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sábado, 27 de noviembre de 2010

Adviento: tiempo de esperanza y espera



Desde la cárcel, Pablo escribe a los cristianos de Filipos confesando que tiene como basura todo con tal de ganar a Cristo y hacerse semejante a Él: “No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo hermanos no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios. Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante” (Fp 3, 12-16).

Pablo es consciente de que como personas “no somos”… “vamos siendo”, nos vamos haciendo a lo largo de un proceso que no termina ni siquiera con el final de nuestra vida. Será Dios quien un día, después de nuestra muerte, lleve a plenitud la obra que comenzó en nosotros. Mientras tanto seguimos caminando hacia un futuro el que hay que creer y que al mismo tiempo tenemos que crear.

No basta creer que hay un futuro. Ese futuro hay que crearlo. Dios está comprometido en esa creación, pero no será posible sin nuestra colaboración. Dios y nosotros vamos creando ese futuro en el que creemos.

En esa construcción conjunta de nuestro futuro se entremezclan dos elementos que aparentemente son lo mismo, pero que en realidad son distintos: la esperanza y la espera.

Pongamos que yo estoy en la estación de Zaragoza para viajar a Barcelona. Mientras estoy en el andén mi “esperanza” es llegar a Barcelona, mi “espera” es que llegue el tren de Madrid y pueda subir en él. La esperanza es a “largo” plazo, la “espera” es algo más inmediato.

Si no hubiera “esperas” a corto plazo nunca tomaría el tren a Barcelona y mi esperanza quedaría frustrada. Si no hubiera “esperanza” a largo plazo (llegar a Barcelona) tomaría el primer tren que pasara por la estación y vaya usted a saber dónde iría a parar. Mi espera carecería de sentido.

Sin esperanza daremos bandazos en la vida sin saber a dónde queremos ir, sin esperas no avanzaríamos.

El tiempo de Adviento es tiempo de esperas y esperanzas que se van entrelazando y van marcando el sentido de nuestra vida.

En ese camino hay algunos elementos que me parecen esenciales:

La fidelidad

Cuenta un libro de los primeros años del cristianismo que una madre andaba preocupada porque sus dos hijos estaban tomando en la vida caminos nada recomendables y no conseguía enderezarlos.

Oyó hablar de un eremita que vivía en el desierto y tenía fama de santidad y sabiduría, así que fue a consultarlo.

Llegando al lugar donde vivía el eremita le empezó a contar el problema que tenía con sus hijos. Mientras la mujer hablaba. El eremita permanecía inmóvil mirando por una ventana hacia el desierto.

Cuando ella terminó de contarle su problema, el eremita le dijo: “acércate, mira por la ventana y dime que ves”.

La mujer miró por la ventana y dijo: “veo a una burra atada a una estaca; hay dos burritos, de vez en cuando se escapan entre las dunas, ya no se les ve, pero más tarde regresan donde está su madre”.

El eremita le pregunta: “¿qué pasaría si cada vez que los burritos se escapan la madre corriera detrás de ellos?”

La mujer le responde: “posiblemente se perderían los tres en el desierto”.

El eremita le dice: “haz tú lo mismo. Permanece fiel a lo crees. Y cuando tus hijos se sientan perdidos sabrán a dónde volver. No pretendas correr detrás de ellos. Os perderías los tres”.

Recordemos la parábola del hijo pródigo. El padre no sale corriendo detrás del hijo que se va de casa. Permanece en la casa. El hijo tendrá un punto de referencia a dónde regresar.

La esperanza y la espera exigen fidelidad, que no es inmovilidad, sino la capacidad de no traicionar lo más auténtico de nosotros mismos.

La paciencia

No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada, gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas!

Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que, un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30 metros!

¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse. Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar soluciones rápidas y triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo.

Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que sólo llegan al éxito aquellos que luchan en forma perseverante y coherente y saben esperar el momento adecuado.

De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante. En esos momentos, que todos tenemos, recordar el ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que, en tanto no bajemos los brazos ni abandonemos por no “ver” el resultado que esperamos, sí está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando. Quienes no se dan por vencidos, van gradual y de forma imperceptible creando las condiciones que les permitirá sostener el resultado cuando éste al fin se materialice.

El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia. Tiempo… Cómo nos cuestan las esperas. Qué poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en el que vivimos. Perdemos la fe cuando los resultados no se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos nuestros sueños, nos generamos patologías que provienen de la ansiedad, del estrés… ¿Para qué?

La capacidad de asumir la soledad

Erich Fromm, plantea, en su libro “El miedo a la libertad”, que uno de los más graves problemas del hombre es la soledad: el enfrentarse a la angustia que produce en el ser humano la conciencia de estar separado de los demás y del resto de la creación.

Señala que frente a esta situación adoptamos, con frecuencia, dos actitudes igualmente enfermizas y basadas en el “poder”: una sería “dominar a otros”, sentir que estoy por encima de otros, crea un vínculo de superioridad. La segunda sería “buscar de quién depender entregándole nuestra libertad”, sentirme dependiente de alguien es otra forma patológica de superar mi soledad. En ambos casos, las personas buscamos cómo, a través de estos mecanismos de poder o sumisión, disolver esa barrera que nos separa de las otras personas y del resto del universo.

El pecado fundamental del ser humano es, según esto, un pecado de poder mal administrado, mal asumido. Y ahí está el origen de todos los otros pecados: la avaricia, que conduce a un orden económico injusto; la soberbia, que nos impide ver con claridad nuestros errores y pecados; la mentira, que nos lleva a manipular o a dejarnos manipular; la lujuria, el sexo utilizado como instrumento de poder para “poseer”, oprimir; el miedo, que nos impide levantarnos y caminar sobre nuestros propios pies.

En la cruz Jesús experimenta la soledad más radical. Hace suyas las palabras del salmo 21: “Dios míos, Dios mío, ¿por qué has abandonado?”. Se siente abandonado por el Padre. Posiblemente se pregunta dónde están todos aquellos que curó y a los que pasó haciendo el bien durante tres años. De los más cercanos sólo queda su madre, unas pocas mujeres y algún discípulo que no sabe a dónde ir.

Jesús sigue sintiendo la angustia vivida en el huerto de Getsemaní. Experimenta el miedo y la soledad.

Pero Jesús no cae en la tentación de bajarse de la cruz. Como hacía tres años no había caído en la tentación de tirarse de lo alto de la torre del Templo. Los suyo no es el “espectáculo” para que los hombres crean en Él.

Jesús fue libre frente al miedo y la soledad. Pablo retomará este tema años más adelante en la carta a los Gálatas: “Para ser libres os liberó Cristo; pero que esa libertad no dé lugar a vuestros bajos instintos, más bien haceros esclavos unos de otros por amor” (ver Gal 5,1-13).

La apertura a la novedad

La fidelidad, la paciencia y la soledad que exige la libertad nos harían crecer si no lo unimos a la apertura a la novedad.

Permitidme que me limite a citar un texto de San Juan de Cruz y a hacerlo en castellano antiguo, tal como él lo escribió para no perder su riqueza.

Está tomado de La noche oscura. Libro II nº 8 y dice así:

“La causa también por que el alma no sólo va segura, cuando va así a oscuras, sino aún se va más ganando y aprovechando, es porque, comúnmente, cuando el alma va recibiendo mejoría de nuevo y aprovechando, es por donde ella menos entiende, antes muy de ordinario piensa que se va perdiendo, porque, como ella nunca ha experimentado aquella novedad que le hace salir y deslumbrar y desatinar de su primer modo de proceder, antes piensa que se va perdiendo que acertando y ganando, como ve que se pierde acerca de lo que sabía y gustaba, y se ve ir por donde no sabe ni gusta.

Así como el caminante que, para ir a nuevas tierras no sabidas, va por nuevos caminos no sabidos ni experimentados, que camina no guiado por lo que sabía antes, sino en duda y por el dicho de otros. Y claro está que éste no podría venir a nuevas tierras, ni saber más de lo que antes sabía, si no fuera por caminos nuevos nunca sabidos, y dejados los que sabía; ni más ni menos, el que va sabiendo más particularidades en un oficio o arte siempre va a oscuras, no por su saber primero, porque, si aquél no dejase atrás, nunca saldría de él ni aprovecharía en más; así, de la misma manera, cuando el alma va aprovechando más, va a oscuras y no sabiendo. Por tanto, siendo, como habemos dicho, Dios el maestro y guía de este ciego del alma bien puede ella, ya que le ha venido a entender como aquí decimos, con verdad alegrarse y decir: a oscuras y segura”.

San Juan de la Cruz tiene claro que el alma, la persona, debe dejar las cosas y los caminos ya sabidos para adentrarse en otros nuevos, aunque el principio tenga la sensación de que en ello va perdiendo, pero es la única forma de ganar y crecer. Para ello la persona, el alma, debe ser capaz de caminar “a oscuras y segura”.

En todo momento de nuestra vida Dios nos llama a adentrarnos por caminos nuevos.

A modo de conclusión

Para vivir realmente el sentido del Adviento creo que es importante que sepamos conjugar en nuestras vidas los cuatro elementos: la fidelidad, la paciencia, la soledad y la apertura a la novedad.

Sería bueno que nos preguntáramos:

¿Cuáles son hoy las esperanzas (a largo plazo) de mi vida?
En este momento de vida, consciente de mis posibilidades y de mis limitaciones ¿cuáles son las esperas (a corto plazo) que me puedo plantear y serían realizables?
Los demás también esperan algo de mí… ¿cómo me siento ante las “exigencias” de los demás?
¿Qué significa en nuestra vida “ser libres frente al miedo y la soledad?

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