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miércoles, 15 de diciembre de 2010

IV Domingo de Adviento (Mt 1,18-24) - Ciclo A: Carne y espíritu


Por A. Pronzato

Isaías 7, 10-14 / Romanos 1, 1-7 / Mateo 1, 18-24

Con el hombre y sin el hombre

Dios, para manifestarse, se fía de la carne. Dios se sirve de nuestra carne.
La encarnación no es una obra de teatro, una apariencia. El Hijo de Dios se hace hombre no fingida, sino realmente.
Jesús de Nazaret fue un hombre entre los hombres. Fue hombre como nosotros.
No es fácil acoger estos mensajes. Alguien ha dicho con razón que el misterio más difícil de aceptar no es el de la Trinidad, sino el de la Encarnación.
La historia de dos mil años de herejías (y ciertas actitudes y mentalidades que se manifiestan también hoy en todos los niveles) está demostrando lo difícil que es reconocer la presencia de Dios en el hombre, la unidad indivisible de Dios y del hombre.
Sin embargo, el evangelio de hoy nos obliga no sólo a aceptar la opción de la carne por parte de Dios, sino a establecer una unión decisiva: la de la carne con el Espíritu. La nueva realidad que de aquí se deriva es fruto de estos dos elementos, a partir de ahora inseparables: la carne y el Espíritu.
La intervención del Espíritu no anula la carne, sino que la trasciende, la lleva a otro nivel. La ley del Espíritu es la «superación», no la abolición o la anulación de la carne.
La profunda identidad de Jesús no puede captarse ni reconocerse a través de la carne.
Jesús, a pesar de pertenecer al linaje de David, lo supera infinitamente. La promesa se realiza no a través de la sangre, sino a través de la elección.
El proyecto de Dios, expresión de su fidelidad, se realiza puntualmente, pero no en coincidencia con la esperanza mesiánica «carnal», tan común y difundida por entonces.
El proyecto, en Jesús, asume la forma nueva y desconcertante de la cruz.
Jesús nace de la tierra, pero es un don de arriba; es fruto del Espíritu.
José es realmente «justo», aunque no se sitúa en la línea prudente de la carne y en la praxis relativa («repudiar» a la propia esposa «en secreto»), sino que se abre a la perspectiva vertiginosa del misterio. Reconoce la obra del Espíritu. Vive de fe («el justo vivirá por la fe»).
María abandona con decisión las perspectivas, las posibilidades de la carne, y se convierte en campo fecundo, entregando su propio cuerpo, toda su persona, al poder del Espíritu.
Su virginidad se convierte entonces en signo luminoso del Espíritu que actúa en el hombre, en la historia del hombre, con intervenciones imprevisibles, que no pueden catalogarse en nuestros registros «carnales», con intervenciones que están por encima de los medios humanos.
La paradoja está precisamente aquí: Dios necesita, en cierto sentido, del hombre, pero actúa sin el hombre.
La virginidad y la maternidad de María de Nazaret, unidas en la misma mujer, constituyen la demostración más evidente y misteriosa (misterio por exceso de luz, insoportable para la razón humana «carnal») de esta paradoja.

¿Qué continuidad?

El Espíritu garantiza así la continuidad, aunque realizando una ruptura, abriendo una zanja abismal, insertando el elemento novedad, el factor sorpresa, adoptando un estilo que no se puede programar, llevando a cabo un cumplimiento inesperado, una realización imprevisible.
En este punto cabe preguntarse si nuestro amor a la Iglesia es un amor «carnal» o si surge del dinamismo del Espíritu.
El amor carnal necesita celebrar triunfos incluso cuando habría que darse golpes de pecho, se empeña en cerrar los ojos ante manchas palpables y culpas evidentes, se entrega a la exaltación cuando sería más oportuno tener algo de pudor.
El amor según el Espíritu, por el contrario, permite desbordarse de gozo -aunque sea en un tono templado- porque se manifiesta el poder de Dios, y se mantiene en pie a pesar de todas nuestras infamias y miserias. El Espíritu triunfa ya no solamente sin los hombres, sino a pesar de los hombres, aunque sigue necesitando de los hombres y fiándose de la carne.
Y hay también una fidelidad carnal contrapuesta a la fidelidad en la línea del Espíritu. La fidelidad carnal no puede prescindir de repetir el pasado, de reproducir sus modelos, de copiar los esquemas de una sociedad que se considera «ejemplar», exportándolos a culturas, continentes y condiciones diversas.
Nos engañamos al pensar que la Iglesia es fiel porque no cambia, aunque pasen los siglos. Creemos que la fidelidad consiste en copiar -con algunos retoques formales- los gestos, las actitudes y los documentos del eslabón anterior.
«¡Este es amor carnal a la Iglesia!, en cuanto que se presume que manifiesta el poder de Dios a través de la inmutabilidad de nuestra manera de vivir y de pensar. Sin embargo, Dios no necesita esta garantía. Hay una continuidad según el Espíritu. En la Iglesia, la línea de continuidad es el Espíritu de Dios, no la carne».

¿Miedo al Espíritu imprevisible?

Quizás a nosotros nos baste, como a José, un «sueño», para hacernos comprender que el proyecto de Dios destroza nuestros planes, nuestras programaciones rígidas, nuestras codificaciones prudentes, nuestras previsiones sensatas...
Quizás a nosotros nos baste el testimonio de un ángel para tomar conciencia de que la fecundidad y la eficacia vienen de otro sitio... Quizás nosotros, como María, seamos capaces de acoger, de guardar en el corazón, unas palabras que no comprendemos...
Quizás nuestra obediencia es según la carne y por tanto, como Acaz, rechazamos los signos que Dios desea ofrecernos para emprender otro camino...
Quizás, después de haberlo invocado tantas veces, consigamos no tener miedo al Espíritu imprevisible, desconcertante...
En una palabra; quizás consigamos ser «justos» en la lógica y según la perspectiva de la fe...
Sin embargo Pablo, en el prólogo de la Carta a los romanos (segunda lectura), insiste en la dialéctica «carne» y «Espíritu», un tema que tocan luego todos los capítulos. Pablo alude a un nacimiento de Jesucristo «de la estirpe de David, según lo humano». Y luego a otro nacimiento del Espíritu («constituido, según el Espíritu santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte»). Y se presupone naturalmente la «generación» trinitaria. En esta perspectiva resulta interesante la presentación de la resurrección como un nacimiento.
Según la carne, Jesús asumió, por así decirlo, nuestros límites. Pero, a partir de Belén, Pablo descubre una trayectoria que, pasando por la cruz, llega a la pascua.
También para nosotros, participar de este misterio de resurrección significa experimentar que un hombre según la carne puede convertirse en hombre según el Espíritu.
El mundo de la resurrección es el mundo del poder del Espíritu que hace saltar nuestros límites.
Y recorriendo las páginas de esta carne encontramos las indicaciones de cómo es posible pasar de una vida según la carne a una vida según el Espíritu.

Los dos nombres

Y entonces los nombres son dos.
Enmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros. Es éste un tema predilecto de Mateo, que lo incluye al comienzo de su evangelio y lo pone como sello foral de su texto (28, 20), hasta el punto de que llega a difuminar, si no precisamente a borrar, la escena de la ascensión.
En una palabra, lo que interesa a Mateo es serenarnos a propósito de esta presencia continua de Cristo en medio de nosotros. Y los lugares privilegiados de esta presencia son: la reunión de algunas personas en su nombre (18, 20), la misión (10, 40), el sacramento del hermano, especialmente del pobre y del necesitado (25, 31), la Iglesia del anuncio (28, 20).
También aquí hemos de preguntarnos: ¿nos agrada realmente esta presencia?
El Dios-para-nosotros nos viene bien.
El Dios-con-nosotros, esto es, partícipe de nuestras vicisitudes, metido en nuestras opciones, inserto en los momentos «profanos» de nuestra existencia, puede resultarnos algo embarazoso.
A pesar de las apariencias, nos viene bien un Dios que mantiene las distancias, al que podemos recurrir en los momentos que a nosotros nos guste.
Pero con la encarnación hay que aceptar el riesgo de un Dios que se desposa con la carne y que camina a nuestro lado.
Hay que familiarizarse con este Dios que no va a morar en un lugar privilegiado, sino que reside en la carne, como en su templo. El otro nombre es Jesús, que significa «Dios salva».
Otras muchas personas en Palestina, y hasta en la aldea de Nazaret, llevarían este nombre, bastante común.
La encarnación es también esto: adoptar un nombre bastante común, pero realizando totalmente su significado.
De todas formas es hermoso pensar que, en aquella casa, sonaron expresiones habituales como éstas: Jesús, hazme caso...; ¿dónde te has metido, Jesús?; ¡ven acá!...; Jesús, necesito que...; Jesús, ven a echarme una mano...
Es verdad, hay modos y modos de pronunciar el nombre de una persona. Un enamorado, una madre, pronuncian el mismo nombre que todos los demás; pero el tono, la intensidad, la vibración, la manera de pronunciarlo son distintos.
Se tiene la impresión de que el significado del nombre cambia según el ardor del que lo pronuncia.
Todo está precisamente en el «modo». Y también en la mirada que acompaña a la voz.
Y Jesús, el nombre que nos interesa, no es solamente un nombre que pronunciar, sino un nombre que gustar, que saborear en toda su dulzura, como si se tratara de un fruto (un fruto de salvación)

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