Por José María Maruri, SJ
1.- Ante Cristo Rey, ante el verdadero Cristo Rey, todos nosotros somos objetores de conciencia. Ser seguidores, pertenecer a la milicia de un Cristo Rey que avanza por el mundo triunfante y glorioso entre sonidos de trompetas y banderas ondeantes, contra eso nuestra conciencia no nos objeta nada.
Pero ser seguidores incondicionales de un Rey que nunca tuvo Reino, ni trono, ni ejército con que defenderse, que, por no tener, ni tiene ni enemigos, porque ordena amarlos a todos, que niega su realeza cuando la multitud saciada de pan le quiere nombrar Rey, que reprende a sus seguidores por su ambición de mando y les dice que el que quiera tener mando entre ellos se haga esclavo de los demás.
Un Rey que si afirma tener un Reino añade que no es de este mundo, y que solo admite plenamente ser Rey delante de Pilato, apresado, maniatado, insultada
Ante un Cristo Rey así todos somos objetores de conciencia... como Pedro que conmina al Señor diciéndole: “Quítate eso de la cabeza, Señor, esas cosas no pasarán contigo”
2.- Y, sin embargo, el Reino de Cristo recibe el marchamo de autenticidad en la cruz, donde un ladrón pide el ingreso en las filas de su Reino y un soldado romano reconoce en su muerte que “realmente era hijo de Dios”
Ciertamente que Cristo como Hijo de Dios Infinito posee en Sí mismo la majestad suprema, sobre la que no puede haber ni otro Rey ni Señor. Y precisamente por su Majestad Infinita no necesita de armiños, ni coronas, ni cetros, ni banderas, ni ejércitos, ni himnos. Todo eso lo necesitan los hombres para suplir con el boato externo lo que falta a la pequeñez de la persona.
-- El Hijo de Dios sigue siendo tan Rey con un harapo por manto, una corona de espinas, un cetro de caña y un himno lleno de insultos de los judíos.
-- El Señor seguirá siendo tan Señor en las tinieblas del Viernes Santo como en lo más alto de la gloria del Cielo.
-- Un Señor así al que nada ni nadie puede empequeñecer, a quien nadie puede arrebatar su Reino. Un Cristo así acaba con todas nuestras objeciones de conciencia. Mirando nosotros a los reyezuelos que hemos servido nos hará exclamar, como san Francisco de Borja: “Jamás serviré a un Señor que se me pueda morir.”
3.- El Reino de Cristo está ya dentro de nosotros: Reino escondido y silencioso.
* Donde un corazón perdona a su enemigo, allí está triunfando Cristo Rey.
* Donde un enfermo acepta su enfermedad incurable, allí esta triunfa Cristo Rey.
* Donde en medio de la pena se acepta la pérdida de un ser querido, allí vence Cristo Rey.
* Donde un perseguido por su Fe y por la Justicia es alevosamente asesinado y muere en testimonio de los que siempre ha defendido, allí los ángeles gritan un viva Cristo Rey de victoria.
* Donde una persona cualquiera gasta su vida en el cumplimiento sencillo de sus obligaciones de padre o de madre, de hermano o de hermana, de hijo o de hija, allí reina Cristo Rey en el silencio y en lo oculto del alma, como triunfa Cristo Rey en el silencio y en lo oculto del Sagrario.
Que este Cristo Rey, carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, que vive entre nosotros acabe con todas nuestras objeciones de conciencia.
Pero ser seguidores incondicionales de un Rey que nunca tuvo Reino, ni trono, ni ejército con que defenderse, que, por no tener, ni tiene ni enemigos, porque ordena amarlos a todos, que niega su realeza cuando la multitud saciada de pan le quiere nombrar Rey, que reprende a sus seguidores por su ambición de mando y les dice que el que quiera tener mando entre ellos se haga esclavo de los demás.
Un Rey que si afirma tener un Reino añade que no es de este mundo, y que solo admite plenamente ser Rey delante de Pilato, apresado, maniatado, insultada
Ante un Cristo Rey así todos somos objetores de conciencia... como Pedro que conmina al Señor diciéndole: “Quítate eso de la cabeza, Señor, esas cosas no pasarán contigo”
2.- Y, sin embargo, el Reino de Cristo recibe el marchamo de autenticidad en la cruz, donde un ladrón pide el ingreso en las filas de su Reino y un soldado romano reconoce en su muerte que “realmente era hijo de Dios”
Ciertamente que Cristo como Hijo de Dios Infinito posee en Sí mismo la majestad suprema, sobre la que no puede haber ni otro Rey ni Señor. Y precisamente por su Majestad Infinita no necesita de armiños, ni coronas, ni cetros, ni banderas, ni ejércitos, ni himnos. Todo eso lo necesitan los hombres para suplir con el boato externo lo que falta a la pequeñez de la persona.
-- El Hijo de Dios sigue siendo tan Rey con un harapo por manto, una corona de espinas, un cetro de caña y un himno lleno de insultos de los judíos.
-- El Señor seguirá siendo tan Señor en las tinieblas del Viernes Santo como en lo más alto de la gloria del Cielo.
-- Un Señor así al que nada ni nadie puede empequeñecer, a quien nadie puede arrebatar su Reino. Un Cristo así acaba con todas nuestras objeciones de conciencia. Mirando nosotros a los reyezuelos que hemos servido nos hará exclamar, como san Francisco de Borja: “Jamás serviré a un Señor que se me pueda morir.”
3.- El Reino de Cristo está ya dentro de nosotros: Reino escondido y silencioso.
* Donde un corazón perdona a su enemigo, allí está triunfando Cristo Rey.
* Donde un enfermo acepta su enfermedad incurable, allí esta triunfa Cristo Rey.
* Donde en medio de la pena se acepta la pérdida de un ser querido, allí vence Cristo Rey.
* Donde un perseguido por su Fe y por la Justicia es alevosamente asesinado y muere en testimonio de los que siempre ha defendido, allí los ángeles gritan un viva Cristo Rey de victoria.
* Donde una persona cualquiera gasta su vida en el cumplimiento sencillo de sus obligaciones de padre o de madre, de hermano o de hermana, de hijo o de hija, allí reina Cristo Rey en el silencio y en lo oculto del alma, como triunfa Cristo Rey en el silencio y en lo oculto del Sagrario.
Que este Cristo Rey, carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, que vive entre nosotros acabe con todas nuestras objeciones de conciencia.





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