Como el dinero, las palabras se devalúan con el uso y el abuso. A más palabras, menor valor. La gente ya está cansada de oír palabras y palabras, largos discursos, sermones, pasto rales, encíclicas, mítines prometedores, manifiestos sobre los más variados argumentos. Hoy se habla tanto, se promete tanto, se dice tanto, que el sufrido oyente desconfía instintiva mente de quien, subido al escenario de la vida, es pródigo en palabras, promesas, compromisos, proyectos o propósitos.
Por eso la palabra hablada pide a gritos el auxilio de la letra impresa. «Lo escrito, escrito se queda», sentenció Pilato cuando le protestaron por el letrero que había mandado col gar de la cruz de Jesús, anunciando así la hegemonía de lo escrito (Jn 19,21-22). Hemos llegado a una situación tal, que Jas palabras valen y se mantienen si quedan por escrito, a ser posible por triplicado, selladas y rubricadas ante testigos.
A quien guarda la palabra se le denomina 'caballero', dis tinguiéndose así de los ciudadanos de a pie, o 'señor', en el sentido primigenio de un ser libre y no dominado por otros, o simplemente 'hombre', es decir, proyecto realizado de ma durez adquirida. Las expresiones 'palabra de honor' o 'pala bra de hombre' trasladan cada vez más a otros tiempos, en los que ser hombre y guardar la palabra andaban a la par.
Pero guardar la palabra no sólo significa conservar lo di cho, no olvidándolo, sino -y principalmente- cumplirlo, llevarlo a la práctica, manteniendo una fidelidad a ultranza pase lo que pase; significa no volverse atrás desmintiendo, de valuando o disminuyendo lo verbalizado. Tarea difícil, sobre todo, cuando el que habla se ha excedido en promesas que lue go la vida se encarga de volatilizar.
En el evangelio de Juan dice Jesús: «El que me ama, guar dará mi palabra, mi Padre lo amará y los dos vendremos a él y viviremos con él. El que no me ama, no guarda mis pala bras; y la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,23-24).
El Maestro nazareno dio en la clave: amarlo a él equivale a guardar su palabra, llevándola a la práctica. Y su palabra-mensaje no fue otra cosa que la fidelidad al pueblo por el que hay que desvivirse; el servicio incondicional a las canas infe riores y marginadas de éste; ]a lucha por su liberación; la abolición de las nuevas esclavitudes, hoy más refinadas que nunca; la construcción de una sociedad diferente, donde las relaciones entre los hombres no sean de 'lobo a hombre'; la conquista de un mundo donde los que más tienen tengan me nos, para que los que no tienen tengan algo.
No es fácil guardar esta palabra del Maestro. Supondrá una fuerte lucha contra los que, desde arriba, traten de con servar sus privilegios; contra los que, desde abajo, pretendan excusar o exculpar su pasividad; contra los que, desde el medio, traten de poner vaselina en las úlceras y tumoraciones de nuestro tiempo sin adoptar remedios enérgicos y decididos.
Por guardar la palabra del Padre, Jesús sufrió la persecución, el rechazo, la soledad y el abandono de todos. Algo similar sucederá a todos los que, cristianos o no, hayan ligado su suerte a la del pueblo como Jesús.
Por eso la palabra hablada pide a gritos el auxilio de la letra impresa. «Lo escrito, escrito se queda», sentenció Pilato cuando le protestaron por el letrero que había mandado col gar de la cruz de Jesús, anunciando así la hegemonía de lo escrito (Jn 19,21-22). Hemos llegado a una situación tal, que Jas palabras valen y se mantienen si quedan por escrito, a ser posible por triplicado, selladas y rubricadas ante testigos.
A quien guarda la palabra se le denomina 'caballero', dis tinguiéndose así de los ciudadanos de a pie, o 'señor', en el sentido primigenio de un ser libre y no dominado por otros, o simplemente 'hombre', es decir, proyecto realizado de ma durez adquirida. Las expresiones 'palabra de honor' o 'pala bra de hombre' trasladan cada vez más a otros tiempos, en los que ser hombre y guardar la palabra andaban a la par.
Pero guardar la palabra no sólo significa conservar lo di cho, no olvidándolo, sino -y principalmente- cumplirlo, llevarlo a la práctica, manteniendo una fidelidad a ultranza pase lo que pase; significa no volverse atrás desmintiendo, de valuando o disminuyendo lo verbalizado. Tarea difícil, sobre todo, cuando el que habla se ha excedido en promesas que lue go la vida se encarga de volatilizar.
En el evangelio de Juan dice Jesús: «El que me ama, guar dará mi palabra, mi Padre lo amará y los dos vendremos a él y viviremos con él. El que no me ama, no guarda mis pala bras; y la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,23-24).
El Maestro nazareno dio en la clave: amarlo a él equivale a guardar su palabra, llevándola a la práctica. Y su palabra-mensaje no fue otra cosa que la fidelidad al pueblo por el que hay que desvivirse; el servicio incondicional a las canas infe riores y marginadas de éste; ]a lucha por su liberación; la abolición de las nuevas esclavitudes, hoy más refinadas que nunca; la construcción de una sociedad diferente, donde las relaciones entre los hombres no sean de 'lobo a hombre'; la conquista de un mundo donde los que más tienen tengan me nos, para que los que no tienen tengan algo.
No es fácil guardar esta palabra del Maestro. Supondrá una fuerte lucha contra los que, desde arriba, traten de con servar sus privilegios; contra los que, desde abajo, pretendan excusar o exculpar su pasividad; contra los que, desde el medio, traten de poner vaselina en las úlceras y tumoraciones de nuestro tiempo sin adoptar remedios enérgicos y decididos.
Por guardar la palabra del Padre, Jesús sufrió la persecución, el rechazo, la soledad y el abandono de todos. Algo similar sucederá a todos los que, cristianos o no, hayan ligado su suerte a la del pueblo como Jesús.
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