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domingo, 15 de agosto de 2010

Andra Mari: La Mujer María. 1. Principios, mujer y madre.

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Ofrecí ayer una reflexiones bíblicas sobre la Asunciòn de María (Santa María del cielo), partiendo de la lectura de la misa del día (Ap 12). Varios han comentado ese post de un modo bondadosa, otros lo han hecho con aportaciones profundas que agradezco. Alguno ha perdido precisiones dogmáticas. Está en su derecho.

Por eso he pensado ofrecerlas, hoy y mañana, trazando primero una breve antropología mariana para fijarme después en aquello que tiene de especial, de peculiar y bello, el "dogma" (resplandor) católico de María, la madre Jesús.

(a) Hoy ofrezco los principios "judíos" de la vida de María, como mujer (Señora María, Mujer, Andra Mari), trazando unos principios de antropologìa mariana.Ella fue judía (no fue todavía cristiana, en el sentido posterior de la palabra). Por eso me fundo sobre todo en autores judíos, que me ayudan a entenderla.

b) Mañana expondré desde ese fondo (y desde la actualidad) los dos "dogmas" antropológicos marianos ya concretos de la Iglesia católica: el de su "concepción" (cómo ha sido engendrada en la carne y de la carne, en forma Inmaculada) y el de su "muerte" (cómo ha sido insertada en el proceso divino de la vida, que los critianos llaman Trinidad, cómo indica el símbolo de la AsunciónI.

Introducción

Suponiendo conocido el tema de María, la Madre de Jesus, en el Nuevo Testamento y conocidas también las primeras declaraciones de la Iglesia (que de alguna forma han culminado en los concilios de Éfeso y Calcedonia: 431 y 451d.C.), quiero situar el tema de la “mariología” desde la antropología de la modernidad. Los nuevos cristianos sabemos ya que María no es madre de un ser divino en general o de una de las divinidades sagradas (semi-cósmicas, semi-humanas) del paganismo antiguo o moderno, sino la madre y compañera de Jesús, un hombre concreto, que ha vivido una historia muy honda de carne, es decir, de entrega comprometida y sanadora a favor de los excluidos por su carne (enfermos, impuros, expulsados), que ha culminado con la entrega total de su vida a favor de los demás, condenado a morir en una cruz. Le llamamos sido Madre de Dios porque ha sido (siendo) la madre concreta de un hombre encarnado en el centro de la historia de los hombres. Así lo mostraremos, precisando los presupuestos antropológicos y las formulaciones concretas de los últimos dogmas marianos.

Una antropología biográfica de la Madre de Jesús.

María no es madre espiritual de una naturaleza abstracta (que no existe), sino madre histórica (carnal) de Jesús, hombre concreto, Hijo de Dios. Desde ese fondo podemos y debemos evocar los momentos históricos de su maternidad personal, en un proceso en el que destacamos nacimiento, despliegue biográfico y muerte.

En contra de lo que parecía afirmar el pensamiento helenista, el hombre no es naturaleza universal (por encima del tiempo), sino un proceso histórico de vida personal. En esa línea pudiéramos decir que el ser humano (hombre y/o mujer) es Auto-Presencia en Relación, alguien que sólo está en sí mismo (es consciente de sí, se posee) en la medida en que se relaciona con los demás. Pues bien, en el caso de María, esta relación está definida de manera muy profunda (aunque no única) por su maternidad mesiánica. El evangelio evoca otras relaciones de María (con José y con los «hermanos» de Jesús, con el Discípulo Amado y con otros miembros de la iglesia), que son fundamentales para trazar el perfil de su persona. Pero aquí queremos centrarnos en aquella que ha sido más importante para la conciencia de la iglesia: la relación de María con Jesús, en un plano de engendramiento, compañía y muerte.

Ciertamente, las relaciones de María con Jesús han de situarse en el contexto más amplio de su historia total, como mujer y persona, que se relaciona de un modo personal con Dios y con el pueblo israelita y con José, con sus restantes familiares (los «hermanos» de Jesús) y con el conjunto de la iglesia. Como seguiremos indicando, las relaciones de María con Jesús no son excluyentes ni únicas, sino que se sitúan dentro de un abanico más amplio de referencias de conversación y generación, de solidaridad y de apertura creadora.

Presupuesto 1. Madre originante, madre acompañada: engendramiento.

Ser madre es dar la vida, no en plano de ideas o principios generales, sino en la propia carne. El mito helenista de Pandora, repetido sin cesar en la cultura patriarcalista, suponía la madre es «ánfora» que acoge y madura la simiente masculina, vientre que recibe pasivamente el semen patriarcal. Hoy sabemos que ella juega un papel activo en el proceso de generación biológica del niño y, sobre todo, que engendra a través de su palabra-carnal (=encarnada), ofreciendo al niño el calor de la vida, el alimento de los pechos, el cariño del corazón, el cuidado de las manos y, de un modo especial, la palabra de la comunicación personal y de la libertad. Así lo ha destacado Lc 1, 26-38, situando la maternidad responsable de María, en nivel del diálogo con Dios.

Leída a la luz de la experiencia israelita (asumida en otra perspectiva por Mt 1, 18-25), esta es una maternidad «en compañía», que no se puede entender simplemente desde la ausencia de un varón, sino desde un diálogo más profundo con el varón (en este caso José) y con toda la historia israelita. Sólo de esa forma se puede hablar de la Presencia del Espíritu Santo, que no se entiende como sustituto de una carencia humana sino como plenitud de sentido de la maternidad humana de María.

En este sentido, su maternidad no ha de entenderse de un excluyente (por oposición al influjo de otros), sino de un modo incluyente: en ella se expresa el misterio y la tarea genética de los hombres (varones y mujeres), como engendradores de vida. Por eso, podemos afirmar que la iglesia ha proyectado hacia María unos rasgos de paternidad-maternidad que no son exclusivamente femeninos, sino humanos, en plenitud, aunque reciben matices distintos en lo masculino y femenino.

La maternidad se sitúa, por tanto, en un nivel de corporalidad comunicativa, engendradora, que se expresa través del cuerpo-hecho-Palabra, en diálogo concreto con los otros (sobre todo, en un nivel de relación de mujeres con varones). Cerrada en sí misma, sin comunicación-carnal de los padres entre sí y de ambos con Dios (y con la nueva vida, que nace en la carne), la maternidad carecería de valor humano, sería algo monstruoso, en nivel pre-humano o post-humano, pero nunca salvador para los hombres. Cuando la iglesia afirma que María es Madre del Verbo de Dios en la carne la sitúa en el centro de un proceso de generación humana, es decir, de comunicación personal, que se realiza en el nivel de la carne entera (que sólo existe en plano de amor-palabra), no de simple biología corporal.

Sólo en ese contexto puede nacer de verdad un niño, como dice Hanna Arendt. Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona, Península, 1996, 198: «Como el niño ha de ser protegido frente al mundo, su lugar tradicional está en la familia... La familia vive su vida privada dentro de cuatro paredes (de la casa) y en ellas se escuda, pues ellas cierran ese lugar seguro sin el cual ninguna cosa viviente puede salir adelante, y esto es así no sólo para la etapa de la infancia sino para toda la vida humana en general, pues siempre que se vea expuesta al mundo sin la protección de un espacio privado y sin seguridad, su calidad vital se destruye».

Presupuesto 2. Madre iniciadora, el despliegue de la vida.

La madre empieza siendo aquella que 'da a luz', poniendo al hijo fuera de sí y engendrándolo a través del afecto y palabra carnal, para que así pueda asumir su libertad y realizarse por sí mismo. Normalmente esta función la realiza la mujer con el varón, de manera que actúan ambos juntos, padre y madre (con el resto del grupo o sociedad en que están insertos), en diálogo de complementariedad personal, aunque el influjo de cada uno varía en los diversos casos y culturas. El Nuevo Testamento conserva las huellas de José, al quien tanto Lc 4 como Jn 1 presentan como padre de Jesús. Pero ha destacado especialmente la función materna de María, que puede ejercer y ejerce de un modo simbólico las funciones del padre y la madre, como supone Jn 2, 1-11. En ese sentido decimos que ella ha sido iniciadora, pues sitúa a Jesús antes su tarea mesiánica, abriéndole, no imponiéndole, un camino.

Lo que inicia al hombre en la vida no son unas ideas abstractas (unas esencias), sino unos gestos y caminos, asumidos y ofrecidos de manera normal por la madre (por los padres). Los que inician son los mismos padres. Lógicamente, la libertad creadora de Jesús, siendo propia y autónoma (¿qué tengo que ver yo contigo, mujer? ¡aún no ha llegado mi hora!: Jn 2, 4), está vinculada a la palabra y testimonio de la madre, que le abre un horizonte de sentido y le sitúa ante las necesidades de los hombres de su entorno. Jesús ha de asumir y recorrer su propio camino de libertad, que culmina en la entrega de la vida, y en ese sentido ha de «romper» con un cierto tipo de ataduras maternas (y paternas) pero no puede hacerlo en gesto de puro rechazo contra la madre, sino recibiendo y recreando el impulso que ella le ha ofrecido, en diálogo dramático, de tipo personal.

En este contexto resulta muy significativa la aportación de la antropología judía, tal como ha sido recogida de forma genial por F. Rosenzweig, en su manea de ver la oposición entre judaísmo y cristianismo. A su juicio, el judaísmo está vinculado con algo que se adquiere en el mismo nacimiento, definido por los padres, es decir, por el mismo pueblo, entendido como gran útero materno; por eso, los judíos no tienen que re-nacer (nacer a otro nivel de existencia) para encontrarse a sí mismos, sino que les basta con volver al origen del que han provenido. Por el contrario, los cristianos no nacen, sino que se hacen: el cristianismo es algo que está fuera de la vida natural, algo añadido, que se expresa en instituciones exteriores, de tipo eclesiástico.

«El misterio del nacimiento, que en el caso del judío le acontece al individuo, se halla aquí antes de todos los individuos: en el milagro de Belén. Ahí, en el origen de la Revelación, que es común para todos los individuos, tuvo lugar el nacimiento primero, común a todos ellos. El ser innegable, dado, originario y perdurable de su cristianismo no lo hallan estos en sí, sino en Cristo» (F. ROSENZWEIG, La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1997, 465).

Estas palabras inquietantes y luminosas del judío Rosenzweig, uno de los mejores conocedores del cristianismo del siglo XX, nos sitúan en el mismo centro de la mariología, tal como iremos mostrando a partir de ahora, en todo este trabajo. Rosenzweig supone que los judíos son un pueblo «natural», que nace de una madre (de un pueblo materno) que le ofrece lugar en la vida, de manera que a cada uno le basta con ser aquello que ha recibido; volver al origen del nacimiento, vincularse a la madre, eso es ser judío.

Por el contrario, los cristianos tienen que dejar a la «madre natural»: así deben superar su nacimiento particular (pagano, sometido al pecado original de una historia de pecado), para re-nacer en un plano de «espíritu», es decir, de universalidad. Situada en esta perspectiva, la Virgen Santa María, la madre mesiánica de Jesús, ya no es para los cristianos la madre carnal concreta que engendró un día a Jesús, sino una «madre ideal», en la línea de la espiritualidad gnóstica (o platónica), que los cristianos han inventado para universalizar la tradición judía (desligándola de su identidad concreta, de pueblo elegido y distinto).

Eso significaría que, en el fondo, Maria tendria que ser para los cristianos una «madre platónica», un tipo de eterno femenino, de madre eterna, pero no la madre carnal concreta, que nos puede vincular desde la carne del proceso de la vida. Ciertamente, Rosenzweig es demasiado inteligente para dejar que las cosas queden así, en forma de pura oposición. Por eso afirma, en el conjunto y las conclusiones de su libro, que cristianos y judíos se necesitan: que los judíos deben superar el riesgo de una madre nacional (que les cierra en su propio y exclusivo pasado, en su identidad cerrada) y que los cristianos tienen que superar su riesgo idealista (para encarnar el evangelio de Jesús en la historia concreta de los hombres).

Tendría que haber, según eso, un pacto entre la María judía (figura puramente nacional) y la María cristiana (que habría corrido el riesgo de universalizarse de un modo platónico, espiritualista, separado de la carne).

Sobre este fondo se sitúa, a mi juicio, el gran problema de la mariología y de la historia humana, en el lugar donde se pueda unir lo concreto (un pueblo histórico, una madre particular) y lo universal (María madre de todos), sin caer en el particularismo ni en el espiritualismo (ni en un sistema impositivo, que se impone sobre todos, negando sus diferencias). Pienso que podemos asumir este reto, para recuperar la maternidad carnal e histórica de María (mujer israelita), sin diluir el evangelio de su Hijo en un tipo de esencia supra-histórica (en un idealismo dictatorial, desencarnado, de tipo espiritualista o sacral). En esa línea se sitúan las reflexiones que siguen: la Madre Israel, la Madre María siguen siendo un principio e impulso de educación para nosotros, los cristianos, que también nos llamamos y queremos ser hijos de Israel.

Presupuesto 3. Madre del hijo muerto, fracaso de la madre.

Normalmente, la madre muere antes que el hijo, que le acompaña en el trance de la despedida. Pero en el caso de Jesús nos hallamos ante el acontecimiento, menos frecuente, pero muy significativo, de la madre que asiste a la muerte del hijo, de manera que puede sentirse fracasada: no ha engendrado a un hijo que pueda sobrevivirle, en la historia de la vida, sino a un hombre que muere derrotado, antes de tiempo, destruido en plena juventud por las ruedas de violencia de la sociedad o de la historia.

Esto ha sucedido a Jesús: ha recorrido su frágil camino de carne, en gesto de solidaridad, ofreciendo su mensaje a los pobres y excluidos de su pueblo, enfrentándose con ello al sistema sagrado de Israel y al orden imperial de Roma, que le han condenado a la cruz. La tradición afirma que el conjunto de sus discípulos y amigos han huido, dejándole solo en la muerte, pues tenían miedo de compartir su camino. Pero la misma tradición añade que, al lado de la cruz se han mantenido unas mujeres, y de un modo especial su madre, como testifica Mc 15, 40 (al menos veladamente) y como ha destacado de manera temática muy honda Jn 19, 26-27.
Esta imagen del hijo que muere, dejando a la madre doblemente viuda, sin marido y sin posibilidades de descendencia, aparece en algunas de las tradiciones escatológicas y apocalípticas más repetidas de Israel, como ha recogido de manera impresionante en el libro Cuarto de Esdras. La Doncella-Viuda de Israel llora sin consuelo por la muerte de sus hijos (cf. Mt 2, 16-18). Aquí nos encontramos ante el límite de las posibilidades de un judaísmo nacional como el Rosenzweig (y el de otros judíos, como E. Lévinas, de los que hablaremos luego). Este es el límite de toda religión particular, de todo engendramiento.

Pues bien, precisamente aquí, en el lugar donde parece que la maternidad fracasa, allí donde parece que se han roto todas las relaciones de Dios son su pueblo y la historia no tiene ya ningún sentido, viene a situarnos el evangelio cristiano. De esta forma se acaba y culmina la maternidad de Maria, como proceso carnal de diálogo con su hijo, que puede y debe recrearse, de un modo pascual, en la comunidad del Discípulo Amado. Sólo allí donde la madre está dispuesta a la muerte de su hijo (que es más que la muerte de ella misma) puede iniciarse un proceso de nueva y más alta comunión. Situada ya en este contexto, la maternidad de María sólo puede entenderse y valorarse de un modo pascual, como un elemento de la antropología del Cristo resucitado.

El tema del dolor de la madre por la muerte del hijo, que no es simple dolor físico, ni psicológico, sino expresión de un fracaso radical de maternidad, está en el centro de algunos textos básicos del Nuevo Testamento: no solo de Jn 19, 26-27 y de Mt 2, 16- 18 (como puede verse por los comentarios), sino también en Lc 2, 33-25 (cf.La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990, 167-186). Este es un tema que está en el fondo de mi Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 1194. Desde una perspectiva judía, ante la ruina del “hijo” muerto (ante la destrucción de gran parte de Israel en el Holocausto de 1938 a 1945), ha elevado su más honda antropología E. L. FACKENHEIM, La presencia de Dios en la historia. Afirmaciones judías y reflexiones filosóficas, Sígueme, Salamanca 2002. Pienso que todo lo que sigue puede entenderse como respuesta a sus preguntas, desde una línea cristiana, en la que Jesús aparece como el Pueblo de Israel que muere (para renacimiento del Israel universal).

Estos tres presupuestos antropológicos, que hemos querido evocar desde un trasfondo judío, nos sitúan en el centro del misterio de la vida y obra de la Madre de Jesús. Ella sigue vinculada, como madre mesiánica, con su pueblo carnal, de manera que podemos situarla en perspectiva de experiencia israelita (de Antiguo Testamento cristiano), no para separarla de la carne concreta del pueblo de Israel, sino para abrir desde ella un camino de encuentro y comunicación universal, que no sea idealismo gnóstico ni sistema social impositivo. De esa manera, como judía fecunda y sufriente, María forma parte del despliegue humano de Jesús y se sitúa (nos sitúa) ante su cruz pascual. Desde ese fondo tendríamos que haber expandido el último momento (Muerte de Jesús) en perspectiva de resurrección. Pero con eso entramos ya en el siguiente apartado del tema, tal como ha sido recogido por las formulaciones dogmáticas.

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