Lo que los fariseos no han entendido jamás es que Dios, en lugar de preocuparse por ser obedecido y respetado, está preocu pado por la felicidad de los seres humanos. Por eso, los fariseos, si no cambian, nunca podrán conocer la alegría de Dios.
A pesar de lo duras que son las condiciones que Jesús pone a quien quiere ser su discípulo, son muchos los que se sienten interesados por sus palabras y se acercan a él. No se trata de las personas religiosas, ni de los sacerdotes o los expertos en el estudio de la ley. Los que se interesan por sus palabras son los que éstos despreciaban: «Todos los recauda dores y descreídos se le iban acercando para escucharlo». Los recaudadores y los descreídos: «los malos». Ya había dicho Jesús en otra ocasión que sólo los que se encuentran mal sienten necesidad de médico (Lc 5,31). Y éste era el caso de los que se dirigen a Jesús. Cierto que no cumplían la ley -los descreí dos-, y que colaboraban con la opresión de los romanos -los recaudadores-, y seguro que, con su actuación, hacían daño a otras personas. Pero en realidad, y ése era su mal, ellos eran, por dos veces, víctimas de la injusticia establecida: lo eran porque el pecado, que los poderosos habían hecho parte esencial de la organización social, les estaba pudriendo el corazón y se habían convertido en sus cómplices, y lo eran porque los auténticos responsables y los verdaderos beneficia rios de la injusticia se las habían arreglado para que estos desgraciados aparecieran como «los pecadores», teniendo también que soportar, junto a la injusticia de los grandes, el desprecio de los santos. Santos que, además, no les ofrecían solución, sino sólo condena.
Por eso se sienten mal, y sienten necesidad de médico. Un médico que los cure a ellos y que sane también a la sociedad humana. Y no les da miedo el saber que, para acceder a la salud, quizá tengan que someterse a una cura dolorosa y difícil: ¿que hay que jugarse la vida? ¿Pero es que era vida la que llevaban?
Los «buenos», los fariseos y los letrados lo criticaban por tratar con aquella «gentuza»: «Este acoge a los descreídos y come con ellos». Jesús no podía hablar en nombre de Dios.
Su doctrina, ya de por sí contraria a las sagradas tradiciones que ellos defendían, quedaba totalmente desautorizada sólo con ver los elementos que se interesaban por ella y por quien la proclamaba. No era serio, según ellos, pretender ser el portavoz de Dios y, al mismo tiempo, sentarse a la mesa con los pecadores.
Les propuso Jesús esta parábola:
Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una... Y cuando lo encuentra, se la carga a los hombros, muy contento; al llegar a casa, reúna los amigos y a los vecinos para decirles:
¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido.
A ellos, a «los buenos», se dirige Jesús para decirles que su Dios no es el Dios de ellos. Y no porque los letrados y fariseos no creyeran en el Dios verdadero, sino porque no conocían de verdad al Dios en el que decían creer. Porque creían que Dios era justo; pero confundían la justicia con el castigo y la venganza. Creían en un Dios grande, y confundían la grandeza con la lejanía. Y estaban convencidos de que era serio y aburrido, preocupado sólo de salvaguardar su honor, siempre en peligro de ser mancillado por las maldades de los hombres.
A ellos se dirige Jesús para decirles que Dios no es así: que la justicia de Dios se manifiesta en que siempre está de la parte de los pequeños, de los humillados, de los desprecia dos, y que la grandeza de Dios no es otra cosa que su amor, su inmenso amor, que no puede soportar la desgracia de sus hijos y, sobre todo, es inútil sufrimiento que los hombres se causan unos a otros y que es lo único que pone verdaderamen te serio a Dios.
Y les dice que Dios no está aburrido; al contrario, vive ilusionado, porque él sí que tiene fe en el ser humano. Y confía en que los hombres se irán dando cuenta de que con El, haciéndole caso a El, encontrarán la salvación ya en esta vida, antes incluso de la muerte. Por eso, sigue diciendo Jesús, Dios se alegra cuando alguien, aunque sea uno solo, abre los ojos y se da cuenta de que de espaldas a Dios será siempre un desgraciado que sólo podrá ofrecer desgracias a los demás.
A Dios le preocupa poco su honor (y muy poca cosa somos nosotros para ponerlo en peligro); a Dios lo que le duele y lo que le alegra es el dolor y la alegría de los hombres. Por eso Dios está de enhorabuena cuando alguien, uno solo, se da cuenta de que está en pecado (esto es, que no cumple la voluntad de Dios porque hace daño a los demás) y decide cambiar de vida.
¿Por qué no le damos una alegría a Dios? Podemos hacerlo todos, ¡hasta los fariseos!
A PESAR DE TODO
A pesar de lo duras que son las condiciones que Jesús pone a quien quiere ser su discípulo, son muchos los que se sienten interesados por sus palabras y se acercan a él. No se trata de las personas religiosas, ni de los sacerdotes o los expertos en el estudio de la ley. Los que se interesan por sus palabras son los que éstos despreciaban: «Todos los recauda dores y descreídos se le iban acercando para escucharlo». Los recaudadores y los descreídos: «los malos». Ya había dicho Jesús en otra ocasión que sólo los que se encuentran mal sienten necesidad de médico (Lc 5,31). Y éste era el caso de los que se dirigen a Jesús. Cierto que no cumplían la ley -los descreí dos-, y que colaboraban con la opresión de los romanos -los recaudadores-, y seguro que, con su actuación, hacían daño a otras personas. Pero en realidad, y ése era su mal, ellos eran, por dos veces, víctimas de la injusticia establecida: lo eran porque el pecado, que los poderosos habían hecho parte esencial de la organización social, les estaba pudriendo el corazón y se habían convertido en sus cómplices, y lo eran porque los auténticos responsables y los verdaderos beneficia rios de la injusticia se las habían arreglado para que estos desgraciados aparecieran como «los pecadores», teniendo también que soportar, junto a la injusticia de los grandes, el desprecio de los santos. Santos que, además, no les ofrecían solución, sino sólo condena.
Por eso se sienten mal, y sienten necesidad de médico. Un médico que los cure a ellos y que sane también a la sociedad humana. Y no les da miedo el saber que, para acceder a la salud, quizá tengan que someterse a una cura dolorosa y difícil: ¿que hay que jugarse la vida? ¿Pero es que era vida la que llevaban?
Los «buenos», los fariseos y los letrados lo criticaban por tratar con aquella «gentuza»: «Este acoge a los descreídos y come con ellos». Jesús no podía hablar en nombre de Dios.
Su doctrina, ya de por sí contraria a las sagradas tradiciones que ellos defendían, quedaba totalmente desautorizada sólo con ver los elementos que se interesaban por ella y por quien la proclamaba. No era serio, según ellos, pretender ser el portavoz de Dios y, al mismo tiempo, sentarse a la mesa con los pecadores.
LA ALEGRIA DE DIOS
Les propuso Jesús esta parábola:
Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una... Y cuando lo encuentra, se la carga a los hombros, muy contento; al llegar a casa, reúna los amigos y a los vecinos para decirles:
¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido.
A ellos, a «los buenos», se dirige Jesús para decirles que su Dios no es el Dios de ellos. Y no porque los letrados y fariseos no creyeran en el Dios verdadero, sino porque no conocían de verdad al Dios en el que decían creer. Porque creían que Dios era justo; pero confundían la justicia con el castigo y la venganza. Creían en un Dios grande, y confundían la grandeza con la lejanía. Y estaban convencidos de que era serio y aburrido, preocupado sólo de salvaguardar su honor, siempre en peligro de ser mancillado por las maldades de los hombres.
A ellos se dirige Jesús para decirles que Dios no es así: que la justicia de Dios se manifiesta en que siempre está de la parte de los pequeños, de los humillados, de los desprecia dos, y que la grandeza de Dios no es otra cosa que su amor, su inmenso amor, que no puede soportar la desgracia de sus hijos y, sobre todo, es inútil sufrimiento que los hombres se causan unos a otros y que es lo único que pone verdaderamen te serio a Dios.
Y les dice que Dios no está aburrido; al contrario, vive ilusionado, porque él sí que tiene fe en el ser humano. Y confía en que los hombres se irán dando cuenta de que con El, haciéndole caso a El, encontrarán la salvación ya en esta vida, antes incluso de la muerte. Por eso, sigue diciendo Jesús, Dios se alegra cuando alguien, aunque sea uno solo, abre los ojos y se da cuenta de que de espaldas a Dios será siempre un desgraciado que sólo podrá ofrecer desgracias a los demás.
A Dios le preocupa poco su honor (y muy poca cosa somos nosotros para ponerlo en peligro); a Dios lo que le duele y lo que le alegra es el dolor y la alegría de los hombres. Por eso Dios está de enhorabuena cuando alguien, uno solo, se da cuenta de que está en pecado (esto es, que no cumple la voluntad de Dios porque hace daño a los demás) y decide cambiar de vida.
¿Por qué no le damos una alegría a Dios? Podemos hacerlo todos, ¡hasta los fariseos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario