Publicado por El Blog de X. Pikaza
Debemos pasar con toda urgencia del ministerio-honor, entendido en clave ontológica, sacral y jerárquica (como valioso en sí, con independencia de la comunidad), al ministerio-servicio, que sólo se muestra cristiano al hallarse integrado en una comunidad, de la que depende y a la que sirve, en gesto de animación (ministros que surgen de la comunidad) o creación (ministros-misioneros que crean comunidades nuevas).
A partir de una visión más pagana (platónica) que cristiana, cierta iglesia ha desarrollado una visión ontológica y jerárquica del ministerio-honor (válido en sí mismo, independiente de la comunidad) y lo ha vinculado a la primera burocracia de occidente, creando así uno de los mejores sistemas de organización sacral del mundo (con mística de fondo cristiana y orden social romano).
Pero el tiempo de esa burocracia y ese orden ha pasado, no sólo por razón externa (ha triunfado y se ha impuesto el sistema, con su burocracia total), sino también y sobre todo por una causa interna: la visión ontológica de los ministerios (como algo absoluto, vinculado a la persona en sí) ha pasado, de manera que los cristianos deben llamar y nombras a su ministros desde el don de Dios, para servicio comunitario como he venido indicando en los posts anteriores.
En esta línea propongo unas reflexiones para este “año sacerdotal”, muy necesitado de aliento. No se trata de recrear sin más el tipo de sacerdotes actuales (sin duda, beneméritos), sino de crear nuevos tipos de ministerios al servicio del evangelio.
Presento estas reflexiones siguiendo un libro mío que no cito (no quiero aquí propaganda), pero respondiendo a las preguntas básicas que me han venido planteando los comentaristas del blog. Gracias a todos los que tienen nombre y apellido. A los puros entes virtuales, que no dicen qué son, ni dan nombre, no puedo responderles. No sé si existen. Buen domingo.
1. Lo primero es Crear comunidad: amor mutuo.
El ministro cristiano está al servicio del amor comunitario. No tiene finalidad administrativa ni poder social. No vale por sí mismo, como si tuviera un poder u honor distinto al de otros fieles, sino en cuanto se vuelve signo de trasparencia comunitaria y promueve (suscita, celebra) el amor en la iglesia. Tan pronto como se eleva y destaca a sí mismo, como persona valiosa y no aparece como signo de envío y amor comunitario pierde sentido cristiano. Este es su grandeza: un ministro eclesial sólo tiene autoridad en la medida en que su autoridad individual desaparece, apareciendo como mediador del "nosotros" de la comunidad, es decir, el amor mutuo de todos los creyentes, en Cristo.
Por eso es normal que pertenezca a la comunidad, siendo elegido por ella, por un tiempo o para siempre. Es secundario que sea mujer o varón, soltero o casado: lo que importa es que sea persona de transparencia eclesial. Quizá no es bueno que sepa hacer todo, pues podría impedir el despliegue de aquellos carismas eclesiales, de que hablaba 1Cor 12-14; pero debe ser persona de amor y concordia. Dentro de nuestra tradición es normal que el ministro más significativo de la comunidad sea presbítero u obispo, pero sin que asuma demasiadas funciones, pues la misma iglesia es la que debe recorrer su camino de amor comunitario.
2. Lo segundo es animar la oración: signo contemplativo.
El ministro (mujer o varón) ha de ser al mismo tiempo un animador de fe y experiencia contemplativa. El hecho de que sea varón o mujer, célibe o casado, temporal o para siempre resulta secundario: lo que importa es que sea referencia orante. La situación actual en que un obispo o presbítero sigue siéndole por siempre, pase lo que pase (como un conde o marqués), de manera que los fieles de la comunidad han de "soportarle" me parece no sólo contrario al evangelio, sino a la racionalidad normal. Puede llegar un caso en que no sea el ministros para la comunidad, sino la comunidad para el ministro. Algunos tienen la impresión de que la iglesia la forman una serie de jerarcas (obispos, presbíteros) a los que se debe "colocar" (encontrar un lugar donde ejerzan), pues no se les puede "quitar" su ministerio.
En contra de eso, quiero insistir en lo ya dicho: el ministro cristiano ha de ser un hombre de fe y experiencia de evangelio; pero, al mismo tiempo, siendo elegido por la comunidad y hablando desde su propia experiencia creyente, ha de presentarse como portavoz de una llamada y una gracia que le desborda, tanto a él como al conjunto de la comunidad. Ha de ser hombre o mujer de oración, alguien que ofrece su ejemplo de oración, acompañando a los demás en la plegaria. Debe estar al servicio de la comunidad, pero sin imponerse sobre ella, sin tener su ministerio como un "orden" valioso en sí mismo, sino como un servicio que se emplea mientras sea necesario o conveniente, y que luego cesa.
Estos dos rasgos (amor mutuo y oración) resultan inseparables y no se aprenden o adquieren con estudio en los actuales seminarios, sino en la escuela de Jesús y en la vida concreta de las comunidades cristianas, en contacto con los excluidos del sistema. Hasta ahora, el ministerio ha parecido una carrera y profesión, un modo de vida, lleno de honor, vinculado a un reconocimiento social externo (de carácter sacral más que evangélico) y a una estabilidad económica. Pues bien, ha llegado el momento de abandonar esa visión del ministerio como carrera y su vinculación con una forma de estabilidad económica... (conseguida con otros trabajos o funciones), para que el ministerio cristiano en cuanto tal pueda ser gratuito..
3. No hay carrera eclesiástica.
El modelo de honores y ascensos religiosos pertenece al sistema sacral, va contra el evangelio. Todo intento de presentar los "órdenes" eclesiásticos (desde diácono y presbítero al obispo o papa) como grados de un orden ascendente es anticristiano, como las partes anteriores de este libro han indicado. Todo los signos de distinción y jerarquía cristiana (por colores y vestidos, nombramientos y retribuciones, dignidades y cargos, con o sin separación de mujeres o varones) es sencillamente equivocado.
Sin duda, se puede justificar con razones ontológicas pertinentes, en la línea del mejor platonismo o de la tradición sacral del judaísmo de la comunidad del templo. Pero cuanto más y mejor se justifique más anticristiano resulta el argumento. El evangelio no es una buena filosofía, ni un orden sacral, en línea de sistema religioso, sino revelación de la gracia de Dios, que libera al ser humano de las leyes y honores del mundo, para conducirle al espacio de la plena libertad y el amor mutuo, abierto a los excluidos del sistema.
4. Autonomía económica de los ministros.
La distinción de sistema y libertad cristiana nos permite trazar unas consecuencias fundamentales en el campo de los ministerios. Conforme a la visión de Pastorales, los servidores de la iglesia han de tener en principio autonomía económica, en plano de sistema: casa (espacio familiar), independencia. No van a buscar a la iglesia un trabajo, ni dependen económicamente de ella (aunque después ella les puede ofrecer una retribución). Solo así pueden "dejarlo todo", poniéndose al servicio del evangelio, para acoger a los que nada tienen, a los excluidos del sistema. La iglesia en cuanto tal debe regalar sus posesiones a los pobres (cf. Mc 10, 21), como institución sin métodos ni fines económicos, a nivel de gratuidad.
Los bienes pertenecen al sistema (al César) y a ese plano se mantienen. La iglesia en cuanto tal no puede poseerlos (en ella todo es común), pero pueden poseerlos las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), vinculadas a ella, como vimos ya en la primera parte de este libro. En esa misma línea, hablábamos de OE, organización eclesiales que no son iglesia en sí, pero derivan de ella y se insertan en el mundo del mercado y leyes de este mundo. En ese aspecto quiero destacar que, en cuanto tal, el ministro de la iglesia no debe actuar como dueño de unos bienes. Es claro que puede recibir gratuitamente ayuda, si gratuitamente ofrece su palabra y evangelio; pero esa situación no se puede legalizar, ni el ministro puede "exigir", ni la iglesia "está obligada" a dar, porque es relación de estricta gratuidad.
Por eso, es normal que el ministro posea autonomía en línea de sistema: tenga su trabajo (con independencia económica y afectiva), de manera que "sirva" a la iglesia libremente, sin buscar ganancia ni temer pérdida alguna (no mantiene el servicio eclesial por causa de dinero). Resulta anti-evangélico (aunque humanamente comprensible) el caso de aquellos "eclesiásticos" que mantienen su función y ministerio por economía, porque la parroquia o diócesis les paga y no sabrían que hacer si lo dejaran. Es también anti-evangélico (y cristianamente incomprensible) el caso de aquellos que mantienen su función por honor, por el prestigio social que les ofrece el "sacerdocio".
5. Gratuidad evangélica.
La nueva situación del sistema, que puede ofrecer autonomía económica a gran parte de la población, me parece muy positiva para la iglesia, pues permite separar el ministerio cristiano de toda carrera de honores y ventajas económicas. La vieja situación en que los cardenales eran príncipes de la iglesia, los nuncios embajadores, los obispos señores de su territorio y los párrocos autoridad del pueblo ha pasado ya o debe pasar. Los ministros de la iglesia han de ser lo que siempre debían haber sido: simple creyentes.
Normalmente, deben resolver su situación laboral en el sistema, como los demás ciudadanos, sin ventaja alguna, pero en un segundo momento se pueden "liberar" para el evangelio, si escuchan la voz de Jesús (como apóstoles) o reciben la llamada de la comunidad (ministros). Han de hacerlo libremente, en gratuidad, al servicio del amor comunitario, sin buscar ni recibir por ello honores ni salarios especiales. El amor no se paga, el servicio de iglesia no se vende. Voluntarios del amor han de ser los ministros eclesiales en una sociedad (sistema) que tiende a organizarlo todo en perspectiva económica.
En ese contexto hemos dicho que los ministros de la iglesia son señal contemplativa: expresión de la gracia original del Cristo. No sirven para nada especial en el sistema, pues lo que ofrecen y celebran pertenece al mundo de la vida de Dios sobre el sistema. Ellos son, al mismo tiempo, delegados de la iglesia. Una comunidad que no puede elegir a sus ministros y ordenar la comunión fraterna no es iglesia, sino sucursal o delegación de un sistema sagrado, como actualmente sucede en muchas comunidades cristianas, que viven en estado de dictadura religiosa . Esta situación no puede durar. Ha llegado el momento de que las comunidades sean autónomas, capaces de buscar y recorrer su vía cristiana: es tiempo bueno para que un tipo de jerarquía "dimita", dejando su autoridad en manos de las mismas comunidades, de manera que ellas asuman su responsabilidad e inicien un camino de búsqueda compartida .
Con su gesto profético en el templo, Jesús pidió a los sacerdotes de Jerusalén que se disolvieran, que abandonaran su poder sacral, volviéndose hermanos de sus hermanos, en camino compartido de búsqueda evangélica. Ellos se opusieron, le mataron. Los jerarcas de la iglesia actual han de responder de otra manera, en diálogo con sus comunidades. Los modos variarán de iglesia a iglesia, de comunidad a comunidad. Pero es hora de iniciar un camino compartido, donde los actuales asuman con gozo y dignidad el cambio, para que el proceso fluya sin traumas inútiles.
Es triste que muchos ciudadanos sean más libres y responsables en política o mercado que en la iglesia, que es lugar de Palabra compartida (cf. Jn 1, 1), pues en ella sólo hablan los jerarcas, que resuelven desde arriba los temas referentes a la fraternidad cristiana (en plano moral y doctrinal, jurídico y litúrgico), como si tuvieran una autoridad secreta, que les separa de los fieles, que son como huéspedes en casa ajena.
A partir de una visión más pagana (platónica) que cristiana, cierta iglesia ha desarrollado una visión ontológica y jerárquica del ministerio-honor (válido en sí mismo, independiente de la comunidad) y lo ha vinculado a la primera burocracia de occidente, creando así uno de los mejores sistemas de organización sacral del mundo (con mística de fondo cristiana y orden social romano).
Pero el tiempo de esa burocracia y ese orden ha pasado, no sólo por razón externa (ha triunfado y se ha impuesto el sistema, con su burocracia total), sino también y sobre todo por una causa interna: la visión ontológica de los ministerios (como algo absoluto, vinculado a la persona en sí) ha pasado, de manera que los cristianos deben llamar y nombras a su ministros desde el don de Dios, para servicio comunitario como he venido indicando en los posts anteriores.
En esta línea propongo unas reflexiones para este “año sacerdotal”, muy necesitado de aliento. No se trata de recrear sin más el tipo de sacerdotes actuales (sin duda, beneméritos), sino de crear nuevos tipos de ministerios al servicio del evangelio.
Presento estas reflexiones siguiendo un libro mío que no cito (no quiero aquí propaganda), pero respondiendo a las preguntas básicas que me han venido planteando los comentaristas del blog. Gracias a todos los que tienen nombre y apellido. A los puros entes virtuales, que no dicen qué son, ni dan nombre, no puedo responderles. No sé si existen. Buen domingo.
1. Lo primero es Crear comunidad: amor mutuo.
El ministro cristiano está al servicio del amor comunitario. No tiene finalidad administrativa ni poder social. No vale por sí mismo, como si tuviera un poder u honor distinto al de otros fieles, sino en cuanto se vuelve signo de trasparencia comunitaria y promueve (suscita, celebra) el amor en la iglesia. Tan pronto como se eleva y destaca a sí mismo, como persona valiosa y no aparece como signo de envío y amor comunitario pierde sentido cristiano. Este es su grandeza: un ministro eclesial sólo tiene autoridad en la medida en que su autoridad individual desaparece, apareciendo como mediador del "nosotros" de la comunidad, es decir, el amor mutuo de todos los creyentes, en Cristo.
Por eso es normal que pertenezca a la comunidad, siendo elegido por ella, por un tiempo o para siempre. Es secundario que sea mujer o varón, soltero o casado: lo que importa es que sea persona de transparencia eclesial. Quizá no es bueno que sepa hacer todo, pues podría impedir el despliegue de aquellos carismas eclesiales, de que hablaba 1Cor 12-14; pero debe ser persona de amor y concordia. Dentro de nuestra tradición es normal que el ministro más significativo de la comunidad sea presbítero u obispo, pero sin que asuma demasiadas funciones, pues la misma iglesia es la que debe recorrer su camino de amor comunitario.
2. Lo segundo es animar la oración: signo contemplativo.
El ministro (mujer o varón) ha de ser al mismo tiempo un animador de fe y experiencia contemplativa. El hecho de que sea varón o mujer, célibe o casado, temporal o para siempre resulta secundario: lo que importa es que sea referencia orante. La situación actual en que un obispo o presbítero sigue siéndole por siempre, pase lo que pase (como un conde o marqués), de manera que los fieles de la comunidad han de "soportarle" me parece no sólo contrario al evangelio, sino a la racionalidad normal. Puede llegar un caso en que no sea el ministros para la comunidad, sino la comunidad para el ministro. Algunos tienen la impresión de que la iglesia la forman una serie de jerarcas (obispos, presbíteros) a los que se debe "colocar" (encontrar un lugar donde ejerzan), pues no se les puede "quitar" su ministerio.
En contra de eso, quiero insistir en lo ya dicho: el ministro cristiano ha de ser un hombre de fe y experiencia de evangelio; pero, al mismo tiempo, siendo elegido por la comunidad y hablando desde su propia experiencia creyente, ha de presentarse como portavoz de una llamada y una gracia que le desborda, tanto a él como al conjunto de la comunidad. Ha de ser hombre o mujer de oración, alguien que ofrece su ejemplo de oración, acompañando a los demás en la plegaria. Debe estar al servicio de la comunidad, pero sin imponerse sobre ella, sin tener su ministerio como un "orden" valioso en sí mismo, sino como un servicio que se emplea mientras sea necesario o conveniente, y que luego cesa.
Estos dos rasgos (amor mutuo y oración) resultan inseparables y no se aprenden o adquieren con estudio en los actuales seminarios, sino en la escuela de Jesús y en la vida concreta de las comunidades cristianas, en contacto con los excluidos del sistema. Hasta ahora, el ministerio ha parecido una carrera y profesión, un modo de vida, lleno de honor, vinculado a un reconocimiento social externo (de carácter sacral más que evangélico) y a una estabilidad económica. Pues bien, ha llegado el momento de abandonar esa visión del ministerio como carrera y su vinculación con una forma de estabilidad económica... (conseguida con otros trabajos o funciones), para que el ministerio cristiano en cuanto tal pueda ser gratuito..
3. No hay carrera eclesiástica.
El modelo de honores y ascensos religiosos pertenece al sistema sacral, va contra el evangelio. Todo intento de presentar los "órdenes" eclesiásticos (desde diácono y presbítero al obispo o papa) como grados de un orden ascendente es anticristiano, como las partes anteriores de este libro han indicado. Todo los signos de distinción y jerarquía cristiana (por colores y vestidos, nombramientos y retribuciones, dignidades y cargos, con o sin separación de mujeres o varones) es sencillamente equivocado.
Sin duda, se puede justificar con razones ontológicas pertinentes, en la línea del mejor platonismo o de la tradición sacral del judaísmo de la comunidad del templo. Pero cuanto más y mejor se justifique más anticristiano resulta el argumento. El evangelio no es una buena filosofía, ni un orden sacral, en línea de sistema religioso, sino revelación de la gracia de Dios, que libera al ser humano de las leyes y honores del mundo, para conducirle al espacio de la plena libertad y el amor mutuo, abierto a los excluidos del sistema.
4. Autonomía económica de los ministros.
La distinción de sistema y libertad cristiana nos permite trazar unas consecuencias fundamentales en el campo de los ministerios. Conforme a la visión de Pastorales, los servidores de la iglesia han de tener en principio autonomía económica, en plano de sistema: casa (espacio familiar), independencia. No van a buscar a la iglesia un trabajo, ni dependen económicamente de ella (aunque después ella les puede ofrecer una retribución). Solo así pueden "dejarlo todo", poniéndose al servicio del evangelio, para acoger a los que nada tienen, a los excluidos del sistema. La iglesia en cuanto tal debe regalar sus posesiones a los pobres (cf. Mc 10, 21), como institución sin métodos ni fines económicos, a nivel de gratuidad.
Los bienes pertenecen al sistema (al César) y a ese plano se mantienen. La iglesia en cuanto tal no puede poseerlos (en ella todo es común), pero pueden poseerlos las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), vinculadas a ella, como vimos ya en la primera parte de este libro. En esa misma línea, hablábamos de OE, organización eclesiales que no son iglesia en sí, pero derivan de ella y se insertan en el mundo del mercado y leyes de este mundo. En ese aspecto quiero destacar que, en cuanto tal, el ministro de la iglesia no debe actuar como dueño de unos bienes. Es claro que puede recibir gratuitamente ayuda, si gratuitamente ofrece su palabra y evangelio; pero esa situación no se puede legalizar, ni el ministro puede "exigir", ni la iglesia "está obligada" a dar, porque es relación de estricta gratuidad.
Por eso, es normal que el ministro posea autonomía en línea de sistema: tenga su trabajo (con independencia económica y afectiva), de manera que "sirva" a la iglesia libremente, sin buscar ganancia ni temer pérdida alguna (no mantiene el servicio eclesial por causa de dinero). Resulta anti-evangélico (aunque humanamente comprensible) el caso de aquellos "eclesiásticos" que mantienen su función y ministerio por economía, porque la parroquia o diócesis les paga y no sabrían que hacer si lo dejaran. Es también anti-evangélico (y cristianamente incomprensible) el caso de aquellos que mantienen su función por honor, por el prestigio social que les ofrece el "sacerdocio".
5. Gratuidad evangélica.
La nueva situación del sistema, que puede ofrecer autonomía económica a gran parte de la población, me parece muy positiva para la iglesia, pues permite separar el ministerio cristiano de toda carrera de honores y ventajas económicas. La vieja situación en que los cardenales eran príncipes de la iglesia, los nuncios embajadores, los obispos señores de su territorio y los párrocos autoridad del pueblo ha pasado ya o debe pasar. Los ministros de la iglesia han de ser lo que siempre debían haber sido: simple creyentes.
Normalmente, deben resolver su situación laboral en el sistema, como los demás ciudadanos, sin ventaja alguna, pero en un segundo momento se pueden "liberar" para el evangelio, si escuchan la voz de Jesús (como apóstoles) o reciben la llamada de la comunidad (ministros). Han de hacerlo libremente, en gratuidad, al servicio del amor comunitario, sin buscar ni recibir por ello honores ni salarios especiales. El amor no se paga, el servicio de iglesia no se vende. Voluntarios del amor han de ser los ministros eclesiales en una sociedad (sistema) que tiende a organizarlo todo en perspectiva económica.
En ese contexto hemos dicho que los ministros de la iglesia son señal contemplativa: expresión de la gracia original del Cristo. No sirven para nada especial en el sistema, pues lo que ofrecen y celebran pertenece al mundo de la vida de Dios sobre el sistema. Ellos son, al mismo tiempo, delegados de la iglesia. Una comunidad que no puede elegir a sus ministros y ordenar la comunión fraterna no es iglesia, sino sucursal o delegación de un sistema sagrado, como actualmente sucede en muchas comunidades cristianas, que viven en estado de dictadura religiosa . Esta situación no puede durar. Ha llegado el momento de que las comunidades sean autónomas, capaces de buscar y recorrer su vía cristiana: es tiempo bueno para que un tipo de jerarquía "dimita", dejando su autoridad en manos de las mismas comunidades, de manera que ellas asuman su responsabilidad e inicien un camino de búsqueda compartida .
Con su gesto profético en el templo, Jesús pidió a los sacerdotes de Jerusalén que se disolvieran, que abandonaran su poder sacral, volviéndose hermanos de sus hermanos, en camino compartido de búsqueda evangélica. Ellos se opusieron, le mataron. Los jerarcas de la iglesia actual han de responder de otra manera, en diálogo con sus comunidades. Los modos variarán de iglesia a iglesia, de comunidad a comunidad. Pero es hora de iniciar un camino compartido, donde los actuales asuman con gozo y dignidad el cambio, para que el proceso fluya sin traumas inútiles.
Es triste que muchos ciudadanos sean más libres y responsables en política o mercado que en la iglesia, que es lugar de Palabra compartida (cf. Jn 1, 1), pues en ella sólo hablan los jerarcas, que resuelven desde arriba los temas referentes a la fraternidad cristiana (en plano moral y doctrinal, jurídico y litúrgico), como si tuvieran una autoridad secreta, que les separa de los fieles, que son como huéspedes en casa ajena.
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