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sábado, 17 de septiembre de 2011

LA NOVEDAD DE JESÚS: GRACIA FRENTE A MÉRITO


XXV Domingo del T.O. (Mt 20,1-16) - Ciclo A

El trasfondo que podemos apreciar en este relato nos habla de una situación característica del pueblo judío en la época de Jesús. A causa de los crecientes impuestos de Herodes y del Templo, muchos campesinos se habían empobrecido, hasta el punto de verse obligados a vender su propiedad y tener que trabajar como jornaleros.
Parece que, en su origen, se trataba de una parábola rabínica, bien conocida por sus oyentes. Sin embargo, de manera sorprendente e incluso subversiva, Jesús va a cambiar radicalmente el final de la misma. Y tendremos que prestar atención a la novedad que introduce, ya que un cambio intencionado tiene un solo objetivo: mostrar la novedad que se quiere transmitir. Y, como veremos, ésa será nada menos que la novedad del propio evangelio. Vayamos por partes.

Sabemos que toda religión, en mayor o menor medida, termina siendo una religión del mérito y la recompensa: Dios nos trataría según nuestro comportamiento hacia él. Por tanto, la persona religiosa se cree con derecho a reclamar un trato de favor. Por lo que nos transmiten los relatos evangélicos, la religiosidad oficial judía del siglo I –aunque no sólo ella- era marcadamente mercantilista.

Es claro que el mercantilismo es lo opuesto a la gratuidad: la idea del mérito echa por tierra la gracia. Pues bien, la parábola rabínica terminaba de una forma “religiosamente correcta”, acorde con lo que esperaba oír un público religioso. Ante la protesta de los trabajadores de la “primera hora” –que personifican justamente a las personas observantes de la religión-, el dueño les responde: “Es cierto que sólo han trabajado una hora, pero han hecho tanto trabajo, que equivale al que vosotros habéis realizado en todo el día”. En la versión original de la parábola, queda a salvo la idea (religiosa) de la recompensa proporcionada al mérito.

¿Qué hace Jesús? Desconcertando a sus oyentes y, probablemente, escandalizando a muchos de ellos, hace dar al relato un giro de ciento ochenta grados, tirando por tierra cualquier idea de mérito y de comparación.

Para él, la palabra que sustituye a todas las anteriores es “gratuidad”. Y de ese modo, nos revela a Dios y nos muestra el modo genuinamente humano de vivir.

En realidad, sólo podemos entender la parábola si caemos en la cuenta de que el nombre de Dios es Gracia, Amor que permanece incluso cuando es rechazado o –como diría Francisco de Asís- una “voluntad de amar que no se retira”.

Esto no es posible verlo desde la mente etiquetadora, que separa y divide constantemente lo real en pares de opuestos –agradable/desagradable-, y querría quedarse sólo con aquello que pertenece a la primera de esas categorías. De la mano de la mente, el yo ve la realidad escindida entre “gracia” y “desgracia”. Y eso se termina convirtiendo en fuente de sufrimiento para la persona.

Sin embargo, cuando trascendemos la mente, al venir al momento presente, descubrimos que todo es Ahora, y que todo es Gracia. Es fácil que, al menos en un primer momento, volvamos a rebotarnos cuando aparezca una enfermedad, un accidente o un desengaño –las exigencias y la inercia del ego se siguen dejando sentir-, pero bastará que tomemos distancia de él, para experimentar de nuevo que todo es Gracia.

Si Dios (el Misterio último) es Gracia, nosotros somos también, en lo más profundo, Gracia. Descubrirlo y vivirlo forma parte de nuestro aprendizaje.

Con frecuencia, vamos por la vida deseando recibir el “denario” –el hijo mayor de la parábola del “hijo pródigo”, sin darse cuenta de que todo lo del padre era suyo, reclamaba “un cabrito”-; un “denario” al que nos creemos acreedores por nuestro comportamiento. Pero nos sentimos desairados si vemos que se lo dan también a quien pensamos que ha hecho menos que nosotros.

Es claro que el ego no sólo vive de la idea del mérito, ansiando recompensas, sino de la comparación (y descalificación del otro). El ego no puede alegrarse del bien del otro; por eso no puede entender tampoco la gratuidad. Eso le hace vivir encerrado y amargado.

En último término, se trata de un problema de ignorancia. No es que “los trabajadores de la primera hora” sean malos; sencillamente, desconocen quiénes son ellos y quiénes son los demás. Su identificación con el ego les hace tener una idea mezquina de la realidad, tan mezquina como el propio ego.

Cuando salimos de esa identificación, venimos a descubrir que no somos el ego que pensábamos ser, sino la Conciencia que lo ilumina; no somos nada de lo que ocurre, sino el Espacio en el que todo ocurre; no somos quienes hambrean un denario, sino la Riqueza que todo lo contiene; no somos competidores de los de “la última hora”, sino sólo otras “formas” que los “complementan”; no somos un yo autoconsistente y cerrado, sino cauce o canal por al que fluye, gratuitamente, la Vida.

A partir de ahí, seremos capaces de salir del caparazón del ego y permitir que la Vida se despliegue abiertamente en nosotros, a favor de todos los seres.

Esto es lo que sabe y promueve la auténtica espiritualidad. Así lo expresan los “cuatro votos del Bodhisattva”, en una versión libre de un conocido Sutra budista, que me parece particularmente lograda. La transcribo a continuación.



LOS 4 VOTOS DEL BODHISATTVA
(Versión libre de un Sutra budista)

· Los seres son innumerables;
es mi deseo vivir conscientemente y estar presente para quienes convivo.

· Los pensamientos y sentimientos ilusorios son ilimitados;
es mi deseo no luchar en su contra, sino acogerlos, sin identificarme con ellos.

· Las puertas del dharma son incontables;
es mi deseo aceptar lo que surja en el ahora y permitir que todo sea lo que es.

· El camino del despertar no tiene igual;
es mi deseo que mi afán de alcanzarlo no se convierta en mi mayor obstáculo.



Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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