Mateo sigue fiel a su finalidad, mostrar a Jesús como cumplimiento de lo anunciado en el Antiguo Testamento. El pueblo de Israel estuvo en Egipto y fue esclavo: el Señor “le llamó”, le sacó de Egipto. El profeta Oseas comenta este episodio, y a este texto se refiere Mateo, aplicándolo a Jesús.
Estos relatos de la infancia de Jesús son utilizados por la Iglesia para evocar la infancia de Jesús: José es el protector de la familia, el que “está en lugar de Dios” para cuidar de María y Jesús. Mateo no habla de que José y María vivieran en Nazaret antes de ir a Belén. Esa es la razón por la que Nazaret se presenta en este texto como si fuese la primera vez que José y María vivieran allí.
La “sagrada familia” es una de los aspectos de la vida de Jesús más entrañablemente venerados por la devoción cristiana. Las imágenes de Jesús niño con José y María, en la huida a Egipto, en el Templo, en el taller de José, han excitado la imaginación de los pintores y la devoción de las cristianos.
Y no es para menos: son escenas de ternura, nos evocan nuestra propia devoción a nuestra vida familiar, nos sentimos retratados en ellas en nuestros momentos más felices y dan pábulo a una contemplación afectiva y a una exaltación de los valores familiares, que son tan importantes.
Más allá de estas consideraciones, José y María se nos presentan como “los primeros testigos” de Jesús, pero con una substancial diferencia respecto a los otros “testigos”, los que estuvieron con Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta la resurrección. José y María se nos presentan como testigos de la vida oculta, de los treinta años en que Jesús fue solamente “el hijo del carpintero”. José y María testifican como nadie la humanidad de Jesús.
Jesús necesita padres, como todos los niños del mundo. En el evangelio de hoy comprobamos la labor de José: ¿qué habría sido de Jesús y de María sin la previsión, el acierto y la determinación de José? Habría sido sin duda una más de las víctimas de Herodes. José viene a ser para María y Jesús, “la Providencia encarnada”.
Siguiendo por la misma línea, Jesús necesitó de su madre, no solamente para ser engendrado sino para ser alimentado, limpiado, vestido. Jesús necesitó de sus padres para ser educado, para recibir instrucción… como todos los niños del mundo.
Fueron ellos los que marcaron su espíritu con la piedad tradicional de los que “esperaban la liberación de Israel”, los que le llevaron desde pequeñito a la sinagoga a escuchar a los escribas. Fue José el que le inició en el oficio de artesano carpintero… Jesús niño, como todos los niños del mundo.
La familia de Jesús es por tanto el primer testigo, el testigo irrefutable de la humanidad, la verdadera, real humanidad de Jesús. Con mucha razón, las comunidades cristianas fueron rechazando muchos “evangelios” en los que se presentaba a Jesús-niño dotado de extraordinarios poderes, a José y a María asustados ante él. Los apócrifos de la infancia son una estupenda muestra de la tendencia, tan antigua y tan perniciosa, a no aceptar la humanidad de Jesús como una realidad sino como una apariencia.
Será treinta años más tarde cuando el espíritu arrastrará a Jesús a su misión, al Jordán, al desierto, a predicar por los caminos de Galilea. Durante esos treinta años, el Espíritu irá modelando el espíritu de Jesús.
Lo hará, sin duda, por medio de José y de María. Demasiadas veces hemos pensado en la acción de Dios, en lo sobrenatural, como una acción sin causa inmediata, “milagrosa”, es decir, sin causa comprobable. Pero no es esta la manera habitual de actuar de Dios: las semillas sembradas en el espíritu de Jesús tuvieron sembradores, y, entre ellos., José y María fueron los principales.
Más tarde, Jesús hablará de Dios con imágenes parabólicas, tomadas de su contemplación de la vida normal: le sirvió para decir cómo es Dios la contemplación del sembrador, del pastor, del médico, de la mujer que amasa el pan con una pizca de levadura, de la otra mujer que pierde y encuentra una de sus diez monedas… lo que ha visto en su vida cotidiana.
Pero la mejor contemplación de Jesús, la que más tarde le sirvió su mejor imagen de la Divinidad, fueron sin duda, sus padres. “Abbá” no es una definición, sino una contemplación. Lo mejor que le pasó a Jesús en toda su vida fueron José y María. Ellos le dieron seguridad afectiva, dignidad, sentido para vivir, confianza… Y llegado el momento de describir a Dios, Jesús no tuvo otra imagen mejor que ellos.
Todas las parábolas de Jesús provienen de su contemplación de la vida cotidiana. Y la mejor de sus parábolas, “Abbá”, proviene de la contemplación de sus padres.
La familia de Jesús, su vida en Nazaret, nos ofrece el mejor tema de meditación sobre la esencia de lo religioso, según Jesús: la encarnación.
No solamente ni principalmente para “explicar” cómo se hizo Dios históricamente presente en el mundo sino sobre todo para entender que es en lo humano donde se descubre a Dios y donde se le sirve. En un ser humano, Jesús de Nazaret, entendemos a Dios, y en nuestros hermanos le servimos. Fuera de esto, apenas encontraremos otro modo de religión que no sean religiones de misterios, mediaciones sagradas, ritos mágicos. En una palabra, idolatrías, culto a dioses que no existen.
Cuando, treinta y pico años más tarde, veamos a María entre los discípulos (Hechos 1,14), habremos de considerar que también ella tuvo que creer en Jesús. No podemos reconstruir el itinerario de la fe de María en su hijo. Pero podemos suponer que –quizá– no fue fácil.
Creer en aquel a quien había dado a luz, amamantado, limpiado, enseñado… Creer en la presencia de Dios en un ser que había dependido de ella tan esencialmente. Poder decir “tú eres el Hijo de Dios” a su propio hijo fue la aventura espiritual de María. Y es la nuestra. Creer en Jesús, ese ser humano al que vemos crecer, aprender, desarrollarse, enteramente dependiente de María y de José en los años de su “vida oculta” en Nazaret.
Estos relatos de la infancia de Jesús son utilizados por la Iglesia para evocar la infancia de Jesús: José es el protector de la familia, el que “está en lugar de Dios” para cuidar de María y Jesús. Mateo no habla de que José y María vivieran en Nazaret antes de ir a Belén. Esa es la razón por la que Nazaret se presenta en este texto como si fuese la primera vez que José y María vivieran allí.
La “sagrada familia” es una de los aspectos de la vida de Jesús más entrañablemente venerados por la devoción cristiana. Las imágenes de Jesús niño con José y María, en la huida a Egipto, en el Templo, en el taller de José, han excitado la imaginación de los pintores y la devoción de las cristianos.
Y no es para menos: son escenas de ternura, nos evocan nuestra propia devoción a nuestra vida familiar, nos sentimos retratados en ellas en nuestros momentos más felices y dan pábulo a una contemplación afectiva y a una exaltación de los valores familiares, que son tan importantes.
Más allá de estas consideraciones, José y María se nos presentan como “los primeros testigos” de Jesús, pero con una substancial diferencia respecto a los otros “testigos”, los que estuvieron con Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta la resurrección. José y María se nos presentan como testigos de la vida oculta, de los treinta años en que Jesús fue solamente “el hijo del carpintero”. José y María testifican como nadie la humanidad de Jesús.
Jesús necesita padres, como todos los niños del mundo. En el evangelio de hoy comprobamos la labor de José: ¿qué habría sido de Jesús y de María sin la previsión, el acierto y la determinación de José? Habría sido sin duda una más de las víctimas de Herodes. José viene a ser para María y Jesús, “la Providencia encarnada”.
Siguiendo por la misma línea, Jesús necesitó de su madre, no solamente para ser engendrado sino para ser alimentado, limpiado, vestido. Jesús necesitó de sus padres para ser educado, para recibir instrucción… como todos los niños del mundo.
Fueron ellos los que marcaron su espíritu con la piedad tradicional de los que “esperaban la liberación de Israel”, los que le llevaron desde pequeñito a la sinagoga a escuchar a los escribas. Fue José el que le inició en el oficio de artesano carpintero… Jesús niño, como todos los niños del mundo.
La familia de Jesús es por tanto el primer testigo, el testigo irrefutable de la humanidad, la verdadera, real humanidad de Jesús. Con mucha razón, las comunidades cristianas fueron rechazando muchos “evangelios” en los que se presentaba a Jesús-niño dotado de extraordinarios poderes, a José y a María asustados ante él. Los apócrifos de la infancia son una estupenda muestra de la tendencia, tan antigua y tan perniciosa, a no aceptar la humanidad de Jesús como una realidad sino como una apariencia.
Será treinta años más tarde cuando el espíritu arrastrará a Jesús a su misión, al Jordán, al desierto, a predicar por los caminos de Galilea. Durante esos treinta años, el Espíritu irá modelando el espíritu de Jesús.
Lo hará, sin duda, por medio de José y de María. Demasiadas veces hemos pensado en la acción de Dios, en lo sobrenatural, como una acción sin causa inmediata, “milagrosa”, es decir, sin causa comprobable. Pero no es esta la manera habitual de actuar de Dios: las semillas sembradas en el espíritu de Jesús tuvieron sembradores, y, entre ellos., José y María fueron los principales.
Más tarde, Jesús hablará de Dios con imágenes parabólicas, tomadas de su contemplación de la vida normal: le sirvió para decir cómo es Dios la contemplación del sembrador, del pastor, del médico, de la mujer que amasa el pan con una pizca de levadura, de la otra mujer que pierde y encuentra una de sus diez monedas… lo que ha visto en su vida cotidiana.
Pero la mejor contemplación de Jesús, la que más tarde le sirvió su mejor imagen de la Divinidad, fueron sin duda, sus padres. “Abbá” no es una definición, sino una contemplación. Lo mejor que le pasó a Jesús en toda su vida fueron José y María. Ellos le dieron seguridad afectiva, dignidad, sentido para vivir, confianza… Y llegado el momento de describir a Dios, Jesús no tuvo otra imagen mejor que ellos.
Todas las parábolas de Jesús provienen de su contemplación de la vida cotidiana. Y la mejor de sus parábolas, “Abbá”, proviene de la contemplación de sus padres.
La familia de Jesús, su vida en Nazaret, nos ofrece el mejor tema de meditación sobre la esencia de lo religioso, según Jesús: la encarnación.
No solamente ni principalmente para “explicar” cómo se hizo Dios históricamente presente en el mundo sino sobre todo para entender que es en lo humano donde se descubre a Dios y donde se le sirve. En un ser humano, Jesús de Nazaret, entendemos a Dios, y en nuestros hermanos le servimos. Fuera de esto, apenas encontraremos otro modo de religión que no sean religiones de misterios, mediaciones sagradas, ritos mágicos. En una palabra, idolatrías, culto a dioses que no existen.
Cuando, treinta y pico años más tarde, veamos a María entre los discípulos (Hechos 1,14), habremos de considerar que también ella tuvo que creer en Jesús. No podemos reconstruir el itinerario de la fe de María en su hijo. Pero podemos suponer que –quizá– no fue fácil.
Creer en aquel a quien había dado a luz, amamantado, limpiado, enseñado… Creer en la presencia de Dios en un ser que había dependido de ella tan esencialmente. Poder decir “tú eres el Hijo de Dios” a su propio hijo fue la aventura espiritual de María. Y es la nuestra. Creer en Jesús, ese ser humano al que vemos crecer, aprender, desarrollarse, enteramente dependiente de María y de José en los años de su “vida oculta” en Nazaret.
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