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sábado, 27 de noviembre de 2010

Meditación Primer Domingo de Adviento, Ciclo “A”

Por Angel Moreno
(Is 2,1-5; Rm 13,11-14ª; Mt 24,37-44)

“Ven, caminemos a la luz del Señor” (Is 2, 5)

“Por tanto, cantemos ahora tal como suelen cantar los caminantes:
Canta, pero camina; canta y camina a la vez.
Adelanta, pero en el bien” (San Agustín)

Inauguramos el tiempo de Adviento como preparación inmediata para las fiestas de Navidad. Siempre que se comienza algo hay un movimiento de novedad, de ánimo ilusionado, de augurio y de esperanza. La Palabra nos indica algunas actitudes más necesarias ante la expectación de la próxima “venida del Hijo de hombre”.

Es tiempo de despertar, porque “la noche está muy avanzada, se acerca el día”. Hay que estar preparados, como cuando se desea realizar un gran proyecto, por ejemplo, hacer el Camino de Santiago. Por mucho que nos guste, si no se ha hecho antes algo de preparación, puede haber situaciones físicas o de ánimo insuperables. La invitación es muy clara a disponerse para ascender a lo alto del “monte”, a dejar la oscuridad y sus obras, porque vamos hacia la luz.

Es inminente la llegada del día del Señor. La liturgia se convierte en llamador, que de muchas formas intenta despertar la conciencia. Los textos que se proclaman contienen imágenes y símbolos que orientan los pasos hacia el encuentro del día del Señor. El camino, el monte, el sendero son figuras que llaman a emprender la marcha, a dejar la inercia, el acostumbramiento, la pasividad desesperanzada, el tedio…

Iniciamos un tiempo necesario. En las circunstancias actuales resuena más que otras veces la llamada a la esperanza, aunque se presente como llamada de alerta porque el acontecimiento será sorpresivo: “Cuando menos lo esperéis”.

El Adviento es un tiempo real, el acontecimiento que se nos anuncia de la venida del Señor es una realidad personal íntima, que no sólo sucederá al final del camino histórico de nuestra andadura por la este mundo, sino que en cada momento puede suceder la sorpresa del encuentro con el Señor que nos habita, y desea mantener una relación de amor y de intimidad en el corazón de cada ser humano.

La Liturgia toma colores morados, que pueden producirnos el impacto del tiempo penitencial o de los ritos fúnebres, sin embargo el morado es la mezcla del rojo y del azul, del cielo y de la tierra, de la humanidad y de la divinidad, es el color que nos recuerda simbólicamente el misterio que nos diviniza, la encarnación del Verbo de Dios.

“Venid, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob, para que Él nos enseñe sus caminos y podamos andar por sus senderos”. Es tiempo de acercarnos al santuario, al templo, de invocar, de leer las Escrituras: ¡Ven, señor Jesús! ¡Vamos, pueblo de Jacob, caminemos a la luz del Señor! “De Sión saldrá la enseñanza del Señor; de Jerusalén vendrá su palabra”. “Nuestra salvación está ahora más cerca”. “Permaneced despiertos, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.”

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