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miércoles, 10 de noviembre de 2010

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 21, 5-19) - Ciclo C: El día del Señor y nuestros días



- Mirad que llega el día, ardiente como un horno... y los quemaré..., y no quedará de ellos ni rama ni raíz... (Mal 4,1-2).
- ... No viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí... (2 Tes 3,7-12).
- ...Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: Yo sov, o bien, el momento está cerca, no vayáis tras ellos... (Lc 21,5,19).


Lo que acaba y lo que debe comenzar

Cada año, cuando está terminando el ciclo litúrgico, se nos propone el discurso sobre las realidades últimas.
No se trata de un tema fácil.
Hay que entendérselas con un lenguaje simbólico, con determinados géneros literarios, con una serie de imágenes sacadas de la armería profética, apocalíptica y escatológica.
Por ejemplo, Malaquías habla (primera lectura) del «día del Señor». Y aparece la idea, bastante común, de un Dios que establece su reino, juzga la historia, vuelve del revés las posiciones fijadas por los hombres, instaura un nuevo orden suspendiendo inexorablemente a quien se auto-promueve con posturas presuntuosas e insolentes, e introduciendo por otra parte a algunos que siempre han sido descartados.
Pero después aparecen imágenes como esas del «horno ardiente», de la «paja», del «sol de justicia», que, por el hecho de estar un poco lejanas de nuestra mentalidad, no se imponen con una evidencia inmediata y consiguientemente necesitan de una interpretación laboriosa. Es verdad que también hoy conocemos a los «malvados» y «perversos», porque pertenecen a razas que ciertamente no están amenazadas de extinción, y además se preocupan ellas mismas de «protegerse» (hasta demasiado descaradamente).
Sin embargo no puedo arreglármelas señalando determinadas categorías de personas. La soberbia y la injusticia tienen «rama y raíz» incluso dentro de mí. Y ciertamente no puedo esperar el «día del Señor» para desembarazarme de aquel material que impide el acceso al Reino.
Yo debo atizar el «horno ardiente» para quemar como «paja» todo aquello que dentro de mí forma parte de un mundo decrépito e inaceptable a los ojos de Dios.
Ya se trate de fuego purificador y de cortes despiadados, debo dedicarme a operaciones no ciertamente indoloras.
En cuanto a aquellos que el Señor llama «los que honran mi nombre», su identificación aparece problemática.
Ateniéndonos a ciertas indicaciones facilitadas por el evangelio, «no quien dice Señor Señor...», podemos deducir que no se trata de aquellos que tienen continuamente el nombre de Dios en los labios. En efecto, el nombre del Señor está confiado a las manos más que a los labios, «... sino quien hace la voluntad de mi Padre...».
De una manera u otra, surge la sospecha de que «el día del Señor» no se proyecta tanto hacia el futuro, sino que más bien se anticipa al presente. Y protagonista de este día anticipado, puede ser muy bien el hombre que juzga y condena los propios comportamientos incorrectos, decreta el fin de un mundo viejo, inaceptable desde el punto de vista de Dios, y elige construir un mundo nuevo.
Es importante saber lo que debe terminar, pero sobre todo es urgente decidir lo que debe comenzar.
«Primero... »
En esta misma perspectiva se puede leer también la poda del discurso escatológico según la versión de Lucas (evangelio de hoy). Aquí la complejidad proviene de que, además de las dificultades del lenguaje, se sobreponen y confunden diversos planos históricos: la destrucción de Jerusalén (y la consiguiente demolición del templo), el fin de los tiempos.
También aquí aflora la consabida curiosidad del hombre:
-Maestro, ¿cuándo va a ser esto?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?
Son las tediosas preguntas acerca del «cuándo» y del «cómo». La astucia humana cultiva la ilusión de que, poseyendo la «clave» de la fecha, es posible (y fácil) dejarse encontrar a punto en el «día del Señor», y disminuir así el riesgo del juicio.
Jesús se explaya hablando de un «primero» (primeramente) caracterizado por:
-calamidades naturales: «terremotos, epidemias y hambre, espantos y grandes signos en el cielo»;
-catástrofes provocadas por los hombres: «guerras, revoluciones...».
Pero para ese «primero» no se indica una duración ni siquiera aproximada.
Y hay también un «primero» que interesa específicamente a los discípulos, sometidos a persecuciones, traiciones, encarcelamientos, juicios de tribunales, odio, violencia.
Tampoco para este «primero» se precisan vencimientos.
Jesús afirma sólo que debe recorrerse con confianza ese lapso de «primero», no llevando en la mano un calendario, sino asidos a la perseverancia (constancia, resistencia, firmeza...).
«Eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida». «Antes de todo eso...».
La atención, pues, se dirige al «primero», que no tiene un final preciso.
«Antes» del día del Señor, están los días de los hombres, está el tiempo de la Iglesia.
Pensándolo bien, también los «días de los hombres», los días del antes, son días del Señor. Días en que se desarrolla el juicio.
El único tiempo cierto: el de la conversión
Falta señalar finalmente que Jesús pone en guardia contra los falsos mesías y los pseudo-profetas portadores de anuncios catastróficos. «Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: `yo soy` o bien `el momento está cerca`; no vayáis tras ellos».
El único tiempo cierto es el de la conversión.
Pero para caer en la cuenta de este vencimiento (que coincide con el hoy) no son necesarios delirantes expertos apocalípticos.
La existencia del cristiano encuentra su punto de equilibrio en lo concreto del compromiso cotidiano serio y sereno, evitando los extremos opuestos del fanatismo y de la inercia.

Preparar tiendas

También Pablo polemiza duramente con aquellos miembros de la iglesia de Tesalónica que «viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada». Y exhorta a estos frenéticos holgazanes, a estos agitados vagos, a estos lunáticos perezosos, capaces solamente de crear tensiones en la comunidad, a ganarse el pan «trabajando con tranquilidad» (y dejando trabajar en paz a los demás).
El apóstol no duda en proponerse a sí mismo como ejemplo a imitar. El jamás ha querido aprovecharse del derecho que se deriva de su misión, no ha querido ser carga para nadie, por eso «trabajé y me cansé día y noche».
Por lo que ahora puede remachar su célebre regla: «El que no trabaja, que no coma».
Sabemos que Pablo había aprendido y había sacado rendimiento del oficio de constructor de tiendas.
Me parece que esta es la imagen más convincente de la liturgia de la palabra de este domingo.
Más que el templo, del que «no quedará piedra sobre piedra», emerge la tienda. Signo provisional de un camino hacia una meta definitiva.
La tienda, incluso en su provisionalidad, es necesaria como resguardo y lugar de encuentro de la «familia» nómada.
Alguien sigue preguntándose: «¿El fin del mundo es para mañana?».
Podemos responder tranquilamente: «No. El fin anunciado es hoy». Por eso es necesario montar una tienda.
Palabra del verbo comenzar.

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