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jueves, 10 de febrero de 2011

VI Domingo del T.O. (Mt 5, 17-37) - Ciclo A: El Dios exigente


Por A. Pronzato

Alegría y facilidad no caminan juntos

Las bienaventuranzas, con las que empezaba el sermón de la montaña, presentaban al Dios de la felicidad.
Hoy el pasaje evangélico que se nos propone limpia de equívocos el terreno. La alegría, desde el punto de vista de Dios, no va pareja con la facilidad.
El Dios de la felicidad es el Dios exigente. Que propone una interpretación de la ley, de la ética, en clave de radicalidad, me atrevería a decir «de exceso». Que presenta un programa de vida en donde el compromiso que se exige trasciende los criterios comunes, las formas normalmente aceptadas, los comportamientos regidos por la racionalidad.

El «pero yo os digo» no se refiere a la cantidad. Cristo no añade otros mandamientos, otras normas que caractericen su novedad.

Todo lo más, poda y simplifica la intrincada y tupida vegetación en el terreno moral, a fin de abrir sobre la cabeza del creyente un trozo de cielo.

En la maraña de infinitas prescripciones, toma con decisión un cabo del hilo y lo va siguiendo hasta las últimas consecuencias.

Sobre todo, no se limita a unos comportamientos externos irreprochables. Hunde su mirada en el corazón del hombre, que debe estar en armonía con el núcleo esencial de la ley, y consiguientemente tiene que ser despojado de todo sedimento de odio, de cólera, de desprecio, purificado de los miasmas de pensamientos y deseos malos, liberado de las tramas escondidas de la falsedad, de los cálculos taimados.

Prohibido conformarse

La novedad de la posición que tomó Cristo respecto a la ley antigua (no «abolición», sino «cumplimiento») podría resumirse en este dinamismo:

—continuidad

—ruptura

—superación.


Jesús no anula «lo que se dijo a los antiguos» (su desacuerdo se refiere todo lo más a ciertas intervenciones desviadas). Sin embargo, introduce en ello un elemento de ruptura («pero yo os digo»). Porque apunta al centro, recuperando la inspiración y la tensión originales, purificándolas de las adherencias abusivas que las sofocaban y paralizaban.

Sobre la ley de Dios proyectaron los hombres sus esquemas, sus comentarios, sus formas y sus hábitos, que acabaron oscureciendo el proyecto original y sobre todo bloqueando su dinamismo.

La ley quedó momificada, fija, inmóvil, a pesar de que se amplió sin medida. Jesús le devuelve el movimiento, la ligereza; revela sus posibilidades.

La ley aprisionada en las formas, que ha alcanzado dimensiones desproporcionadas, es una ley de-formada, que no manifiesta ya las intenciones de Dios, el proyecto de su amor.

Jesús la libera de esta escayola esclerotizante, de estas armaduras exteriores, hace que exploten sus contradicciones, pone de relieve su sentido, su alma, su lógica de fondo, revela sus consecuencias, su riqueza y las posibilidades que encierra para el presente. En una palabra, le restituye el dinamismo que había quedado congelado.

Jesús pretende que sus discípulos practiquen una justicia «superior» a la de los escribas y fariseos. Esto no quiere decir que tengan que sentirse superiores, ni que haya que condenar en bloque aquella praxis.

Simplemente, los discípulos no pueden «contentarse» con repetir ese modelo. Están llamados a hacer algo distinto. Para ellos vige la regla de la superación, la del ir siempre más allá.

Sin caer en fáciles e injustas simplificaciones (que a menudo dependen de imágenes caricaturescas que han sido elaboradas sobre aquellos personajes), podemos señalar que:

1. La justicia de los escribas revela demasiadas veces una preocupación por la exactitud y por la ortodoxia formales, por la fidelidad a la letra, dejando de lado el espíritu.

2. La justicia que practican los fariseos (los fariseos de todos los tiempos y de todas las áreas religiosas) puede pecar de rigidez, de rigorismo frío, de preocupación cuantitativa, de falta de interioridad, de atención exasperada a las minucias hasta perder de vista lo esencial.

Las antítesis formuladas por Jesús subrayan una apertura y una intensidad en el amor que tiene que caracterizar a las relaciones con el prójimo, una pureza de intenciones, una fidelidad sin grietas ni vacilaciones, una falta de todo artificio (incluido el legalista) en los comportamientos y en el lenguaje.

En una palabra: la caridad llevada a las últimas consecuencias, la interioridad, la transparencia.


Ganar credibilidad sin el amparo abusivo de Dios

A propósito de artificios que obligan a salirse de la normalidad y sencillez del lenguaje («sí, sí; no, no») para emprender el camino fraudulento de ese «lo que pasa de ahí viene del Maligno», será oportuno detenerse en el tema del juramento.

Observemos cómo Jesús desenmascara las hipocresías y las contradicciones de nuestros comportamientos.

En efecto, el juramento apela a Dios, lo implica en nuestros asuntos.

Jesús desmonta por su base toda la mecánica, aunque solemne, de los juramentos, a través de los cuales se invoca a Dios como testigo de la veracidad de una afirmación.

Como si dijese: si, cuando pronuncias un juramento, necesitas ponerte en la presencia de Dios, eso significa que olvidas que estás siempre en la presencia de Dios.
Si lo que tienes en los labios corresponde a lo que hay en tu corazón, entonces puede bastar con un simple sí o con un simple no.

La garantía de tu sí o de tu no eres tú mismo, tu ser «verdadero», no Dios.

Jesús se niega a ver en el juramento un dique de contención a la mentira (a veces el juramento puede convertirse en un refugio de la mentira). Quiere destruir la mentira. No se contenta con mantenerla fuera de los tribunales y de los actos públicos.

Intenta eliminarla totalmente de la vida.

El creyente se ve situado frente a sus propias responsabilidades. No se le permite apelar a Dios para obtener credibilidad. Tiene que caminar al descubierto, ganarse la credibilidad con su propia trasparencia, no con el cobijo de Dios.

Como observa Bonhoeffer, «el juramento arroja la sombra de la duda sobre cualquier otra palabra humana. Por eso viene 'del Maligno'. Pero el discípulo tiene que ser luz en todas sus palabras».

El que no tiene nada que esconder delante de su Señor, no tiene nada que esconder o que falsear ante ningún otro.

El discípulo (y la Iglesia) no necesita esconder ni siquiera sus pecados, dado que la cruz de Cristo, además de perdonarlos, los revela, los manifiesta abiertamente.

Y también dice Bonhoeffer: «No hay verdad ante Jesús sin verdad ante los hombres. No se puede seguir a Jesús sin vivir en la verdad descubierta ante Dios y los hombres».


La provocación del «pero yo os digo»

Hoy, el «pero yo os digo» de Cristo introduce un elemento de ruptura respecto a los muchos maestros, a las muchas voces que nos asedian y nos condicionan.

Entendámonos: el discípulo que recoge ese inquietante «pero yo os digo», no se ve invitado a obedecer a los «antiguos» en oposición a los convincentes «modernos». Sintoniza, más bien, con una palabra «distinta», que viene de lejos, pero que se manifiesta siempre nueva y se traduce en comportamientos insólitos, sorprendentes, originales, no programables.

El recorrido del cristiano no es un recorrido «obligado», tal como pretenderían las propagandas y las modas y los más rancios tradicionalismos, sino «sorprendente».

El discípulo, que vive en el régimen de la gracia, está llamado a escoger (es la situación que se nos describe en la primera lectura), a tomar decisiones, en una actitud de verdadera libertad y con un marcado sentido de responsabilidad personal, que no puede delegar en ningún otro.

Pero la opción no tiene como referencia un montón de prescripciones formuladas una vez por todas, una serie de normas fijadas ya de antemano, un guión establecido, sino la atención a la voz del Espíritu que, además de ofrecernos una orientación de fondo, se convierte en cada ocasión en «inspiradora» de comportamientos inesperados, audaces, generosos, que nadie da por descontados.

Y el terreno en que se mueve no es el terreno árido de un código, sino el blando y fértil de la vida.

Finalmente, será conveniente no olvidar que la mirada del creyente oscila continuamente entre dos polos que siempre aparecen unidos: las exigencias «imposibles» pero necesarias de Dios y su infinita indulgencia.

Cristo, porque nos ama, porque quiere nuestra felicidad, nos pide mucho, nos pide la totalidad. Pero, al mismo tiempo, no ignora nuestras debilidades y nuestras miserias.

Pretende una respuesta seria, un compromiso absoluto. Y espera al mismo tiempo el arrepentimiento y el reconocimiento humilde de nuestras insuficiencias.

Dios, «a los que lo aman» —como recuerda Pablo en la segunda lectura— les ha revelado cosas nunca vistas ni oídas. Ha depositado como un secreto, y también como un germen, estas cosas inauditas e impensables en el corazón de los creyentes. Y este germen produce una sabiduría «divina, misteriosa, escondida», que no es de este mundo ni de los que dominan este mundo, sino que la comunica únicamente el Espíritu a través de la escuela y la fuerza del Crucificado.

Se trata de todos modos de que cada uno de nosotros nos dejemos provocar, sacudir continuamente, por aquel insistente «pero yo os digo», que nos empuja al terreno de la novedad más desconcertante.

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