Publicado por El Blog de X. Pikaza
En el último post volví a Francisco de Asís, y con él Evangelio. Quiero retomar ese motivo: volver al evangelio, pero “sin glosa”, como decía Francisco, iniciando un pequeño ejercicio de recuperación cristiana, de la que seguiré tratando los próximos días de este cálido verano europeo. Constará esta serie, si Dios quiere, de nueve aportaciones sobre el gozo de ser cristiano y sobre la exigencia de volver a las raíces, descubriendo, ahora que todo parece ya dicho, la novedad del evangelio. Buen día a todos.
Ciertamente….
Ciertamente, el evangelio cristiano es experiencia y praxis de gratuidad: así lo dicho Pablo, al afirmar que Dios ha superado la ley en Jesucristo; así lo ratifica el Sermón de la Montaña, al pedir que no juzguemos, que amemos a los otros como son y busquemos su bien, dando la vida por ellos; así lo muestra Jesús al cumplirlo en su vida. Pues bien, partiendo de esos principios, hemos construido muchas veces una religión impositiva, recordando a los demás lo que tienen que hacer (evidentemente, para su bien). El evangelio ha proclamado que amemos a los enemigos, es decir, a los distintos, pidiendo por ellos y ofreciéndoles aquello que tenemos, para que así puedan vivir a su manera, como diferentes (siendo judíos o musulmanes, hindúes, budistas o ateos). Pero muchas veces nos hemos sentido dueños de la verdad y hemos querido exigirles que sean como nosotros digamos (y no como ellos quieren).
Ciertamente, decimos que todo es don de Dios. Pero después tendemos a interpretar las instituciones de la iglesia como un código de seguridad, organizando con ellas toda la vida cristiana. Decimos que la gracia es principio universal, peroo luego actuamos como si no confiáramos en ella, ni en la bondad de las personas (que son signo de Dios), ni en el valor de las diversas religiones (que son signo de la búsqueda humana de Dios, presencia del misterio). Algo semejante pasa con el amor, bien situado en la galería de nuestro museo religioso. Así afirmamos, por ejemplo, que nuestra religión es superior al budismo (que solo admitiría un amor pasivo, compasivo, incapaz de transformar el mundo) y superior al taoísmo e hinduismo (que no conocerían al Dios personal, encerrando la vida en formas de concordia cósmica). Es posible que tales afirmaciones sean parcialmente verdaderas, en un plano teórico, pero corren el riesgo de volverse vacías, pues no corresponden, en general, a nuestra vida (no mostramos el amor de que hablamos), ni a la vida de otros pueblos (que tienen y expresan muchos signos de amor). Esto se aplica de un modo especial a las instituciones de la iglesia: ciertamente, ella es comunidad para el amor y libertad, grupo de personas que celebran y expanden el gozo de Cristo con gozo y gratuidad sobre la tierra; pero muchas veces aparece como instancia de control social y afectivo, más que como impulso para la libertad en el amor, corriendo el riesgo de volverse instancia de control moral, al servicio de un sistema de seguridades sacrales y legales.
Ciertamente, la iglesia es potencial de amor que se expresa de mil formas, sobre todo en los contemplativos y/o enamorados de su historia. Pero luego parece que confía poco en el amor de sus fieles, incluidos los ministros. Tendría que dejar a un lado sus seguridades (¡como si lo supiera todo!), su deseo de opinar en cada uno de los campos de este mundo, para recorrer la travesía de la vida acompañando a los demás, escuchándoles y aceptándoles como son, sin querer cambiarles. No conozco ninguna institución donde se diga con tanta fuerza que los hombres y mujeres han de amarse, pero que después les ponga tantas trabas. Ciertamente, ella cree en el amor, pero en un amor paternalista, guiado y dirigido por una jerarquía de funcionarios célibes, que se atreven a decir a los demás lo que ha de ser el evangelio, en vez de animarles a que exploren, buscan y decidan, dejándose llenar por el misterio del amor de Cristo y amando gozosamente a los demás.
Ciertamente, el celibato de los clérigos católicos (occidentales) ha sido y es un potencial de amor, allí donde se vive sin imposiciones, condenas o rechazos... Pero actualmente corre el riesgo de hallarse vinculado a una institución de poder, a la estructura de un sistema sacral, de manera que pudiera mantenerse no por puro amor, sino porque ofrece a los ministros de la iglesia una seguridad de estado. Esa situación resulta contraria al evangelio, es escandalosa, y debe superarse, a fin de que el celibato pueda presentarse siempre como opción de gratuidad, que se mantiene y expresa libremente, por puro amor, sin vinculación con la estructura eclesial. Lo mismo ha de aplicarse al matrimonio. Ciertamente, el evangelio está unido a la experiencia de fidelidad afectiva, fundada en el gozo fuerte de la vida y la confianza del amor que triunfa y se expresa donde dos enamorados pueden recorrer un camino permanente de unión esponsal. Pero esta es una experiencia de gracia y libertad, no de legalismo y prohibiciones; por eso, cuando el amor y libertad se ha roto se rompe el matrimonio, sin que tenga que decidirlo un tribunal del Vaticano. Parece que la ley de la iglesia tiene miedo al juego y gozo del amor, al placer y belleza del encuentro personal, a la igualdad real del varón y la mujer. Es como si pensara que ellos (sobre todo las mujeres) son menores de edad y hay que ayudarles, para que encuentren la seguridad que por sí mismos no habrían encontrado.
Pero Jesús…
Jesús no ha querido establecer una nueva estructura social, ni una iglesia especial, junto a las otras, sino un movimiento de reino, que es fermento de vida y esperanza abierta a todos los pueblos de la tierra. Es evidente que, si quiere perdurar, ese movimiento debe estructurarse, con sus comunidades (iglesias) y sus instituciones de autoridad o ministerios, que han de ser transparentes, para que exprese y expanda por ellas la gracia y libertad del evangelio. Pero, como vengo diciendo, la iglesia se organizó de un modo romano, convirtiéndose en sistema de poder junto al estado (o en contra del estado). Pues bien, ese tiempo de poder está acabando y ella ha de tornar a lo que era: autoridad y comunión gratuita (de tipo afectivo, gozoso, liberado, al servicio de los pobres). Por eso debe renunciar a sus ventajas anteriores, no para resguardarse en la pura intimidad (una sacristía privada), sino para actuar y expresarse más abiertamente, superando el mimetismo del poder económico y civil, cultural y sacral, judicial y militar que han venido uniéndose con ella.
No queremos defender una iglesia invisible, sino todo lo contrario, bien visible, presente en todos los caminos de la vida, pero no en línea de poder, sino de animación, no como estructura sacral objetivada, sino como unión gratuita de amor abierta a todos los humanos. Pues bien, da la impresión de que la iglesia jerárquica (no el gran pueblo de Dios que cree en Cristo) tiene miedo: no quiere perder lo que piensa que tiene, desea aferrarse a privilegios (jurídicos, sacrales, culturales....) y dice que lo hace para servicio de los pobres, aunque, en realidad está queriendo mantenerse a sí misma. Por eso, es normal que haya un divorcio cada vez mayor entre la jerarquía eclesial (eso que pudiéramos llamar el “aparato”) y el conjunto de los fieles. Ciertamente, hay grupos de cristianos que quieren fortalecer la jerarquía, tanto en plano social como sacral y ellos aparecen en la mayoría de las fotos y la propaganda del sistema; pero la inmensa mayoría de los cristianos se siente separados de la institución jerárquica.
Como se sabe, jerarquía es poder sagrado. Esta palabra expresa una estructura simbólica de la realidad, de corte platónico, donde los momentos superiores iluminan y guían a los inferiores. Ella puede ser hermosa, pero resulta anticristiana. Para el evangelio, lo sagrado no es el poder, sino la gracia de Dios, la comunión fraterna, la vida de los pobres y excluidos del sistema (cf. Mt 25,31-46). No estoy condenando a los llamados “jerarcas” de la iglesia por soberbios o inmorales, aprovechados o astutos... Pienso que la mayoría de ellos son buenos o normales, como el resto de los creyentes. No critico su vida o costumbres (como puro hacer Lutero), sino la estructura de poder que ellos reflejan en la iglesia, como si la gracia de Dios (expresada en Jesús) tuviera que pasar por unos filtros de poder sagrado. No niego los ministerios cristianos, ni me opongo a la forma que han recibido desde antiguo: unos son obispos (vigilantes o animadores), otros presbíteros (personas de experiencia), oros diáconos o servidores... Pero me niego a sacralizarlos, interpretándolos a la luz del sacerdocio israelita superado por Jesús (según la carta a los Hebreos).
Jesús fue un laico, hombre del pueblo, que volvió a los símbolos básicos de la vida, el pan y vino compartido, el amor a los necesitados, el don de la vida... No quiso crear instituciones sacrales mejores, ni un orden de ritos nuevos, sino abrir un camino de amor para todos los humanos... Pero después, los cristianos hemos ratificado la diferencia ministerial entre varones y mujeres, hemos clericalizado las funciones administrativas de la comunidad, hemos elevado sobre el conjunto de la iglesia un orden (o casta) de funcionarios, muy inteligentes y dotados, pero que no responden al evangelio. Por eso, cuando se dice por ejemplo que la diplomacia vaticana es la más fina, no se está alabando a la iglesia, sino todo lo contrario: se la está abajando a la luz de otras funciones políticas del mundo.
Ha terminado un ciclo histórico:
estamos ante la última generación de ministros (obispos y presbíteros) clericales o sacerdotales de la iglesia. Va a llegar una generación nueva de cristianos, liberados para un tipo de ministerio no jerárquico, a partir de las mismas comunidades, sin condiciones de celibato, sin discriminación de sexo, una generación de servidores del evangelio que no sean sacerdotes, ni tengan poder sagrado, ni puedan convertirse en grupo o casta por encima de los fieles. No espero que los cambios vengan de la “cúpula” clerical (aunque es tiempo de que ella cambie), sino de la raíz del evangelio, desde el recuerdo del Jesús y las primeras comunidades cristianas, desde la fe del pueblo. Son muchos los buenos cristianos que no se sienten bien representados ni dirigidos por el tipo actual de jerarquía; no se les puede acusar de rebeldes, ni llamar anti-cristianos, o protestantes, porque la rebeldía protestante debe integrarse en la iglesia católica, para tenga allí fruto.
Sobra institución, deseo de control. Tenemos que volver al principio del evangelio, enraizarnos en la fraternidad de Jesús, al servicio de los humanos. Se ha dicho y se dice que eso es imposible, que la iglesia (como todas las instituciones sociales de prestigio) se mantiene por sus jerarquías de poder... Pues bien, en contra de eso, la iglesia ha de mostrar que ella es distinta, que puede instituirse a modo de comunión personal, sin estructuras de sistema. No estoy defendiendo un angelismo, la pura improvisación: dejar que cada uno viva y haga como quiera, llamándose cristiano. Nada de eso, el amor de Jesús reúne, convoca, convence, pero a su manera, como amor gratuito, en torno al pan y vino bendecido y compartido, recordando a Jesús, actualizando su entrega en favor de los demás, celebrando su triunfo (el triunfo de la vida, que es la pascua). Pues bien, los cristianos hemos sacralizado ese signo del pan y vino, separándolo de la vida real y convirtiéndolo en gesto ritualista. Parece que nos da miedo la religión de la vida entera, de la comunicación festiva de los hombres y mujeres en la eucaristía.
Siento pudor ante la eucaristía convertida en espectáculo: algo que se puede exponer y ostentar ante los demás. Es bellísimo lo que se ha hecho en esa línea, sobre todo en la línea de música y de la arquitectura barroca, que son un monumento a la presencia real de Cristo en los signos eucarísticos. Pero, esos signos han corrido el riesgo de perder su referencia real: dejan de ser comida, expresión de un grupo de creyentes que se reúnen para entregarse en amor unos a otros, sacramento y promesa de la unidad final de todos los humanos El cristianismo es religión de encarnación, de tal forma que, según la fórmula clásica, Jesús es a la vez Dios y hombre verdadero. Pues bien, ese principio de encarnación parece haberse roto, por exigencia sacral, en el signo de la eucaristía: es ciertamente pan y vino lo que se emplea en la celebración; pero no es el pan y vino de la vida concreta, de la comida fraterna, de la solidaridad entre todos los creyentes, sino unas especies simbólicas, que prácticamente no se ven ni se tocan ni se comen, ni vinculan de hecho en amor a los creyentes.
Ciertamente….
Ciertamente, el evangelio cristiano es experiencia y praxis de gratuidad: así lo dicho Pablo, al afirmar que Dios ha superado la ley en Jesucristo; así lo ratifica el Sermón de la Montaña, al pedir que no juzguemos, que amemos a los otros como son y busquemos su bien, dando la vida por ellos; así lo muestra Jesús al cumplirlo en su vida. Pues bien, partiendo de esos principios, hemos construido muchas veces una religión impositiva, recordando a los demás lo que tienen que hacer (evidentemente, para su bien). El evangelio ha proclamado que amemos a los enemigos, es decir, a los distintos, pidiendo por ellos y ofreciéndoles aquello que tenemos, para que así puedan vivir a su manera, como diferentes (siendo judíos o musulmanes, hindúes, budistas o ateos). Pero muchas veces nos hemos sentido dueños de la verdad y hemos querido exigirles que sean como nosotros digamos (y no como ellos quieren).
Ciertamente, decimos que todo es don de Dios. Pero después tendemos a interpretar las instituciones de la iglesia como un código de seguridad, organizando con ellas toda la vida cristiana. Decimos que la gracia es principio universal, peroo luego actuamos como si no confiáramos en ella, ni en la bondad de las personas (que son signo de Dios), ni en el valor de las diversas religiones (que son signo de la búsqueda humana de Dios, presencia del misterio). Algo semejante pasa con el amor, bien situado en la galería de nuestro museo religioso. Así afirmamos, por ejemplo, que nuestra religión es superior al budismo (que solo admitiría un amor pasivo, compasivo, incapaz de transformar el mundo) y superior al taoísmo e hinduismo (que no conocerían al Dios personal, encerrando la vida en formas de concordia cósmica). Es posible que tales afirmaciones sean parcialmente verdaderas, en un plano teórico, pero corren el riesgo de volverse vacías, pues no corresponden, en general, a nuestra vida (no mostramos el amor de que hablamos), ni a la vida de otros pueblos (que tienen y expresan muchos signos de amor). Esto se aplica de un modo especial a las instituciones de la iglesia: ciertamente, ella es comunidad para el amor y libertad, grupo de personas que celebran y expanden el gozo de Cristo con gozo y gratuidad sobre la tierra; pero muchas veces aparece como instancia de control social y afectivo, más que como impulso para la libertad en el amor, corriendo el riesgo de volverse instancia de control moral, al servicio de un sistema de seguridades sacrales y legales.
Ciertamente, la iglesia es potencial de amor que se expresa de mil formas, sobre todo en los contemplativos y/o enamorados de su historia. Pero luego parece que confía poco en el amor de sus fieles, incluidos los ministros. Tendría que dejar a un lado sus seguridades (¡como si lo supiera todo!), su deseo de opinar en cada uno de los campos de este mundo, para recorrer la travesía de la vida acompañando a los demás, escuchándoles y aceptándoles como son, sin querer cambiarles. No conozco ninguna institución donde se diga con tanta fuerza que los hombres y mujeres han de amarse, pero que después les ponga tantas trabas. Ciertamente, ella cree en el amor, pero en un amor paternalista, guiado y dirigido por una jerarquía de funcionarios célibes, que se atreven a decir a los demás lo que ha de ser el evangelio, en vez de animarles a que exploren, buscan y decidan, dejándose llenar por el misterio del amor de Cristo y amando gozosamente a los demás.
Ciertamente, el celibato de los clérigos católicos (occidentales) ha sido y es un potencial de amor, allí donde se vive sin imposiciones, condenas o rechazos... Pero actualmente corre el riesgo de hallarse vinculado a una institución de poder, a la estructura de un sistema sacral, de manera que pudiera mantenerse no por puro amor, sino porque ofrece a los ministros de la iglesia una seguridad de estado. Esa situación resulta contraria al evangelio, es escandalosa, y debe superarse, a fin de que el celibato pueda presentarse siempre como opción de gratuidad, que se mantiene y expresa libremente, por puro amor, sin vinculación con la estructura eclesial. Lo mismo ha de aplicarse al matrimonio. Ciertamente, el evangelio está unido a la experiencia de fidelidad afectiva, fundada en el gozo fuerte de la vida y la confianza del amor que triunfa y se expresa donde dos enamorados pueden recorrer un camino permanente de unión esponsal. Pero esta es una experiencia de gracia y libertad, no de legalismo y prohibiciones; por eso, cuando el amor y libertad se ha roto se rompe el matrimonio, sin que tenga que decidirlo un tribunal del Vaticano. Parece que la ley de la iglesia tiene miedo al juego y gozo del amor, al placer y belleza del encuentro personal, a la igualdad real del varón y la mujer. Es como si pensara que ellos (sobre todo las mujeres) son menores de edad y hay que ayudarles, para que encuentren la seguridad que por sí mismos no habrían encontrado.
Pero Jesús…
Jesús no ha querido establecer una nueva estructura social, ni una iglesia especial, junto a las otras, sino un movimiento de reino, que es fermento de vida y esperanza abierta a todos los pueblos de la tierra. Es evidente que, si quiere perdurar, ese movimiento debe estructurarse, con sus comunidades (iglesias) y sus instituciones de autoridad o ministerios, que han de ser transparentes, para que exprese y expanda por ellas la gracia y libertad del evangelio. Pero, como vengo diciendo, la iglesia se organizó de un modo romano, convirtiéndose en sistema de poder junto al estado (o en contra del estado). Pues bien, ese tiempo de poder está acabando y ella ha de tornar a lo que era: autoridad y comunión gratuita (de tipo afectivo, gozoso, liberado, al servicio de los pobres). Por eso debe renunciar a sus ventajas anteriores, no para resguardarse en la pura intimidad (una sacristía privada), sino para actuar y expresarse más abiertamente, superando el mimetismo del poder económico y civil, cultural y sacral, judicial y militar que han venido uniéndose con ella.
No queremos defender una iglesia invisible, sino todo lo contrario, bien visible, presente en todos los caminos de la vida, pero no en línea de poder, sino de animación, no como estructura sacral objetivada, sino como unión gratuita de amor abierta a todos los humanos. Pues bien, da la impresión de que la iglesia jerárquica (no el gran pueblo de Dios que cree en Cristo) tiene miedo: no quiere perder lo que piensa que tiene, desea aferrarse a privilegios (jurídicos, sacrales, culturales....) y dice que lo hace para servicio de los pobres, aunque, en realidad está queriendo mantenerse a sí misma. Por eso, es normal que haya un divorcio cada vez mayor entre la jerarquía eclesial (eso que pudiéramos llamar el “aparato”) y el conjunto de los fieles. Ciertamente, hay grupos de cristianos que quieren fortalecer la jerarquía, tanto en plano social como sacral y ellos aparecen en la mayoría de las fotos y la propaganda del sistema; pero la inmensa mayoría de los cristianos se siente separados de la institución jerárquica.
Como se sabe, jerarquía es poder sagrado. Esta palabra expresa una estructura simbólica de la realidad, de corte platónico, donde los momentos superiores iluminan y guían a los inferiores. Ella puede ser hermosa, pero resulta anticristiana. Para el evangelio, lo sagrado no es el poder, sino la gracia de Dios, la comunión fraterna, la vida de los pobres y excluidos del sistema (cf. Mt 25,31-46). No estoy condenando a los llamados “jerarcas” de la iglesia por soberbios o inmorales, aprovechados o astutos... Pienso que la mayoría de ellos son buenos o normales, como el resto de los creyentes. No critico su vida o costumbres (como puro hacer Lutero), sino la estructura de poder que ellos reflejan en la iglesia, como si la gracia de Dios (expresada en Jesús) tuviera que pasar por unos filtros de poder sagrado. No niego los ministerios cristianos, ni me opongo a la forma que han recibido desde antiguo: unos son obispos (vigilantes o animadores), otros presbíteros (personas de experiencia), oros diáconos o servidores... Pero me niego a sacralizarlos, interpretándolos a la luz del sacerdocio israelita superado por Jesús (según la carta a los Hebreos).
Jesús fue un laico, hombre del pueblo, que volvió a los símbolos básicos de la vida, el pan y vino compartido, el amor a los necesitados, el don de la vida... No quiso crear instituciones sacrales mejores, ni un orden de ritos nuevos, sino abrir un camino de amor para todos los humanos... Pero después, los cristianos hemos ratificado la diferencia ministerial entre varones y mujeres, hemos clericalizado las funciones administrativas de la comunidad, hemos elevado sobre el conjunto de la iglesia un orden (o casta) de funcionarios, muy inteligentes y dotados, pero que no responden al evangelio. Por eso, cuando se dice por ejemplo que la diplomacia vaticana es la más fina, no se está alabando a la iglesia, sino todo lo contrario: se la está abajando a la luz de otras funciones políticas del mundo.
Ha terminado un ciclo histórico:
estamos ante la última generación de ministros (obispos y presbíteros) clericales o sacerdotales de la iglesia. Va a llegar una generación nueva de cristianos, liberados para un tipo de ministerio no jerárquico, a partir de las mismas comunidades, sin condiciones de celibato, sin discriminación de sexo, una generación de servidores del evangelio que no sean sacerdotes, ni tengan poder sagrado, ni puedan convertirse en grupo o casta por encima de los fieles. No espero que los cambios vengan de la “cúpula” clerical (aunque es tiempo de que ella cambie), sino de la raíz del evangelio, desde el recuerdo del Jesús y las primeras comunidades cristianas, desde la fe del pueblo. Son muchos los buenos cristianos que no se sienten bien representados ni dirigidos por el tipo actual de jerarquía; no se les puede acusar de rebeldes, ni llamar anti-cristianos, o protestantes, porque la rebeldía protestante debe integrarse en la iglesia católica, para tenga allí fruto.
Sobra institución, deseo de control. Tenemos que volver al principio del evangelio, enraizarnos en la fraternidad de Jesús, al servicio de los humanos. Se ha dicho y se dice que eso es imposible, que la iglesia (como todas las instituciones sociales de prestigio) se mantiene por sus jerarquías de poder... Pues bien, en contra de eso, la iglesia ha de mostrar que ella es distinta, que puede instituirse a modo de comunión personal, sin estructuras de sistema. No estoy defendiendo un angelismo, la pura improvisación: dejar que cada uno viva y haga como quiera, llamándose cristiano. Nada de eso, el amor de Jesús reúne, convoca, convence, pero a su manera, como amor gratuito, en torno al pan y vino bendecido y compartido, recordando a Jesús, actualizando su entrega en favor de los demás, celebrando su triunfo (el triunfo de la vida, que es la pascua). Pues bien, los cristianos hemos sacralizado ese signo del pan y vino, separándolo de la vida real y convirtiéndolo en gesto ritualista. Parece que nos da miedo la religión de la vida entera, de la comunicación festiva de los hombres y mujeres en la eucaristía.
Siento pudor ante la eucaristía convertida en espectáculo: algo que se puede exponer y ostentar ante los demás. Es bellísimo lo que se ha hecho en esa línea, sobre todo en la línea de música y de la arquitectura barroca, que son un monumento a la presencia real de Cristo en los signos eucarísticos. Pero, esos signos han corrido el riesgo de perder su referencia real: dejan de ser comida, expresión de un grupo de creyentes que se reúnen para entregarse en amor unos a otros, sacramento y promesa de la unidad final de todos los humanos El cristianismo es religión de encarnación, de tal forma que, según la fórmula clásica, Jesús es a la vez Dios y hombre verdadero. Pues bien, ese principio de encarnación parece haberse roto, por exigencia sacral, en el signo de la eucaristía: es ciertamente pan y vino lo que se emplea en la celebración; pero no es el pan y vino de la vida concreta, de la comida fraterna, de la solidaridad entre todos los creyentes, sino unas especies simbólicas, que prácticamente no se ven ni se tocan ni se comen, ni vinculan de hecho en amor a los creyentes.
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