¿PRIVILEGIADOS? SOLO LOS PEQUEÑOS
El reino de Dios, esto es, aquel pedazo de humanidad que está organizado de la manera que Dios quiere, es simbolizado en los evangelios mediante la imagen de una fiesta, de un banquete. En ese banquete no hay puestos de privilegio, y si se pone un asiento más alto, ese puesto es siempre para el mas pequeño.
Un día de precepto fue a comer a casa de uno de los jefes fariseos, y ellos lo estaban acechando. Notando que los convidados escogían los prime ros puestos, les propuso estas máximas:
-Cuando alguien te convide a una boda, no te sientes en el primer puesto...
Para el mundo (= la sociedad humana mal organizada), los hombres no somos iguales, y este hecho debe quedar siempre claro. Por eso, en cualquier reunión de gente impor tante diligentes políticos, artistas famosos, gente de mun do...-, se plantea siempre un problema que en esos círculos se considera muy grave: distribuir los puestos en los que cada cual se debe situar. Cartelitos con los nombres y los títulos -señor, excelencia, eminencia, señoría...-, que es lo que más importa, se colocan en las mesas, en los asientos... para que se mantengan las distintas categorías y las jerarquías sean siempre respetadas.
Jesús, convidado a comer en casa de un fariseo, se dio cuenta de que los invitados, según iban llegando, se colocaban en los puertos más importantes. Seguro que, con una falsa sonrisa en los labios, aquellos piadosos fariseos se daban algún que otro codazo para conseguir arrebatarse unos a otros el mejor puesto.
Jesús sabe que no se trata de un incidente irrelevante, sino que revela algo más hondo, una cierta manera de entender la vida y las relaciones humanas: el querer darse importancia, el deseo de figurar por encima de los demás, determinaba el comportamiento de aquellas personas y ponía de manifiesto que para ellos la vida era una competición y que, por consi guiente, consideraban a todos los demás como adversarios y competidores.
Para Jesús, la vida del nombre no es una competición, sino una maravillosa aventura, una tarea común: convertir este mundo en un mundo de hermanos. Y ese proyecto resul taba incompatible con la mentalidad que reflejaba el compor tamiento de los invitados a aquel banquete. No se puede tratar a un hermano como competidor; no se puede vivir como hermano de los que consideramos adversarios.
Por eso Jesús propone una actitud de verdadera humildad: renunciar al deseo de quedar por encima de todos, dejar de temer que el otro me arrebate ese primer puesto que ya no pretendo y considerar que, en lo que de verdad importa, todos somos iguales y que no hay razón para que nadie busque sobresalir entre los demás.
Pero cuidado: la humildad cristiana no consiste en el des precio de nosotros mismos ni en aceptar las injustas humillaciones a que nos intenten someter otros. Humildad no equi vale a sometimiento, de la misma manera que soberbia no equivale a libertad. La humildad cristiana, continuando con la imagen del banquete, quedaría representada en una mesa redonda, en la que no hay, y nadie pretende, lugares de pri vilegio, mesa alrededor de la cual se sientan los hermanos en un plano de igualdad, porque entre ellos no hay privilegios.
Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que te inviten ellos para corresponder y quedes pagado. Al revés, cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos, y dichoso tú entonces, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.
Bueno, sí que hay privilegiados. Como en todas las buenas familias, también hay privilegiados entre los hijos del Padre del cielo, los pequeños: «los pobres, lisiados, cojos y ciegos».
En una familia en la que todos se sienten solidarios, los privilegios se conceden al más pequeño, al más débil, al que no puede valerse por sí mismo. Entre los seguidores de Jesús, el amor se derrama con más generosidad en aquellos que más faltos están de él. Y estos privilegios tienen un objetivo muy concreto: compensar las desigualdades para que sea posible la igualdad.
Estos deben ser los privilegios dentro de la comunidad cristiana: los que saben menos, los que tienen menos títulos, los que tienen menos experiencia, y hasta los que andan esca sos de fuerzas para ser fieles a su compromiso.
Y a éstos se debe dirigir, de manera privilegiada, la aten ción de la Iglesia: a todos los que este mundo (esta sociedad tan mal organizada) ha dejado «pobres, lisiados, cojos y cie gos. .», marginados, oprimidos, explotados, parados, mendi gos. . Y sin paternalismos. Ofreciéndoles una silla, igual a la de todos, e invitarlos a que se sienten a la mesa con los hermanos. Y así, alcanzar juntos una felicidad que jamás aca bará.
Y no olvidemos que «A todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán».
El reino de Dios, esto es, aquel pedazo de humanidad que está organizado de la manera que Dios quiere, es simbolizado en los evangelios mediante la imagen de una fiesta, de un banquete. En ese banquete no hay puestos de privilegio, y si se pone un asiento más alto, ese puesto es siempre para el mas pequeño.
LOS PRIMEROS PUESTOS
Un día de precepto fue a comer a casa de uno de los jefes fariseos, y ellos lo estaban acechando. Notando que los convidados escogían los prime ros puestos, les propuso estas máximas:
-Cuando alguien te convide a una boda, no te sientes en el primer puesto...
Para el mundo (= la sociedad humana mal organizada), los hombres no somos iguales, y este hecho debe quedar siempre claro. Por eso, en cualquier reunión de gente impor tante diligentes políticos, artistas famosos, gente de mun do...-, se plantea siempre un problema que en esos círculos se considera muy grave: distribuir los puestos en los que cada cual se debe situar. Cartelitos con los nombres y los títulos -señor, excelencia, eminencia, señoría...-, que es lo que más importa, se colocan en las mesas, en los asientos... para que se mantengan las distintas categorías y las jerarquías sean siempre respetadas.
Jesús, convidado a comer en casa de un fariseo, se dio cuenta de que los invitados, según iban llegando, se colocaban en los puertos más importantes. Seguro que, con una falsa sonrisa en los labios, aquellos piadosos fariseos se daban algún que otro codazo para conseguir arrebatarse unos a otros el mejor puesto.
Jesús sabe que no se trata de un incidente irrelevante, sino que revela algo más hondo, una cierta manera de entender la vida y las relaciones humanas: el querer darse importancia, el deseo de figurar por encima de los demás, determinaba el comportamiento de aquellas personas y ponía de manifiesto que para ellos la vida era una competición y que, por consi guiente, consideraban a todos los demás como adversarios y competidores.
LA HUMILDAD CRISTIANA
Para Jesús, la vida del nombre no es una competición, sino una maravillosa aventura, una tarea común: convertir este mundo en un mundo de hermanos. Y ese proyecto resul taba incompatible con la mentalidad que reflejaba el compor tamiento de los invitados a aquel banquete. No se puede tratar a un hermano como competidor; no se puede vivir como hermano de los que consideramos adversarios.
Por eso Jesús propone una actitud de verdadera humildad: renunciar al deseo de quedar por encima de todos, dejar de temer que el otro me arrebate ese primer puesto que ya no pretendo y considerar que, en lo que de verdad importa, todos somos iguales y que no hay razón para que nadie busque sobresalir entre los demás.
Pero cuidado: la humildad cristiana no consiste en el des precio de nosotros mismos ni en aceptar las injustas humillaciones a que nos intenten someter otros. Humildad no equi vale a sometimiento, de la misma manera que soberbia no equivale a libertad. La humildad cristiana, continuando con la imagen del banquete, quedaría representada en una mesa redonda, en la que no hay, y nadie pretende, lugares de pri vilegio, mesa alrededor de la cual se sientan los hermanos en un plano de igualdad, porque entre ellos no hay privilegios.
PERO PRIVILEGIADOS... SI QUE HAY
Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que te inviten ellos para corresponder y quedes pagado. Al revés, cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos, y dichoso tú entonces, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.
Bueno, sí que hay privilegiados. Como en todas las buenas familias, también hay privilegiados entre los hijos del Padre del cielo, los pequeños: «los pobres, lisiados, cojos y ciegos».
En una familia en la que todos se sienten solidarios, los privilegios se conceden al más pequeño, al más débil, al que no puede valerse por sí mismo. Entre los seguidores de Jesús, el amor se derrama con más generosidad en aquellos que más faltos están de él. Y estos privilegios tienen un objetivo muy concreto: compensar las desigualdades para que sea posible la igualdad.
Estos deben ser los privilegios dentro de la comunidad cristiana: los que saben menos, los que tienen menos títulos, los que tienen menos experiencia, y hasta los que andan esca sos de fuerzas para ser fieles a su compromiso.
Y a éstos se debe dirigir, de manera privilegiada, la aten ción de la Iglesia: a todos los que este mundo (esta sociedad tan mal organizada) ha dejado «pobres, lisiados, cojos y cie gos. .», marginados, oprimidos, explotados, parados, mendi gos. . Y sin paternalismos. Ofreciéndoles una silla, igual a la de todos, e invitarlos a que se sienten a la mesa con los hermanos. Y así, alcanzar juntos una felicidad que jamás aca bará.
Y no olvidemos que «A todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán».
No hay comentarios:
Publicar un comentario