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viernes, 30 de julio de 2010

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lucas 12. 13-21) - Ciclo C: Voz del verbo contestar



- Vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad... (Ecl 1,2; 2,21-23).
- ...Buscad los bienes de allá arriba... Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra... (Col 3,1-5.9-11).
- ...Guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes... (Lc 12,13-21).


Un libro de ruptura

Alguno, con evidente alivio, ha establecido que se ha terminado el tiempo de la contestación.

Y, sin embargo, la palabra de Dios en este domingo (¡y no solamente hoy!) aparece decididamente contestataria.

Las tres lecturas no hacen otra cosa más que contestar: costumbres, mentalidades, comportamientos, previsiones.

Comienza Qohelet, o Eclesiastés, o Presidente de la asamblea (o también, como prefiero, «uno de la asamblea», «uno que tiene algo que decir en la asamblea»), con su libro de ruptura -quizás un poco injustamente descuidado por la tradición cristiana- escrito alrededor de doscientos cincuenta años antes de Cristo, que nos echa encima puñados de inquietudes, interrogantes angustiosos, críticas radicales.

Es demasiado cómodo liquidar esa lava incandescente como producto de un incurable pesimista.

Con agudeza da en el blanco B. Maggioni cuando ofrece esta interpretación: «Entre la creencia en la justicia sobre la tierra, que es rechazada, y la creencia en la justicia después de la muerte, que no ha sido todavía vislumbrada, la fe pasa a través de una crisis.

Qohelet es un libro de crisis... un libro de transición...». Y puede convertirse, precisamente a través de la demolición despiadada de cómodas sistematizaciones filosóficas y teológicas, en la denuncia descarnada de todas las contradicciones, en una transición, en un paso obligado hacia una fe auténtica (aunque el autor permanezca como testigo en la vertiente de la negación, de la demolición de las construcciones postizas, y no esté dispuesto a ofrecer una nueva síntesis).

Es necesario tener presente la pregunta de fondo en torno a la cual gira todo el libro: ¿qué sentido tiene la vida?

«Vaciedad» es su respuesta. «Todo es vaciedad», martillea en cada página.

Vaciedad es la primera y la última palabra de este libro contestario. La palabra hebrea hebel (de la que se deriva Abel) indica soplo (soplo que pasa de prisa y se apaga inmediatamente), vapor que se desvanece rápidamente, humo que se disipa.

Consiguientemente una realidad furtiva, pasajera, de escasa consistencia.

Alguno -como Barucq- traduce absurdo (pero peligra caer en una categoría filosófica).

Algún otro -como Maillot- prefiere fragilidad.

No estamos en el campo de la no-realidad. La existencia es real, pero sus construcciones -y antes todavía los proyectos de los hombres y los esfuerzos para realizarlos- no son sólidas, sino frágiles. Viento, precisamente.

La sombra de la muerte planea sobre el libro desde la primera página, y parece una gélida ala que envuelve el universo entero. Entre los otros, Qohelet presenta un ejemplo concreto de vaciedad: un hombre trabaja toda la vida, pasa las noches insomnes, se somete a sacrificios inenarrables, se afana para realizar algo duradero. Frente al vencimiento obligado de la muerte podría consolarse con el pensamiento de dejar algo «sólido», importante, que los otros apreciarán y custodiarán.

Nada de esto. ¿Quién puede prever si el sucesor será cuerdo o estúpido? Existe el riesgo de que un heredero necio, y que no ha puesto ni siquiera una gota de sudor, disipe en poco tiempo lo que se ha acumulado con tanto esfuerzo.
Así, no sólo se olvida inmediatamente lo que uno ha sido, sino que se destruye lo que uno ha hecho.

También el trabajo -realizado con inteligencia, pasión, fantasía, habilidad- está bajo el signo de la vaciedad.

Jesús contestatario

Jesús, en la página de Lucas, contesta en primer lugar la tarea de árbitro que uno quería asignarle en una controversia de herencia (¡he ahí una sorprendente conexión con la inquietud de Qohelet!).

Su misión se coloca en un nivel distinto al de las disputas mezquinas vinculadas a intereses económicos.

Dios -aunque con frecuencia se ha pretendido esto de él- no es el guardián, ni el supra-policía de las cajas fuertes o de los «recintos» que se querrían considerar los más sagrados del templo.

Cristo ha venido para hacernos descubrir que Dios nos ama, para darnos el mandamiento del amor mutuo, no para establecer quién tiene razón y quién sinrazón entre dos hermanos que riñen y se despedazan por un puñado de dinero.
El enseña a compartir, y no puede ser demandado como testigo «neutral» entre gente entrenada en hacer valer los propios derechos. Y tenemos todavía a Jesús contestario severo de los pensamientos y proyectos del «rico necio». El soliloquio complacido de éste es interrumpido bruscamente por un juicio sin apelación: «¡Necio!».

El inventario de su fortuna, los planes de ampliación de los graneros, las consideraciones acerca del «tranquilizador» estado de salud de su hacienda, las rosadas previsiones de un futuro sin problemas, salpicado de comilonas continuas y bebidas regalonas, van a chocar contra un muro: la noche. Es más, «esta noche».

Frente a la muerte, no podrá presentar esos balances. Las cifras de los beneficios ya no son legibles en esa oscuridad total. En todo caso podrán despuntar otras cifras luminosas (las cifras del ser, de la fraternidad, del don, de la alegría regalada, de la amistad desinteresada, del amor fiel...), que desgraciadamente parece que están ausentes en sus libros contables.

«Esta noche te van a exigir la vida...».

Muchos están preparados para presentar registros perfectos (tanto del tener como del saber, e incluso de los éxitos obtenidos). Lo malo es que se «exige» la vida. Es necesario dar cuenta de la vida, no de aquello que uno ha amontonado. O sea, ¿qué has hecho de tu vida? ¿En qué la has empleado? ¿Qué orientación la has dado?

El rico es estúpido no porque muere. Sino porque equivoca la vida de una manera clamorosa. Y aunque la «noche» fuese desplazada a cien años después, continuaría comportándose como un «necio», o sea no-viviendo.

Jesús, en el fondo, le acusa de no ser bastante previsor. No ha logrado pensar «más allá» de la noche. Agranda los silos, pero no logra ampliar los horizontes, se deja aprisionar en el horizonte terrestre, que termina por sofocarlo.

Jesús ni siquiera condena la riqueza. Simplemente censura a quien hace de ella un ídolo, que termina por sustituir al único Señor; suspende a quien «amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios».

El Maestro no enseña el desprecio de las realidades terrestres. Propone la superación.

Además, contesta, especialmente, la mentalidad corriente según la cual la vida del hombre «depende de sus bienes».

La seguridad no viene de lo que uno ha acumulado, sino de los valores sobre los que ha planteado la propia existencia.

La codicia empobrece al hombre, lo hace menos hombre, menos humano, incluso inhumano y, por último, lo convierte en ciego y por consiguiente desprovisto de la única luz capaz de aclarar la «noche» inevitable.

Es necesario contestar al hombre viejo

También Pablo contesta a quien limita la propia mirada a la contemplación de las cosas de aquí abajo, sin explorar las de allá arriba. E invita al cristiano a contestar radicalmente «al hombre viejo». La experiencia pascual del bautismo permite el nacimiento del hombre nuevo, liberado de todas las idolatrías, capaz de dar la muerte a lo que lleva gérmenes de muerte (placeres egoístas, pasiones insanas, malos deseos, apasionamiento del sexo, «avaricia insaciable»), y de descubrir los verdaderos tesoros.

Hay un pasado con el que romper, un presente que vivir con fe y lucidez, y un futuro de gloria -garantizado por Cristo «sentado a la derecha de Dios»- hacia quien dirigir los ojos atravesando el muro de la «noche».

También resulta significativa la advertencia: «No sigáis engañándoos unos a otros».

El hombre nuevo, como signo de que está en él, escondida, la vida de Cristo, manifiesta la sinceridad, la transparencia (¿quién sabe si en la praxis de cada uno y de la comunidad y de las instituciones, existe esta conciencia clara de que la mentira -pequeña o grande es un producto del hombre viejo, y consiguientemente la prueba de que Cristo aún no ha entrado en nuestra existencia? Todavía hoy se continúa pontificando sobre el post-moderno. Quizás fuese mejor verificar si determinados comportamientos y lenguajes no se colocan en el pre-cristiano...).

Y la frase de la Carta a los colosenses, en relación a nuestro tema, pueda constituir una invitación a no engañar a los otros con una vida no verdadera, no auténtica, aparente.

Nuestra sociedad se presenta, en muchas de sus manifestaciones, como una sociedad de mutua ilusión.

El cristiano rechaza participar y prestarse de alguna manera a este juego de los mutuos engaños.

A quien le pregunta por el camino (aunque sea de una manera implícita), el creyente no puede sino sugerir un horizonte que está «más allá». Más allá de la posesión, del goce desenfrenado, del poder, del saber, del aparecer.

En una palabra, «más allá» del mercado y «más allá» del escenario.

Tema: añadir al menos una palabra... Volvamos al principio.

Qohelet sostiene que todo es vaciedad y nada más que vaciedad. Dado el horizonte en que se ha colocado (no por su culpa, entiéndase bien) tiene que llegar a esta conclusión.

Podría haber conocido la parábola de Jesús sobre el rico necio y las frases que lo preceden, podría al menos haber insinuado una sospecha: «Todo es vanidad, excepto quizás...».

De esta manear hebel no hubiera sido la última palabra, sino la penúltima.

El excepto tenemos que ponerlo nosotros. Lo que más cuenta, y cada uno es invitado a añadir algo después de aquel providencial «excepto» (una especie de eje sutil que permite saltar el abismo de la «noche» abierto de par en par).

Nadie puede hacerlo por nosotros.

Así pues, todo es vaciedad, excepto... Animo, completemos la frase.

No es un deber de la escuela. Es el tema de la vida.

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