Por A. Pronzato
Isaías 11, 1-10 / Romanos 15, 4-9 / Mateo 3, 1-12
No es sólo cuestión de aspecto y de dieta
Isaías 11, 1-10 / Romanos 15, 4-9 / Mateo 3, 1-12
No es sólo cuestión de aspecto y de dieta
Un tipo algo extravagante este Juan Bautista, encargado de advertirnos de la cercanía del Reino.
Tiene un aspecto francamente excéntrico: una especie de túnica hecha de pelos de camello, ceñida la cintura -que debía ser de una delgadez impresionante- por una tosca correa de cuero.
Más curiosa es todavía su dieta: saltamontes y miel silvestre. Parece ser que los saltamontes tostados o a la brasa eran también el plato preferido de los esenios.
De todas formas, esos insectos se cocinaban de muchas maneras: con agua y sal (más o menos como nuestros cangrejos), o bien secados al sol y mojados en miel o vinagre, o también machacados y amasados con harina para obtener galletas crujientes (seguro que después de rebuscar por la cocina de los conventos... y hasta de los ángeles, algunos, preocupados por la salvación del cuerpo de sus hermanos, acabarán proponiendo oportunas recetas con las «exquisiteces» culinarias de los hombres del desierto...).
No cabe duda de que las personas de sentido común pensaban que el Bautista estaba loco.
Era ciertamente un personaje arisco, intratable, huraño, indomesticable; había que acercarse a él con las debidas precauciones.
Por eso choca su contraste con el personaje principal. Jesús se presenta de incógnito, adoptando un talante discreto, mezclándose con la gente común. No hace nada por llamar la atención de los demás. Pasa inadvertido. Nadie se da cuenta de él. No lleva ni el vestido solemne de las divinidades ni los harapos andrajosos de los penitentes. ...Pero es ese loco el que se da cuenta, el que lo denuncia, el que señala su presencia.
Y entonces uno se pregunta espontáneamente si acaso hoy no serán también las buenas maneras, la oficialidad y la prudencia, las complejas mediaciones de todo tipo y los doctos razonamientos, sino la singularidad, la locura, la simplicidad, la libertad, el auténtico anticonformismo, la inmediatez y la llaneza sencilla del cristiano, la forma más adecuada para manifestar o al menos para hacer sospechar la presencia del Señor.
Juan tiene ciertamente pelos en el vestido, pero no los tiene en la lengua.
Cuando se encuentra ante los exponentes religiosos más distinguidos, no vacila en echarles un jarro de agua fría («¡raza de víboras!»), en amenazarles («¿quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente?»), en invitarles a que cambien de conducta («dad el fruto que pide la conversión»), en avisarles de que han de acabar con la presunción y el esnobismo de los privilegiados (« ...y no os hagáis ilusiones pensando: `Abrahán es nuestro padre', pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras»).
No faltó seguramente alguien que protestara de que el Bautista hacía una crítica demoledora (la verdad es que derribaba los tinglados, quitaba las caretas, denunciaba las hipocresías), de que atacaba a la autoridad, de que hería y hacía sufrir a los fariseos y saduceos (lo cierto es que, si la verdad hace sufrir, la culpa no es del que la dice, sino del que... no la puede aguantar...).
Cuando llega la ocasión, Juan lanza invectivas violentas. Parece que nunca tuvo que desmentirse, que rectificar, que aclarar las cosas.
También él reproduce, al menos en el lenguaje, la figura del «siervo» que había esbozado proféticamente Isaías: «Herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios matará al impío».
Un día el Bautista abandonará el desierto y sus platos suculentos de saltamontes a la brasa con miel, para entrar en el palacio de Herodes (probablemente sin el ceremonial reservado a los magnates). Pero saldrá de allí sin la cabeza sobre los hombros. Una vez más tuvo el coraje de decir la verdad a los que no les gustaba demasiado. Y no tuvo en cuenta las advertencias de los cortesanos y cortesanas que probablemente le recomendaron que no hiciera sufrir al rey...
...¿Seremos capaces de adoptar al personaje poco cómodo y bastante chocante del Bautista como guía hacia la navidad, y quizás más allá todavía?
Un camino hacia Dios
Juan nos invita a construir un camino. Pero al citar el texto de Isaías, debió hacerle caer en el error una puntuación equivocada (o quizás fue Mateo el que se trabó en alguna coma u otro signo de puntuación).
De todas formas el texto está claro: el camino que hay que trazar pasa por el desierto.
En Babilonia debió existir una avenida principal (podemos deducirlo de algunas canciones y de las excavaciones arqueológicas). Algo parecido a los Foros imperiales de Roma o los Campos Elíseos de París. Los deportados hebreos debieron asistir allí, con cierta admiración pero también con una mezcla de rabia contenida y de humillación, a los desfiles triunfales, a las manifestaciones solemnes para celebrar las empresas gloriosas y las victorias alcanzadas por el soberano.
Isaías pretende que también preparemos una «avenida» para el Señor. Desde luego, esa «avenida» no tiene nada que ver con los bulevares de las ciudades más famosas, con el paseo del Prado, con la Diagonal, ni siquiera -guardando las debidas proporciones- con la calle Preciados.
El camino del Señor pasa a través del desierto. El «paseo» dedicado a Dios es una pista que atraviesa un paisaje árido e inhóspito. Pero ése es el camino de la liberación.
Dios llega a través del camino poco triunfal de la debilidad, de la pequeñez, de la pobreza, de la modestia, de la sencillez.
El poder y la gloria de Dios no se manifiestan en cortejos imponentes y solemnes (que sólo sirven para oscurecer, banalizar y hasta ridiculizar la majestad divina).
La gloria de Dios es la felicidad de su pueblo. Su triunfo es la liberación.
El honor de Dios sale realmente a flote cuando un oprimido levanta la cabeza, cuando en el horizonte del pobre se vislumbra un rayo de esperanza.
La manifestación de Dios se lleva a cabo a lo largo del camino fatigoso de la vida cotidiana.
También para nosotros se trata de recorrer, durante el Adviento, un camino con algunas luces y decoraciones artificiales y frivolidades de menos, pero jalonado por algo serio, comprometedor, en la línea de la libertad, de lo simple y de lo esencial, y posiblemente en una dimensión de escondimiento.
En una palabra, se trata de eliminar la hojarasca y de recuperar la seriedad. Todos necesitamos salir de Babilonia.
Y nuestro camino por el desierto, el que lleva al encuentro con el Dios que viene, puede llamarse «conversión» («¡Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos!»).
La única forma realmente nueva de celebrar la Navidad es la de festejarla como convertidos.
Y entretanto...
La visión de Isaías (primera lectura) puede parecer pura utopía. Pero no es así. Asegurar a los pobres un poco más de justicia, preocuparse realmente de los oprimidos, hablar con franqueza sin tener en cuenta nuestros intereses inmediatos y las susceptibilidades del poderoso, no hacerse cómplices de los bribones que mandan en la escena y no caer en sus redes, todo esto es algo que podemos hacer ya desde hoy. No juzgar «según las apariencias» y no tomar decisiones por lo que se sabe «de oídas» o por razonamientos necios, constituye un compromiso elemental que hay que llevar a la vida de cada día. Entretanto podríamos intentar no dejarnos llevar de las etiquetas colgadas abusivamente al cuello de las personas poco simpáticas. No condenar una película, un libro, un documento, antes de haber tenido la honestidad elemental de verlos o leerlos directamente (y de intentar al menos comprenderlos).
Ciertamente, aún está lejos el día en que «el lobo habite con el cordero» y la pantera se tumbe junto al cabrito, y el niño pueda jugar con la hura del áspid.
Pero, entretanto, podríamos comenzar por una comunión aceptablemente serena entre los hermanos en la fe, sin reprocharles presuntas culpas e infidelidades, sin reivindicar con jactancia derechos de primogenitura (Dios puede sacar cristianos hasta de las piedras).
Podríamos, entretanto, tratar de convivir sin devorarnos mutuamente con acusaciones, maledicencias, descalificaciones, chismorreos.
Podríamos, entretanto, mirarnos a la cara sin desconfianza ni sospechas.
También Pablo (segunda lectura) nos propone algo que, entretanto, podemos hacer. Por ejemplo, «acogernos» unos a otros como Cristo nos acoge. Sin tener en cuenta los gustos, las simpatías o antipatías, los prejuicios, y sin obligar a nadie a dar incienso a nuestros líderes carismáticos, a nuestros maestros, a nuestros «divos» idolatrados por encima del sentido común del pudor.
Se trata de «tener los mismos sentimientos», a pesar de las diferencias legítimas y de los inevitables conflictos.
¡Se trata de lograr una unidad rica en diversidad!
Aguardando a insertarnos en aquella armonía universal y total que será el Reino definitivo, se puede y se debe, entretanto, repudiar los celos, la mezquindad, la rivalidad, las discriminaciones tontas y las disputas más tontas todavía.
Y «cuando resulte difícil acoger a alguien, no hay que mirar a esa dificultad, sino a Jesús».
La esperanza en un porvenir distinto, luminoso, se vive haciendo entretanto las cosas que se pueden y se deben hacer enseguida. También ésta es una forma de esperar la Navidad: ponerse, entretanto, manos a la obra.
Tiene un aspecto francamente excéntrico: una especie de túnica hecha de pelos de camello, ceñida la cintura -que debía ser de una delgadez impresionante- por una tosca correa de cuero.
Más curiosa es todavía su dieta: saltamontes y miel silvestre. Parece ser que los saltamontes tostados o a la brasa eran también el plato preferido de los esenios.
De todas formas, esos insectos se cocinaban de muchas maneras: con agua y sal (más o menos como nuestros cangrejos), o bien secados al sol y mojados en miel o vinagre, o también machacados y amasados con harina para obtener galletas crujientes (seguro que después de rebuscar por la cocina de los conventos... y hasta de los ángeles, algunos, preocupados por la salvación del cuerpo de sus hermanos, acabarán proponiendo oportunas recetas con las «exquisiteces» culinarias de los hombres del desierto...).
No cabe duda de que las personas de sentido común pensaban que el Bautista estaba loco.
Era ciertamente un personaje arisco, intratable, huraño, indomesticable; había que acercarse a él con las debidas precauciones.
Por eso choca su contraste con el personaje principal. Jesús se presenta de incógnito, adoptando un talante discreto, mezclándose con la gente común. No hace nada por llamar la atención de los demás. Pasa inadvertido. Nadie se da cuenta de él. No lleva ni el vestido solemne de las divinidades ni los harapos andrajosos de los penitentes. ...Pero es ese loco el que se da cuenta, el que lo denuncia, el que señala su presencia.
Y entonces uno se pregunta espontáneamente si acaso hoy no serán también las buenas maneras, la oficialidad y la prudencia, las complejas mediaciones de todo tipo y los doctos razonamientos, sino la singularidad, la locura, la simplicidad, la libertad, el auténtico anticonformismo, la inmediatez y la llaneza sencilla del cristiano, la forma más adecuada para manifestar o al menos para hacer sospechar la presencia del Señor.
Juan tiene ciertamente pelos en el vestido, pero no los tiene en la lengua.
Cuando se encuentra ante los exponentes religiosos más distinguidos, no vacila en echarles un jarro de agua fría («¡raza de víboras!»), en amenazarles («¿quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente?»), en invitarles a que cambien de conducta («dad el fruto que pide la conversión»), en avisarles de que han de acabar con la presunción y el esnobismo de los privilegiados (« ...y no os hagáis ilusiones pensando: `Abrahán es nuestro padre', pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras»).
No faltó seguramente alguien que protestara de que el Bautista hacía una crítica demoledora (la verdad es que derribaba los tinglados, quitaba las caretas, denunciaba las hipocresías), de que atacaba a la autoridad, de que hería y hacía sufrir a los fariseos y saduceos (lo cierto es que, si la verdad hace sufrir, la culpa no es del que la dice, sino del que... no la puede aguantar...).
Cuando llega la ocasión, Juan lanza invectivas violentas. Parece que nunca tuvo que desmentirse, que rectificar, que aclarar las cosas.
También él reproduce, al menos en el lenguaje, la figura del «siervo» que había esbozado proféticamente Isaías: «Herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios matará al impío».
Un día el Bautista abandonará el desierto y sus platos suculentos de saltamontes a la brasa con miel, para entrar en el palacio de Herodes (probablemente sin el ceremonial reservado a los magnates). Pero saldrá de allí sin la cabeza sobre los hombros. Una vez más tuvo el coraje de decir la verdad a los que no les gustaba demasiado. Y no tuvo en cuenta las advertencias de los cortesanos y cortesanas que probablemente le recomendaron que no hiciera sufrir al rey...
...¿Seremos capaces de adoptar al personaje poco cómodo y bastante chocante del Bautista como guía hacia la navidad, y quizás más allá todavía?
Un camino hacia Dios
Juan nos invita a construir un camino. Pero al citar el texto de Isaías, debió hacerle caer en el error una puntuación equivocada (o quizás fue Mateo el que se trabó en alguna coma u otro signo de puntuación).
De todas formas el texto está claro: el camino que hay que trazar pasa por el desierto.
En Babilonia debió existir una avenida principal (podemos deducirlo de algunas canciones y de las excavaciones arqueológicas). Algo parecido a los Foros imperiales de Roma o los Campos Elíseos de París. Los deportados hebreos debieron asistir allí, con cierta admiración pero también con una mezcla de rabia contenida y de humillación, a los desfiles triunfales, a las manifestaciones solemnes para celebrar las empresas gloriosas y las victorias alcanzadas por el soberano.
Isaías pretende que también preparemos una «avenida» para el Señor. Desde luego, esa «avenida» no tiene nada que ver con los bulevares de las ciudades más famosas, con el paseo del Prado, con la Diagonal, ni siquiera -guardando las debidas proporciones- con la calle Preciados.
El camino del Señor pasa a través del desierto. El «paseo» dedicado a Dios es una pista que atraviesa un paisaje árido e inhóspito. Pero ése es el camino de la liberación.
Dios llega a través del camino poco triunfal de la debilidad, de la pequeñez, de la pobreza, de la modestia, de la sencillez.
El poder y la gloria de Dios no se manifiestan en cortejos imponentes y solemnes (que sólo sirven para oscurecer, banalizar y hasta ridiculizar la majestad divina).
La gloria de Dios es la felicidad de su pueblo. Su triunfo es la liberación.
El honor de Dios sale realmente a flote cuando un oprimido levanta la cabeza, cuando en el horizonte del pobre se vislumbra un rayo de esperanza.
La manifestación de Dios se lleva a cabo a lo largo del camino fatigoso de la vida cotidiana.
También para nosotros se trata de recorrer, durante el Adviento, un camino con algunas luces y decoraciones artificiales y frivolidades de menos, pero jalonado por algo serio, comprometedor, en la línea de la libertad, de lo simple y de lo esencial, y posiblemente en una dimensión de escondimiento.
En una palabra, se trata de eliminar la hojarasca y de recuperar la seriedad. Todos necesitamos salir de Babilonia.
Y nuestro camino por el desierto, el que lleva al encuentro con el Dios que viene, puede llamarse «conversión» («¡Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos!»).
La única forma realmente nueva de celebrar la Navidad es la de festejarla como convertidos.
Y entretanto...
La visión de Isaías (primera lectura) puede parecer pura utopía. Pero no es así. Asegurar a los pobres un poco más de justicia, preocuparse realmente de los oprimidos, hablar con franqueza sin tener en cuenta nuestros intereses inmediatos y las susceptibilidades del poderoso, no hacerse cómplices de los bribones que mandan en la escena y no caer en sus redes, todo esto es algo que podemos hacer ya desde hoy. No juzgar «según las apariencias» y no tomar decisiones por lo que se sabe «de oídas» o por razonamientos necios, constituye un compromiso elemental que hay que llevar a la vida de cada día. Entretanto podríamos intentar no dejarnos llevar de las etiquetas colgadas abusivamente al cuello de las personas poco simpáticas. No condenar una película, un libro, un documento, antes de haber tenido la honestidad elemental de verlos o leerlos directamente (y de intentar al menos comprenderlos).
Ciertamente, aún está lejos el día en que «el lobo habite con el cordero» y la pantera se tumbe junto al cabrito, y el niño pueda jugar con la hura del áspid.
Pero, entretanto, podríamos comenzar por una comunión aceptablemente serena entre los hermanos en la fe, sin reprocharles presuntas culpas e infidelidades, sin reivindicar con jactancia derechos de primogenitura (Dios puede sacar cristianos hasta de las piedras).
Podríamos, entretanto, tratar de convivir sin devorarnos mutuamente con acusaciones, maledicencias, descalificaciones, chismorreos.
Podríamos, entretanto, mirarnos a la cara sin desconfianza ni sospechas.
También Pablo (segunda lectura) nos propone algo que, entretanto, podemos hacer. Por ejemplo, «acogernos» unos a otros como Cristo nos acoge. Sin tener en cuenta los gustos, las simpatías o antipatías, los prejuicios, y sin obligar a nadie a dar incienso a nuestros líderes carismáticos, a nuestros maestros, a nuestros «divos» idolatrados por encima del sentido común del pudor.
Se trata de «tener los mismos sentimientos», a pesar de las diferencias legítimas y de los inevitables conflictos.
¡Se trata de lograr una unidad rica en diversidad!
Aguardando a insertarnos en aquella armonía universal y total que será el Reino definitivo, se puede y se debe, entretanto, repudiar los celos, la mezquindad, la rivalidad, las discriminaciones tontas y las disputas más tontas todavía.
Y «cuando resulte difícil acoger a alguien, no hay que mirar a esa dificultad, sino a Jesús».
La esperanza en un porvenir distinto, luminoso, se vive haciendo entretanto las cosas que se pueden y se deben hacer enseguida. También ésta es una forma de esperar la Navidad: ponerse, entretanto, manos a la obra.
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