida de la Trinidad. Es comunión, en el amor, con cada una de las personas divinas.

Jesús se despide de los suyos con las protecciones típicas de los israelitas: «La paz os dejo, mi paz os doy».

Pero precisa: «No os la doy como la da el mundo». Su paz es distinta.

También su partida es distinta. Se va. Y, sin embargo, no estará ausente.

Los discípulos, pues, no tienen motivo alguno de inquietud y turbación.

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