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sábado, 23 de octubre de 2010

Meditación para el domingo XXX del tiempo ordinario


Ante el texto del Evangelio, en el que se narra la parábola del “fariseo y el publicano”, quizá nos brota el juicio inmisericorde contra quien, presumido y vanidoso, actúa ostentosamente, afirmado en sus propias obras, seguro de sí. Esta actuación nos igualaría con el fariseo, al atrevernos a juzgarlo.

La Palabra nos llama a comprendernos en el pobre, en el necesitado de perdón, en el pecador, en el humilde y humillado por sus propios errores y quizás desprecios de su entorno, pero que no desconfía de la misericordia divina.

Las lecturas de este domingo son axiomáticas y contundentes, y dejan el grato sabor de la revelación divina. Dios escucha las súplicas del oprimido, del pobre, del huérfano, de la viuda, del pecador arrepentido, del despreciado por su comportamiento débil. Libra de la angustia, hace justicia al desvalido, salva al abatido, consuela al que llora, está cerca del atribulado, redime a sus siervos y siempre está abierto al perdón.

Por esta certeza, San Pablo profesa su actitud confiada, en abandono, ante la justicia divina. Dios es santo y justo, y su misericordia es eterna. Desde la confesión paulina, es mejor quedar en manos del Señor, justo juez, que depender del juicio de los hombres. La justicia de Dios es comprensiva, recta, misericordiosa.

Uno no se justifica a sí mismo, ni puede ser a la vez juez y parte. No es bueno huir de la mirada del Señor, porque además nada queda oculto a sus ojos. Es mejor invocarlo en medio de la dificultad que quedar atrapado en la desesperanza o en la vanidad inconsciente. Es mejor suplicar, aunque sea a gritos y con lágrimas, que sucumbir en el entreguismo de la indiferencia.

Para Dios nada hay imposible. Él ve el corazón contrito y humillado y no lo desprecia. Él escucha el clamor del afligido y lo consuela.

Apartarse de Dios es quedarse solo, conviviendo con la propia debilidad, sin el auxilio que alcanza hasta lo más profundo del ser. Significa caer en la tentación de valerse por sí mismo, de manera pretenciosa, sin acudir a Dios.

Si es erróneo creerse justo, es muy peligroso permanecer hundidos en la propia debilidad, sin pedir auxilio a quien tiene poder de sacar del abismo.

Es perjudicial caminar evadido, sin reconocer la necesidad de auxilio, bien sea por orgullo o por no dar oídos a la conciencia.

Lo recto es caminar como declara el Apóstol: “Ahora me aguarda la corona merecida”, la que el Señor, juez justo, me concederá, por arrepentido.

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