El encargo que en el Evangelio les transmitió inmediatamente antes de la orden anterior: «Y añadió: "Así estaba escrito: El
Mesías padecerá, pero al tercer día resucitará de la muerte; y en su nombre se predicará la enmienda y el perdón de los pecados a todas las naciones paganas. Empezando por Jerusalén, vosotros seréis testigos de todo esto"» (Lc 24,46-48), en Hechos tiene lugar el último día, después que los apóstoles se confabulasen -más adelante veremos el motivo- para pedirle que restaurase el reino a Israel (Hch 1,6), cuya representatividad les había con fiado el propio Jesús (cf. Lc 6,13-15), pero que, por culpa de la deserción de Judas, se había ido al traste (recuérdese 22,3 y 22,47): «No es cosa vuestra conocer ocasiones o momentos que el Padre ha reservado a su propia autoridad (argumento disuaso rio); al contrario, recibiréis fuerza cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y así seréis mis testigos en Jerusalén y también en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,7-8). Cuándo y cómo Dios intervendrá en la historia es cosa suya, nadie debe ni puede manipular sus planes; y él respeta y secunda la libertad de los hombres. El Espíritu Santo, en cambio, les dará fuerzas para realizar la utopía del reino.
En el texto del Evangelio, el deseo de justicia y de solidaridad humana son condición previa para poder proclamar entre las naciones paganas la nueva y definitiva presencia de Jesús como Señor de la historia del hombre. El testimonio lo tienen que dar, en primer lugar, «en Jerusalén» (transliteración del nombre he breo), en sentido sacral (característica que se repite -manera de subrayar su importancia- al final del primer libro y al prin cipio del segundo), tal como lo acaba de dar él; esto les habría acarreado el éxodo forzoso, pero liberador, fuera de la ciudad sagrada. De hecho no fue así, como tendremos ocasión de com probar cuando empecemos el segundo libro. La segunda etapa debería haber abarcado «toda la Judea (incluyendo la Galilea) y Samaria». La tercera, después de entrenarse entre los hetero doxos samaritanos, «todas las naciones paganas» (Lc), «hasta los confines de la tierra» (Hch).
LA NUEVA PRESENCIA DE JESUS
«TAL COMO LO HABEIS VISTO MARCHARSE AL CIELO»
Al final del Evangelio, Lucas (y solamente él) narra de forma sucinta la ascensión de Jesús al cielo: «Después los sacó fuera, en dirección a Betania, y levantando las manos los bendijo» (24,50).
De las palabras, Jesús pasa ahora a los hechos: 'los saca' literalmente 'fuera' de Jerusalén, como antiguamente Dios 'había sacado' al pueblo de Israel de la tierra de Egipto (la misma expresión que en la versión griega de los LXX en Ex 12,42.51; 13,3, etc.), es decir, 'los saca' de la institución judía, que se ha convertido en tierra de opresión, para que no regresen a ella nunca mas.
Por desgracia, de poco les servirá, puesto que -como nos dirá en seguida el evangelista y luego repetirá al comienzo del segundo libro «ellos regresaron a Jerusalén» (en sentido fuerte) y, por cierto, «con gran alegría» (24,52), como si de un 'regreso' triunfal se tratara. De ahí que ponga Lucas a modo de colofón del primer libro: «y estaban continuamente en el templo bendi ciendo a Dios» (24,53), puntualización que delata sin más la reverencia y estima que profesan hacia la institución del templo. Hasta ese momento -viene a decir Lucas- no se han enterado en absoluto de que «la cortina del santuario se rasgó por medio» a la muerte de Jesús (cf. 23,45). Este, previendo que regresarían a sus seguridades, les había indicado la 'dirección' hacia la cual debía encaminarse la comunidad de discípulos después de su partida: «"Betania" debería haberse convertido en el punto de referencia de la pequeña comunidad, en lugar del templo de Jerusalén. En el lenguaje figurado del evangelista, "Betania" y "Jerosólima" se oponen respectivamente a "templo" y "Jerusa lén".»
«Y sucedió que, mientras él los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo» (24,51). La ascensión de Jesús está descrita en términos de separación, exenta de connotaciones gloriosas. Se abre así un corto compás de espera, para que los discípulos, privados de la presencia física de Jesús, reflexionen sobre el sentido que él con su muerte y resurrección ha impreso de forma indeleble en su condición de Mesías y aguarden con todas sus fuerzas la realización de la promesa del Padre.
La segunda descripción de la ascensión de Jesús en el libro de los Hechos será mucho más minuciosa: «Y dicho esto», a saber: la predicción de una irrupción inminente de la fuerza del Espíritu Santo sobre ellos con vistas a la realización del encargo universal, cuando ellos se habían confabulado precisamente para preguntarle si en este preciso momento iba a restaurar el reino para Israel (cf. Hch 1,6-8), «viéndolo ellos, fue llevado (al cielo) hasta que una nube lo ocultó a sus ojos» (1,9). Ahora se compren de el porqué de su confabulación, porque los había echado de la institución judía, sagrada para ellos. De nuevo, en la descrip ción de la ascensión no se aprecia ningún rasgo glorioso.
Como telón de fondo ha colocado Lucas el paradigma de la ascensión de Elías (léase 4 Re LXX 2 Sam 2). Los discípulos, siguiendo el ejemplo de Eliseo, observan fijamente el cielo, espe rando que cual nuevo Elías Jesús les deje automáticamente su manto, su herencia.
Pero aquí, aunque lo han visto mientras se iba, no les ha dejado nada. Ni carro de Israel ni sus caballeros, nada de torbe llino: «Mientras miraban fijamente al cielo cuando se marchaba, mirad (el foco ilumina a dos personajes introducidos en escena, que permanecían en la penumbra), dos hombres vestidos de blanco que se habían presentado a su lado» (Hch 1,10), pero que habían pasado completamente inadvertidos para ellos. Son Moisés y Elías, según se desprende de sus dos anteriores apari ciones (cf. Lc 9,30 y 24,4). En lugar del nuevo Elías, se les presenta el antiguo, en representación de los Profetas, junto con Moisés, personificación de la Ley.
Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, la Escritura en persona, como en el caso de las mujeres en el sepulcro, serán los intérpre tes de la nueva situación, intentando disuadir a los discípulos de sus vanas e inútiles esperanzas cifradas en el Elías nacionalista y violento: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que se han llevado a lo alto de entre vosotros vendrá tal como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11).
La vuelta de Jesús, como su ida al cielo, se realizará sin manifestación alguna esplendorosa, sin gloria ni poder, y tendrá lugar en el momento de la efusión del Espíritu Santo. Jesús ya les había predicho que su Espíritu. no lo iban a recibir automá ticamente, como ocurrió en tiempos de Elías/Eliseo. También nosotros únicamente lo descubriremos a través de su encarnación en la historia, siempre que consigamos atravesar esta 'nube' que ahora nos lo oculta. La 'nube' separa dos presencias: la histórica, caduca y mortal, y la definitiva, sin condicionamientos de espacio y tiempo. Una y otra tienen en común la encarnación real y solidaria en la historia del hombre.
Jesús ha completado definitivamente su éxodo, con su ida hacia el Padre; pero ellos «regresaron a Jerusalén», la institución judía de donde aquél los había 'sacado' (1,12a). Están muy verdes todavía para que puedan llevar a término su éxodo personal.
Mesías padecerá, pero al tercer día resucitará de la muerte; y en su nombre se predicará la enmienda y el perdón de los pecados a todas las naciones paganas. Empezando por Jerusalén, vosotros seréis testigos de todo esto"» (Lc 24,46-48), en Hechos tiene lugar el último día, después que los apóstoles se confabulasen -más adelante veremos el motivo- para pedirle que restaurase el reino a Israel (Hch 1,6), cuya representatividad les había con fiado el propio Jesús (cf. Lc 6,13-15), pero que, por culpa de la deserción de Judas, se había ido al traste (recuérdese 22,3 y 22,47): «No es cosa vuestra conocer ocasiones o momentos que el Padre ha reservado a su propia autoridad (argumento disuaso rio); al contrario, recibiréis fuerza cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y así seréis mis testigos en Jerusalén y también en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,7-8). Cuándo y cómo Dios intervendrá en la historia es cosa suya, nadie debe ni puede manipular sus planes; y él respeta y secunda la libertad de los hombres. El Espíritu Santo, en cambio, les dará fuerzas para realizar la utopía del reino.
En el texto del Evangelio, el deseo de justicia y de solidaridad humana son condición previa para poder proclamar entre las naciones paganas la nueva y definitiva presencia de Jesús como Señor de la historia del hombre. El testimonio lo tienen que dar, en primer lugar, «en Jerusalén» (transliteración del nombre he breo), en sentido sacral (característica que se repite -manera de subrayar su importancia- al final del primer libro y al prin cipio del segundo), tal como lo acaba de dar él; esto les habría acarreado el éxodo forzoso, pero liberador, fuera de la ciudad sagrada. De hecho no fue así, como tendremos ocasión de com probar cuando empecemos el segundo libro. La segunda etapa debería haber abarcado «toda la Judea (incluyendo la Galilea) y Samaria». La tercera, después de entrenarse entre los hetero doxos samaritanos, «todas las naciones paganas» (Lc), «hasta los confines de la tierra» (Hch).
LA NUEVA PRESENCIA DE JESUS
«TAL COMO LO HABEIS VISTO MARCHARSE AL CIELO»
Al final del Evangelio, Lucas (y solamente él) narra de forma sucinta la ascensión de Jesús al cielo: «Después los sacó fuera, en dirección a Betania, y levantando las manos los bendijo» (24,50).
De las palabras, Jesús pasa ahora a los hechos: 'los saca' literalmente 'fuera' de Jerusalén, como antiguamente Dios 'había sacado' al pueblo de Israel de la tierra de Egipto (la misma expresión que en la versión griega de los LXX en Ex 12,42.51; 13,3, etc.), es decir, 'los saca' de la institución judía, que se ha convertido en tierra de opresión, para que no regresen a ella nunca mas.
Por desgracia, de poco les servirá, puesto que -como nos dirá en seguida el evangelista y luego repetirá al comienzo del segundo libro «ellos regresaron a Jerusalén» (en sentido fuerte) y, por cierto, «con gran alegría» (24,52), como si de un 'regreso' triunfal se tratara. De ahí que ponga Lucas a modo de colofón del primer libro: «y estaban continuamente en el templo bendi ciendo a Dios» (24,53), puntualización que delata sin más la reverencia y estima que profesan hacia la institución del templo. Hasta ese momento -viene a decir Lucas- no se han enterado en absoluto de que «la cortina del santuario se rasgó por medio» a la muerte de Jesús (cf. 23,45). Este, previendo que regresarían a sus seguridades, les había indicado la 'dirección' hacia la cual debía encaminarse la comunidad de discípulos después de su partida: «"Betania" debería haberse convertido en el punto de referencia de la pequeña comunidad, en lugar del templo de Jerusalén. En el lenguaje figurado del evangelista, "Betania" y "Jerosólima" se oponen respectivamente a "templo" y "Jerusa lén".»
«Y sucedió que, mientras él los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo» (24,51). La ascensión de Jesús está descrita en términos de separación, exenta de connotaciones gloriosas. Se abre así un corto compás de espera, para que los discípulos, privados de la presencia física de Jesús, reflexionen sobre el sentido que él con su muerte y resurrección ha impreso de forma indeleble en su condición de Mesías y aguarden con todas sus fuerzas la realización de la promesa del Padre.
La segunda descripción de la ascensión de Jesús en el libro de los Hechos será mucho más minuciosa: «Y dicho esto», a saber: la predicción de una irrupción inminente de la fuerza del Espíritu Santo sobre ellos con vistas a la realización del encargo universal, cuando ellos se habían confabulado precisamente para preguntarle si en este preciso momento iba a restaurar el reino para Israel (cf. Hch 1,6-8), «viéndolo ellos, fue llevado (al cielo) hasta que una nube lo ocultó a sus ojos» (1,9). Ahora se compren de el porqué de su confabulación, porque los había echado de la institución judía, sagrada para ellos. De nuevo, en la descrip ción de la ascensión no se aprecia ningún rasgo glorioso.
Como telón de fondo ha colocado Lucas el paradigma de la ascensión de Elías (léase 4 Re LXX 2 Sam 2). Los discípulos, siguiendo el ejemplo de Eliseo, observan fijamente el cielo, espe rando que cual nuevo Elías Jesús les deje automáticamente su manto, su herencia.
Pero aquí, aunque lo han visto mientras se iba, no les ha dejado nada. Ni carro de Israel ni sus caballeros, nada de torbe llino: «Mientras miraban fijamente al cielo cuando se marchaba, mirad (el foco ilumina a dos personajes introducidos en escena, que permanecían en la penumbra), dos hombres vestidos de blanco que se habían presentado a su lado» (Hch 1,10), pero que habían pasado completamente inadvertidos para ellos. Son Moisés y Elías, según se desprende de sus dos anteriores apari ciones (cf. Lc 9,30 y 24,4). En lugar del nuevo Elías, se les presenta el antiguo, en representación de los Profetas, junto con Moisés, personificación de la Ley.
Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, la Escritura en persona, como en el caso de las mujeres en el sepulcro, serán los intérpre tes de la nueva situación, intentando disuadir a los discípulos de sus vanas e inútiles esperanzas cifradas en el Elías nacionalista y violento: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que se han llevado a lo alto de entre vosotros vendrá tal como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11).
La vuelta de Jesús, como su ida al cielo, se realizará sin manifestación alguna esplendorosa, sin gloria ni poder, y tendrá lugar en el momento de la efusión del Espíritu Santo. Jesús ya les había predicho que su Espíritu. no lo iban a recibir automá ticamente, como ocurrió en tiempos de Elías/Eliseo. También nosotros únicamente lo descubriremos a través de su encarnación en la historia, siempre que consigamos atravesar esta 'nube' que ahora nos lo oculta. La 'nube' separa dos presencias: la histórica, caduca y mortal, y la definitiva, sin condicionamientos de espacio y tiempo. Una y otra tienen en común la encarnación real y solidaria en la historia del hombre.
Jesús ha completado definitivamente su éxodo, con su ida hacia el Padre; pero ellos «regresaron a Jerusalén», la institución judía de donde aquél los había 'sacado' (1,12a). Están muy verdes todavía para que puedan llevar a término su éxodo personal.
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