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sábado, 7 de agosto de 2010

XIX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 12, 32-48) - Ciclo C: Voz del verbo esperar

Por A. Pronzato

- Aquella noche se les anunció de antemano a nuestros padres para que tuvieran ánimo al conocer con certeza la promesa de que se fiaban... (Sab 18,6-9).
- La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve... (Heb 11,1-2.8-19).
- ...Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas... (Lc 12,32-48).

¿De qué parte está Dios?

Una noche atravesada por un haz de luz, que lleva a Israel a la liberación (primera lectura).
Una noche dominada por la espera de la venida del Señor (evangelio).
En los dos casos se trata de esperar un acontecimiento extraordinario.
En la sugestiva interpretación sapiencial de los hechos del Exodo -si bien con algún anacronismo, dado el género literario- se pone en evidencia la intervención de Dios como protagonista incontrovertible de la liberación de su pueblo.
La «columna de fuego» se encarga de hacer de guía en aquel viaje arriesgado a lo largo de las inciertas pistas del desierto.
Incluso el sol abrasador de aquellas zonas áridas se hace «inocuo». Cuando se camina hacia la libertad, incluso una migración indudablemente fatigosa, y que impone sacrificios y privaciones innumerables, se transforma en un viaje «glorioso».
El poder de Dios se experimenta como fuerza de salvación para los «suyos», y como terrible punición para aquellos que obstaculizan el proyecto.
Es verdad que no todas las empresas de liberación se desarrollan de una manera tan triunfal (no olvidemos que se trata de una relectura sucesiva): se necesitan tiempos largos, hacen falta intentos no siempre coronados por el éxito, y se imponen costos humanos horribles, y con frecuencia parece que los egipcios de turno y sus faraones -capaces incluso de arrancar alguna «bendición» equívoca y descaradamente oportunista en ciertas áreas religiosas- tienen las de ganar con el favor del «cielo» (del que se han gloriado abusivamente).
Pero Dios está de parte de los débiles, de las víctimas, de los oprimidos, de aquellos que tienden hacia la justicia (o, al menos, hacia injusticias menos escandalosas), de aquellos que reivindican el derecho a vivir como hombres.
Todos estos deben conocer «la promesa de que se fiaban». Las promesas en que se pueden apoyar son aquellas en que se empeña un Dios liberador.
Los «himnos de alabanza» finales no han de confundirse con los Tedéum entonados con excesiva frecuencia por los tiranos. La luz de la Pascua y la consiguiente alegría estalla solamente cuando ya ningún hombre es pisoteado, en su dignidad y en su libertad «sagradas», por otro hombre.
He ahí por qué el texto de la Sabiduría, además de ser «memoria» de un pasado, se lee como anuncio de un futuro posible.
El deber de la vigilancia
La página de Lucas exhorta al «pequeño rebaño» -que no tiene motivos para temer, porque su debilidad en el plano humano está compensada por el favor y la protección del Padre celestial -a mirar hacia adelante.
Por eso, es necesario no apegarse a las riquezas (de las que es necesario «aligerarse» a través de la limosna, para emprender un viaje más expedito), elegir lo esencial, y saber discernir cuáles son los valores, cuya validez no «caduca».
Estos bienes «inagotables» a los que es lícito, e incluso justo, apegar el corazón, pertenecen al campo del ver y no al del tener, al del amor que se da y no al de la posesión egoísta.
Están después las tres breves parábolas, cuyo motivo dominante es la espera vigilante, dinámica (los criados que esperan en la noche la vuelta del amo; la irrupción inesperada del ladrón en la casa para desvalijarla; el administrador inteligente y diligente, siempre dispuesto a presentar los libros al día cuando el amo le llame a dar cuenta). La vigilancia, especialmente cuando la noche parece que nunca va a terminar, se sostiene por la esperanza y comporta:
-Una mentalidad de gente en viaje («tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas»).
-La conciencia clara de los peligros que nos amenazan. Basta un momento de distracción, de decaimiento, y hay quien se aprovecha para robarnos los valores más preciosos. O también: según la lección central de la segunda parábola: si uno se deja seducir, desviar; incluso ocasionalmente, por otras perspectivas, peligra de faltar a la cita decisiva con el Reino, que llega de improviso.
-Una fidelidad constante y una gran cordura (el texto griego dice «sensatez», que indica el comportamiento del hombre que sabe adoptar la postura más adaptada a la diversidad de las circunstancias: situaciones nuevas exigen que se inventen posturas apropiadas. El sentido de responsabilidad no se manifiesta sólo en el custodiar, sino en el interpretar los cambios y en el consiguiente coraje de dar respuestas nuevas a problemas y exigencias que ya no son las de ayer).
El tender hacia lo eterno no autoriza a pasar por encima del hoy. Y la apertura hacia el futuro ciertamente no se expresa con la aburrida reedición del pasado.
El pasado es importante, pero como estímulo, como apremio hacia adelante, no como retorno hacia atrás. Conservar la memoria no significa necesariamente «reproducir» las mismas cosas.
Las tres parábolas representan la condena de un estilo cristiano somnoliento, distraído, apagado, cansinamente repetitivo, sabido. Y constituyen una invitación (de la que no están excluidos los responsables de la Iglesia) a un compromiso inteligente, a un servicio diligente, a una apertura hacia lo imprevisible, a insertar en el cuadro de un orden razonable el elemento sorpresa, a dejar brotar de la costra rugosa de la prudencia y del miedo la flor de la esperanza.
«Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá, al que mucho se le confió, más se le exigirá».
Las cuentas finales no salen, sea porque hemos perdido el tesoro precioso que se nos confió, sea porque nos hemos limitado a «conservarlo».
Se nos ha «dado» en abundancia para ser osados, para tener coraje, no para congelar todo en el miedo.
Cuando nos preocupamos únicamente de conservar, se termina por empobrecer.
Cuando se llena la espera que se está prolongando con maniobras formales y desfiles fastuosos y costosos (acaso bajo la amenaza de los «azotes»), se corre el riesgo de no caer en la cuenta de que el Huésped ya ha llegado, pero ha pasado de largo porque esas cosas no le interesan...
Esos creyentes...
El tema de la esperanza se entrelaza, en la estupenda página de la Carta a los hebreos (segunda lectura), con el de la fe.
El creyente, según el retrato que ahí se bosqueja, se puede definir como uno que ve lo invisible.
Posee lo que no tiene. Apuesta sobre lo imposible. Hereda aceptando perder. Conserva la memoria, o sea, es un incurable nostálgico del futuro. Habita en la inseguridad.
Se siente asegurado por lo provisional.
Abrahán, a quien hace tres domingos le hemos encontrado intercesor, no lejos de Hebrón, en «la colina del amigo», que dicen los árabes, aquí es presentado como el que, obedeciendo a una orden perentoria del Amigo, emprende una peregrinación interminable.
Es sorprendente observar cómo los patriarcas, depositarios de la fe en el Dios verdadero, han «custodiado» esta fe viajando. No vivían en las ciudades (¡las habían abandonado!), sino que llevaban una existencia nómada.
La fe no se encuentra segura en el palacio, ni en los libros con sello de garantía. La fe está como en casa en el campamento, bajó la tienda.
Esta raza de creyentes, con su peregrinación incesante, trasmite un mensaje fundamental: no tienen aquí abajo morada permanente. Se contentan con las cosas que no ven, o que apenas entreven, y que «saludan desde lejos».
Dios se convierte en «su Dios» sólo cuando dejan de pensar en volver hacia atrás para recuperar lo que han dejado (y tenían esta posibilidad), y tienden hacia la ciudad preparada por Dios para ellos. Podrían haber sido unos «llegados».
Pero han elegido «estar a la búsqueda de una patria».
A la «instalación», han preferido la espera que comporta continuas e incómodas salidas para viajes duros.
No se consideraban depositarios y guardianes de los pensamientos de Dios o de una «doctrina sobre Dios», pero se sentían tocados por sus promesas.
Por eso, en el campamento bajo las tiendas, no se preocupaban dé instruirse o adoctrinarse.
...Se limitaban a contar.

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