“No te pavonees en presencia del rey, ni te coloques entre los grandes; porque es mejor que te digan: «Sube acá», que verte humillado ante los nobles”.
Estas palabras, pertenecientes al Libro de los Proverbios (25,6-7) y, por tanto, a la “sabiduría popular” judía, las retoma Jesús para insistir en una cuestión reiterada: no le gustan “los primeros puestos”.
O quizás, por expresarlo con más precisión, ve peligrosa la actitud de quienes se preocupan por ello. Por eso, cuando entre su grupo se discute sobre “quién debía ser considerado el más importante” –un texto que Lucas sitúa nada menos que en el contexto del relato eucarístico-, Jesús lo corta de un modo tajante:
“El que quiera ser más importante, que sea como el menor… Yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22,24-27).
De todos modos, aquella sabiduría popular parecía haber calado en la enseñanza, porque en un texto del rabino Ben Azzai, del siglo V d.C., se leen palabras parecidas a las que aparecen en el evangelio:
“Siéntate dos o tres puestos más abajo del que te corresponde y quédate allí hasta que alguien venga a decirte ‘sube unos cuantos puestos’. No te vayas directamente a los puestos de cabecera, porque puede ser que alguien te diga ‘siéntate en otro sitio’. Es mejor que alguien te diga ‘sube, sube’ a que te obliguen a desplazarte más abajo”.
Por otro lado, también la sentencia con que acaba esa primera parte del relato –y que se repite en otros lugares del evangelio- era familiar en la tradición judía. En el Libro de Ezequiel (21,31), se lee:
“Van a cambiar las cosas; lo humillado será exaltado y lo exaltado será humillado”.
Con todo ello, podemos preguntarnos: ¿A qué se debe la prevención de Jesús frente a la actitud de quien busca “ser importante”?
Es evidente que lo que pretende no es que, al final, el yo sea recompensado: ésa sería todavía una lectura mítica, nacida de un literalismo que retuerce el texto. No significa que, si uno se humilla, luego va a ser resarcido. Tal motivación sería una perversión de la propia entraña evangélica: la gratuidad.
No; la palabra de Jesús apunta en una dirección mucho más decisiva: la sabiduría de no vivir para el yo. Porque es en la comprensión –apercepción intuitiva- de nuestra identidad donde se juega todo lo demás.
Es evidente que nuestra identidad no puede ser pensada; si lo fuera, estaríamos sólo ante un “objeto mental” –un “algo” delimitado”-, que estaría “en nosotros”, pero que no seríamos nosotros. Todo lo que podemos observar son sólo “objetos”; somos “Quien” observa.
Como el cuerpo, la mente puede ser observada. Eso nos dice que no somos la mente, ni los sentimientos, ni las emociones… De ahí que, para ir accediendo a nuestra identidad, sea suficiente con ir teniendo claro lo que no somos. Y, dado que el “yo” no es sino la mente, iniciamos el camino de la sabiduría –que es, simultáneamente, el camino de la liberación y del amor- en cuanto nos vamos desidentificando de él.
El yo busca “ser importante”, aunque sea en intensidades diferentes, en ocasiones hasta extremos enfermizos. Según Bertrand Russell,
“uno de los síntomas de estar al borde de una crisis nerviosa es creer que la obra de uno es sumamente importante”.
En ese caso, el yo se erige en centro de la escena, en una actitud narcisista que, aunque sea inconscientemente, considera en la práctica a los demás como mera “prolongación” de sí mismo, por lo que los “usa” sin el menor recato, de cara a conseguir sus fines de “sentirse bien” y “ser importante”.
La contundencia con que Jesús salía al paso de esa búsqueda de “importancia” parece directamente proporcional al engaño que supone y al sufrimiento que genera. El poder que gira en torno al yo –o, con otras palabras, el poder que ansía o ejerce quien está identificado con su yo- es siempre dañino.
Es cierto que podemos hablar de otro tipo de poder: el que han experimentado las personas sabias, el que podemos apreciar en el propio Jesús y en tantos hombres y mujeres, que han vivido desidentificados de su yo.
Como ha escrito el monje budista vietnamita, que fuera candidato al premio Nobel de la Paz, Thich Nhat Hanh,
“es el poder de ser felices justo en el momento presente, libres de la adicción, el miedo, la desesperación, la discriminación, el enfado y la ignorancia”.
Es el poder que hace felices a los otros, si bien es cierto que “para proporcionar felicidad a los demás, debemos ser felicidad”.
Ese poder llega a nosotros en la medida en que vamos cuidando la “atención plena”, por la que nos hacemos diestros en estar plenamente presentes en el aquí y ahora.
Puede ser tan sencillo como entrar en contacto con nuestra propia respiración, de un modo consciente, para que empecemos a vivirnos desde “otro” nivel de profundidad y, en último término, de identidad.
Todos podemos comprobar que la respiración consciente –la atención a la respiración- constituye una de las herramientas más poderosas para venir al presente y permanecer en él. Bastará que volvamos a ella con frecuencia, a lo largo del día, en cualquier circunstancia que nos encontremos, para que vengamos al presente y, finalmente, nos vivamos como Presencia.
Según el monje citado, en la medida en que venimos al presente, accedemos a lo que él llama “la sabiduría que no discrimina”, una forma de poder que favorece la vida, porque no es el poder al que el yo busca aferrarse, sino que es expresión de la propia Presencia. El lo cuenta con una especie de parábola:
“Yo soy diestro, de modo que hago la mayoría de las cosas con la mano derecha… Pero la mano derecha nunca se muestra orgullosa. Nunca dice: «Mano izquierda, no sirves para nada. Todo lo tengo que hacer yo».Y la mano izquierda no tiene ningún complejo de inferioridad. Nunca sufre; es maravilloso. Mi mano derecha y mi mano izquierda están siempre en paz la una con la otra. Colaboran a la perfección. Esta es la sabiduría del no yo que está viva dentro de nosotros.
Un día estaba clavando un clavo en la pared con el martillo para colgar un cuadro. No fui muy hábil y en lugar de darle al clavo, me golpeé en el dedo. Inmediatamente, la mano derecha dejó el martillo y cuidó de la mano izquierda. Y la mano derecha no dijo en ningún momento: «Mano izquierda, estoy cuidando de ti, ¿sabes? Deberías recordarlo». Y la mano izquierda no dijo: «Mano derecha, me has hecho sufrir. Quiero justicia, ¡trae ese martillo!». La mano izquierda no piensa nunca de ese modo. Esa es la sabiduría que no discrimina”
(THICH NHAT HANH, El arte del poder.
El secreto de la felicidad y la vida plena, Oniro, Barcelona 2008, pp. 49-50).
Es la misma sabiduría de las olas que no olvidan en ningún momento que –todas- son siempre la misma agua. Nuestra naturaleza básica es la misma para todos nosotros:
“no somos iguales, pero somos lo mismo” (Javier Melloni).
www.enriquemartinezlozano.com
Estas palabras, pertenecientes al Libro de los Proverbios (25,6-7) y, por tanto, a la “sabiduría popular” judía, las retoma Jesús para insistir en una cuestión reiterada: no le gustan “los primeros puestos”.
O quizás, por expresarlo con más precisión, ve peligrosa la actitud de quienes se preocupan por ello. Por eso, cuando entre su grupo se discute sobre “quién debía ser considerado el más importante” –un texto que Lucas sitúa nada menos que en el contexto del relato eucarístico-, Jesús lo corta de un modo tajante:
“El que quiera ser más importante, que sea como el menor… Yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22,24-27).
De todos modos, aquella sabiduría popular parecía haber calado en la enseñanza, porque en un texto del rabino Ben Azzai, del siglo V d.C., se leen palabras parecidas a las que aparecen en el evangelio:
“Siéntate dos o tres puestos más abajo del que te corresponde y quédate allí hasta que alguien venga a decirte ‘sube unos cuantos puestos’. No te vayas directamente a los puestos de cabecera, porque puede ser que alguien te diga ‘siéntate en otro sitio’. Es mejor que alguien te diga ‘sube, sube’ a que te obliguen a desplazarte más abajo”.
Por otro lado, también la sentencia con que acaba esa primera parte del relato –y que se repite en otros lugares del evangelio- era familiar en la tradición judía. En el Libro de Ezequiel (21,31), se lee:
“Van a cambiar las cosas; lo humillado será exaltado y lo exaltado será humillado”.
Con todo ello, podemos preguntarnos: ¿A qué se debe la prevención de Jesús frente a la actitud de quien busca “ser importante”?
Es evidente que lo que pretende no es que, al final, el yo sea recompensado: ésa sería todavía una lectura mítica, nacida de un literalismo que retuerce el texto. No significa que, si uno se humilla, luego va a ser resarcido. Tal motivación sería una perversión de la propia entraña evangélica: la gratuidad.
No; la palabra de Jesús apunta en una dirección mucho más decisiva: la sabiduría de no vivir para el yo. Porque es en la comprensión –apercepción intuitiva- de nuestra identidad donde se juega todo lo demás.
Es evidente que nuestra identidad no puede ser pensada; si lo fuera, estaríamos sólo ante un “objeto mental” –un “algo” delimitado”-, que estaría “en nosotros”, pero que no seríamos nosotros. Todo lo que podemos observar son sólo “objetos”; somos “Quien” observa.
Como el cuerpo, la mente puede ser observada. Eso nos dice que no somos la mente, ni los sentimientos, ni las emociones… De ahí que, para ir accediendo a nuestra identidad, sea suficiente con ir teniendo claro lo que no somos. Y, dado que el “yo” no es sino la mente, iniciamos el camino de la sabiduría –que es, simultáneamente, el camino de la liberación y del amor- en cuanto nos vamos desidentificando de él.
El yo busca “ser importante”, aunque sea en intensidades diferentes, en ocasiones hasta extremos enfermizos. Según Bertrand Russell,
“uno de los síntomas de estar al borde de una crisis nerviosa es creer que la obra de uno es sumamente importante”.
En ese caso, el yo se erige en centro de la escena, en una actitud narcisista que, aunque sea inconscientemente, considera en la práctica a los demás como mera “prolongación” de sí mismo, por lo que los “usa” sin el menor recato, de cara a conseguir sus fines de “sentirse bien” y “ser importante”.
La contundencia con que Jesús salía al paso de esa búsqueda de “importancia” parece directamente proporcional al engaño que supone y al sufrimiento que genera. El poder que gira en torno al yo –o, con otras palabras, el poder que ansía o ejerce quien está identificado con su yo- es siempre dañino.
Es cierto que podemos hablar de otro tipo de poder: el que han experimentado las personas sabias, el que podemos apreciar en el propio Jesús y en tantos hombres y mujeres, que han vivido desidentificados de su yo.
Como ha escrito el monje budista vietnamita, que fuera candidato al premio Nobel de la Paz, Thich Nhat Hanh,
“es el poder de ser felices justo en el momento presente, libres de la adicción, el miedo, la desesperación, la discriminación, el enfado y la ignorancia”.
Es el poder que hace felices a los otros, si bien es cierto que “para proporcionar felicidad a los demás, debemos ser felicidad”.
Ese poder llega a nosotros en la medida en que vamos cuidando la “atención plena”, por la que nos hacemos diestros en estar plenamente presentes en el aquí y ahora.
Puede ser tan sencillo como entrar en contacto con nuestra propia respiración, de un modo consciente, para que empecemos a vivirnos desde “otro” nivel de profundidad y, en último término, de identidad.
Todos podemos comprobar que la respiración consciente –la atención a la respiración- constituye una de las herramientas más poderosas para venir al presente y permanecer en él. Bastará que volvamos a ella con frecuencia, a lo largo del día, en cualquier circunstancia que nos encontremos, para que vengamos al presente y, finalmente, nos vivamos como Presencia.
Según el monje citado, en la medida en que venimos al presente, accedemos a lo que él llama “la sabiduría que no discrimina”, una forma de poder que favorece la vida, porque no es el poder al que el yo busca aferrarse, sino que es expresión de la propia Presencia. El lo cuenta con una especie de parábola:
“Yo soy diestro, de modo que hago la mayoría de las cosas con la mano derecha… Pero la mano derecha nunca se muestra orgullosa. Nunca dice: «Mano izquierda, no sirves para nada. Todo lo tengo que hacer yo».Y la mano izquierda no tiene ningún complejo de inferioridad. Nunca sufre; es maravilloso. Mi mano derecha y mi mano izquierda están siempre en paz la una con la otra. Colaboran a la perfección. Esta es la sabiduría del no yo que está viva dentro de nosotros.
Un día estaba clavando un clavo en la pared con el martillo para colgar un cuadro. No fui muy hábil y en lugar de darle al clavo, me golpeé en el dedo. Inmediatamente, la mano derecha dejó el martillo y cuidó de la mano izquierda. Y la mano derecha no dijo en ningún momento: «Mano izquierda, estoy cuidando de ti, ¿sabes? Deberías recordarlo». Y la mano izquierda no dijo: «Mano derecha, me has hecho sufrir. Quiero justicia, ¡trae ese martillo!». La mano izquierda no piensa nunca de ese modo. Esa es la sabiduría que no discrimina”
(THICH NHAT HANH, El arte del poder.
El secreto de la felicidad y la vida plena, Oniro, Barcelona 2008, pp. 49-50).
Es la misma sabiduría de las olas que no olvidan en ningún momento que –todas- son siempre la misma agua. Nuestra naturaleza básica es la misma para todos nosotros:
“no somos iguales, pero somos lo mismo” (Javier Melloni).
www.enriquemartinezlozano.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario