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jueves, 2 de septiembre de 2010

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 14. 25-33) - Ciclo C: SENTARSE


Por José Antonio Pagola
No se sienta primero

Son muchos los que viven sin detenerse nunca en su camino. Jamás se paran para preguntarse por el sentido de su vida o para reflexionar sobre el rumbo que va tomando con el pasar de los años. No conocen la sabiduría de quien se retira de vez en cuando a la soledad o, simplemente, se recoge en su habitación para «meditar» su vida.

En el relato evangélico (Lc 14, 28-32), Jesús emplea dos imágenes: la del hombre que quiere construir una torre y la del rey que se ve obligado a afrontar a un enemigo que viene a su encuentro. En ambos casos, se repite lo mismo: los dos personajes «se sientan» a reflexionar sobre las exigencias, los riesgos y las fuerzas con que cuentan para enfrentarse sabiamente a su vida.

¿Por qué no «sentarnos», terminadas ya las vacaciones, para reflexionar sobre la vida que reanudamos estos días? Esta reflexión nos ayudará a no dejarnos arrastrar tan fácilmente por la rutina o el ajetreo de cada día. Compromisos, obligaciones, trabajos..., todo tiene un sentido más humano cuando la persona vive esa «suave vigilancia» que permite a la persona ser dueña de su vida, reacciones y sentimientos.

Es conocida la sentencia de Pascal: «La desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, de no saber permanecer sosegadamente en una habitación» (Pensamiento 136).

Más que discurrir, lo que necesitamos, tal vez, es mirar y aceptar con verdad nuestro ser. Acoger con sencillez nuestra vida cotidiana sin perdernos en la agitación de cada día. Disponernos a cuidar lo importante: la confianza en Dios, el amor a las personas, el gozo de vivir, el trabajo bien hecho, la paz interior.

Cuando en el corazón de la persona sigue viva la fe, estos momentos de reflexión sobre la vida se convierten muchas veces en oración sincera. Una oración que no es la repetición rutinaria de unas fórmulas aprendidas de niño, sino comunicación viva y espontánea con un Dios sentido como Padre y Amigo.

Las alegrías y los gozos de la vida llevan entonces al agradecimiento:

«Mi corazón se alegra con tu salvación, cantaré al Señor por el bien que me hace» (Salmo 12).

Los sufrimientos y problemas invitan a la invocación: «Me abandonan las fuerzas... Mi pena no se aparta de mí. No me abandones, Señor» (Salmo 37).

En medio de la oscuridad está Él: «Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas» (Salmo 17).

En nuestra impotencia podemos contar con Él: «Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor cuida de mí» (Salmo 39).

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