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domingo, 24 de octubre de 2010

Católicos de toda la vida


La parábola del publicano y el fariseo -evangelio de este domingo- tiene una lectura muy actual. Recuerda a aquel chiste de Mingote en que se veían a dos señoras empingorotadas saliendo de misa: “Densengáñate, fulanita, al cielo, lo que se dice al cielo iremos los de siempre”. Hoy, especialmente en esta gran plaza de Internet, abundan los católicos a machamartillo tan seguros de su fe que nos somete a una paliza día y noche dándonos en rostro con su ortodoxia. Son los nuevos “separados” (eso significa fariseo) que se pavonean ante Dios y los hombres de estar en la verdad, de cumplir con todo lo que manda la Iglesia, mientras los demás sólo son pobres publicanos.

Pocos tipos tan despreciables para los judíos de la época como los publicanos o recaudadores de impuestos. Los romanos encargaban de este cometido a familias judías pudientes que, a su vez, subarrendaban dicha actividad a pobres diablos que, para sacar algo, tenían que aumentar los impuestos. Por eso eran tan odiados. Pues bien Jesús, como hacía con prostitutas y otros pecadores, era su amigo, comía con ellos e incluso tenía a uno que lo había sido en su grupo, Mateo.

La párabola arranca con este luminoso prólogo: Refiriéndose a algunos que estaban plenamente con vencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás.

Se consideran «los buenos». Se sienten seguros, «plenamente convencidos», y se atribuyen a sí mismos el mérito de su santidad, que atribuyen al fruto de su propio esfuerzo. Ellos -no los demás, ni siquiera Dios- son el centro del universo.

Los demás deben compararse con ellos para saber si están haciendo las cosas como Dios quiere: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás”.En la Iglesia de hoy abunda un sector a la defensiva convencido de estar a bien con Dios que desprecia a los que piensan de otra manera. Abunda más en la derecha. Pero también los hay en la izquierda dentro del llamado progresismo quienes actúan con esa seguridad despreciativa y pueden llegar a ser muy intransigentes.

El cobrador de impuestos reconoce su limitación, su pe cado. Sólo se atreve a pedir perdón. Su confianza está en Dios, sólo en Dios. No intenta disimular sus errores compa­rándose con otros más pecadores que él (que sin duda los había). Se limita a invocar la misericordia de Dios, a rogarle que le dé gratis su amor: « ¡Dios mío, ten piedad de este pecador! »

La conclusión de Jesús parece sorprendente: Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no. Porque a todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán.

Resulta que el cobrador de impuesto, que roba a la gente, es el héroe de la parábola y que digamos el carca seguro de sí, “el católico de toda la vida”, no.

Y esque al recaudador, que en realidad se que daba con lo que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; el fariseo, que se pasaba en el cumplimiento de la ley, no consi gue la amistad con Dios. Y es que Dios ve el corazón. Y el fariseo lo tenía tan duro como las tablas de su ley. El había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien nego cia, y de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia.

Hoy abunda un sector en la Iglesia que se parapeta en los dogmas, el magisterio jerárquico, “lo que está mandado” para conseguir seguridad, certezas. Otro que está tan seguro de sus ideas progresistas que desprecia a los “piadosos” (entre ellos hay también gente muy buen, sencilla no farisaica que no presume de su piedad aunque sean conservadores).

Jesús nos da el catalizador: la autenticidad en el amor.

El recaudador puede cambiar porque es consciente de que le falta amor. El fariseo está petrificado en sus normas e imposibilitado para amar. Su seguridad le aleja de Dios.

Le fe tiene mucho de fragilidad, de dependencia e incluso de oscuridad, que engendra humildad. Tener todo muy claro no es de hombres, es de Dios, por eso sólo los sencillos están cerca de la verdad.

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