No sólo se fijaba en los lirios del campo, en los pájaros del cielo, sino que también Jesús era un profundo observador de la conducta humana: los niños sencillos y sin doblez, las viudas que dan todo lo que tienen, los pecadores que en el fondo tienen un corazón abierto al perdón y al arrepentimiento... y también se fijará el Señor en los aparentes, en los que van por la vida de reclamo y de etiqueta.
Estaba invitado en casa de uno de los fariseos un sábado. Tanto Él como los demás, todos se observaban mutuamente en aquél convite. ¿Qué vio Jesús? Que la gente se apuntaba a los primeros puestos, para salir en la foto de sociedad del lugar, para estar en la boca de los otros y sentirse en la pasarela del influjo y del renombre.
Jesús hablará siempre de la verdad, y por la verdad morirá, y de la verdad se autodefinirá. Jamás de la apariencia. Porque la apariencia es siempre una mentira, más o menos camuflada, más o menos fomentada y querida. Ser lo que en el fondo no se es, dar el pego y el camelo, aparecer tras el truco y la careta, jugar al eterno carnaval. Una persona así, que vive la vida desde su disfraz particular (importa poco que tal disfraz sea ideológico, cultural, económico... o incluso religioso), es una persona vendida a sí mismo, a sus pretensiones; una persona esclava de sus propias cadenas, y por eso inhábil para la libertad y para la sencillez.
«Cuando os inviten a una boda -decía el Maestro-, no busques el primer puesto» (Lc 14,8). No sólo por el soponcio que puede suponer después el que el acomodador te saque de tu podium, y te devuelva a tu cruda realidad, sino porque quien tiene pretensiones indebidas, quien va de "trepa" y de capta-portadas, es difícil que comprenda su dignidad, y la de los demás, cuando tan ocupado anda en su apariencia.
San Francisco lo dirá con su proverbial sencillez: «Somos lo que somos ante Dios, y nada más» (Admonición 19). Sólo quien ha experimentado la libertad de ser y de querer ser lo que somos ante los ojos de Dios, sólo ése puede entender a Jesús. Son los ojos del Señor los que nos guían en la senda verdadera, los que nos mueven a reemprender el camino siempre que nos cansamos de andar, los que nos desvían cuando se tuercen nuestros pasos, los que se hacen luz y gracia para caminar. Los ojos de los demás tantas veces ven poco, o ven mal, turbiamente quizás. Los ojos de Dios, no engañan nunca, no humillan nunca, alumbran sin deslumbrar. Feliz el que vive así, sencillamente, porque experimentará lo que es vivir en la paz, en la libertad, sin ansias devoradoras, sin poses hipócritas, sin trucos ficticios... siendo ante uno mismo y ante los otros, lo que somos ante Dios.
Estaba invitado en casa de uno de los fariseos un sábado. Tanto Él como los demás, todos se observaban mutuamente en aquél convite. ¿Qué vio Jesús? Que la gente se apuntaba a los primeros puestos, para salir en la foto de sociedad del lugar, para estar en la boca de los otros y sentirse en la pasarela del influjo y del renombre.
Jesús hablará siempre de la verdad, y por la verdad morirá, y de la verdad se autodefinirá. Jamás de la apariencia. Porque la apariencia es siempre una mentira, más o menos camuflada, más o menos fomentada y querida. Ser lo que en el fondo no se es, dar el pego y el camelo, aparecer tras el truco y la careta, jugar al eterno carnaval. Una persona así, que vive la vida desde su disfraz particular (importa poco que tal disfraz sea ideológico, cultural, económico... o incluso religioso), es una persona vendida a sí mismo, a sus pretensiones; una persona esclava de sus propias cadenas, y por eso inhábil para la libertad y para la sencillez.
«Cuando os inviten a una boda -decía el Maestro-, no busques el primer puesto» (Lc 14,8). No sólo por el soponcio que puede suponer después el que el acomodador te saque de tu podium, y te devuelva a tu cruda realidad, sino porque quien tiene pretensiones indebidas, quien va de "trepa" y de capta-portadas, es difícil que comprenda su dignidad, y la de los demás, cuando tan ocupado anda en su apariencia.
San Francisco lo dirá con su proverbial sencillez: «Somos lo que somos ante Dios, y nada más» (Admonición 19). Sólo quien ha experimentado la libertad de ser y de querer ser lo que somos ante los ojos de Dios, sólo ése puede entender a Jesús. Son los ojos del Señor los que nos guían en la senda verdadera, los que nos mueven a reemprender el camino siempre que nos cansamos de andar, los que nos desvían cuando se tuercen nuestros pasos, los que se hacen luz y gracia para caminar. Los ojos de los demás tantas veces ven poco, o ven mal, turbiamente quizás. Los ojos de Dios, no engañan nunca, no humillan nunca, alumbran sin deslumbrar. Feliz el que vive así, sencillamente, porque experimentará lo que es vivir en la paz, en la libertad, sin ansias devoradoras, sin poses hipócritas, sin trucos ficticios... siendo ante uno mismo y ante los otros, lo que somos ante Dios.
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